domingo, 18 de abril de 2010

26 - LLUVIA.



Acompaña Handel los trabajos de sus manos, el ir y venir por la nave en donde tiene dispuestos y al alcance todos los productos que le son necesarios para la restauración del cuadro. Lupe le ha dejado unos altavoces en los que puede conectar el ipod y dejar que la música envuelva cálidamente la estancia, que suba a los altos techos y caracoleen los acordes en la armonía de las notas, flotando suavemente, inundando la estancia de ese milagro invisible.

Se levanta de vez en cuando para atravesar la puerta corredera de cristal y servirse en la cocina otra taza de café. Ahora lo hace para encender uno, dos focos más, son ya las once de la mañana—mira el reloj— pero afuera sigue en penumbra, niebla y una lluvia que no cesa; suave pero persistente le ha acompañado ya más de cuatro días, cosa que a ella no le parece mal, siempre le ha gustado la lluvia, le ayuda a concentrarse en el trabajo, a no desear dejarlo todo y salir a andar, a divagar, a recorrer las calles que es uno de sus grandes placeres.

A ratos deja el pincel sobre la mesa de trabajo, se dirige a una de las grandes ventanas surcadas por la acumulación de gotas que forman delgados canales paralelos deslizándose por el cristal y deja que los ojos descansen perdiéndose por la amplia calle y las filas de chopos lombardos saturados por la lluvia, los más alejados envueltos en la niebla que desdibuja asimismo los edificios del polígono industrial.

Se apoya en el alfeizar y recorre con la mirada la pared opuesta en la que se acumulan sin orden ni concierto todo tipo de objetos artísticos como restos de un naufragio recuperados momentáneamente de los efectos destructivos del mar esperando, algunos cubiertos de telas o trozos de arpillera, otros desnudos, opacos, tristes por la acumulación del polvo y la falta de atención, la ilusión restauradora de alguien que les vuelva a la vida, a formar parte del mobiliario de las personas que hagan uso de ellos, que les adopten, que les conviertan de nuevo en la bella envoltura de sus pasiones y quehaceres, sacados del olvido, del triste rincón de los objetos rotos y olvidados.

Manolita vuelve sobre El Santo Niño de Atocha, trabaja con atención en las nubes que sirven de trampantojo a la imagen sedente. Estos días—piensa—gracias a que Lupe está ocupada ha podido entrar en la rutina necesaria para avanzar en el proyecto. Le está dedicando muchas horas, va y viene en taxi entre el hotel y el polígono industrial, desayuna en el hotel y el resto del día se arregla con un sándwich. Duerme mejor y el hecho de haber iniciado el trabajo le da confianza sintiéndose relajada y en control de la situación.

—¡Buenos días!—sobresale la voz de Lupe sobre un fondo de motores y sirenas.
—¡Hola!—responde después de buscar la llamada y el zumbido de la vibración del teléfono oculto entre trapos y tubos, decapantes, pinceles y pigmentos.
—¡Qué día, no para de llover! ¡Estoy en el aeropuerto con unos clientes y me ha costado un horror llegar hasta aquí con el tráfico bumper to bumper!
—Yo he tenido más suerte, esta mañana no llovía cuando vine pero estoy mirando ahora por la ventana y creo que el mal tiempo va a durar todo el día…
—Óyeme ¿Estás libre a partir de las siete de la tarde?
—Pues sí…pensaba quedarme aquí hasta que estuviera cansada…en realidad no tengo nada que hacer excepto irme al hotel, además con esta lluvia…
—Mira, entonces, si te parece bien, te pasaré a recoger a las siete o siete y media y te llevaré a tomar unas copas y comer algo a un bar en el centro…a O´Doul´s, Lefty O´Doul´s, es un local antiguo, divertido, algunos días de la semana hay grupos de jazz y hoy toca un amigo mío…¿Te acuerdas que te dije que te iba a presentar a un chico que no está casado ni pierde el tiempo con los deportes de la televisión?
—Sí, me acuerdo, una rareza hoy en día…
—Pues…¿Qué te parece?
—Me parece bien, me apetece una de esas cervezas de barril color de caramelo, turbia…
—Órale, pues luego te veo…

Elige unas danzas campesinas inglesas del Playford´s  Dancing Master de 1651 a 1703. Con el pincel en la mano comienza a bailar pausadamente extendiendo los brazos y girando a través de la habitación al compás de las luminosas notas de los violines y laúdes que armoniosamente le acompañan mientras la lluvia sigue deslizándose por los cristales y el Santo Niño de Atocha la mira en su ir y venir mientras sostiene con su mano izquierda el bordón de peregrino.

Manolita se vuelve fijándose en el cuadro, revuelve entre algunos productos y dedica su atención a la parte inferior derecha del lienzo donde trabaja sumergida en el plano intemporal en el que habita la concentración que como una banda azul de agua cristalina la envuelve y aísla dirigiendo su mano con precisión, método y suave insistencia sobre las zonas dañadas.

Luego se detiene, se pone en pie y camina un poco hacia atrás apoyándose en el borde de la mesa de trabajo, deja el pincel en un frasco y cruza los brazos sobre el pecho. Permanece así un buen rato mientras la música campesina inglesa sigue  saltando alegre acompasándose con la lluvia que afuera desgrana sus particulares notas en suaves y fuertes oleadas sobre la superficie de las ventanas. El Santo Niño de Atocha refleja en sus ojos la lluvia exterior y sigue sentado, muy propio, bordón y calabaza en la mano izquierda y el cestillo vacío en la derecha que sostiene incansable en el aire, va bien abrigado con el hábito y la esclavina y sin embargo los pies desnudos en unas sandalias que son más bien unos guaraches sin ninguna protección. Manolita le mira fijamente durante un buen rato.

—¿Y tú de donde sales?—le interroga mirándole a los ojos.

En los últimos años el oficio le ha hecho ir un poco más allá de las capas de óleo, de los retoques y los cosméticos, de la interpretación fácil de lo que se expone a la vista muchas veces como escudo o pantalla a una segunda lectura de los ojos que reposadamente, sin dejarse llevar por lo demasiado evidente son capaces de escudriñar la verdadera intención de lo que el pintor invisible, lejano ya, dejó en el lienzo para que alguien en otro tiempo, en otras circunstancias fuera capaz de percibir entre los pigmentos y las linazas, las capas y las veladuras.

—Porque si como me dijo Alfonso, el dominico de la Basílica de Nuestra Señora de Atocha, ya empezaste a ser famoso hacia el mil ciento cincuenta ¿Qué haces retratado con un sombrero del siglo diecisiete y además con pluma?
—¡Chapeo! ¡Con un chapeo o tejado, al decir de los bravucones de la época!
Manolita se vuelve bruscamente al oír la voz del señor Sánchez que ha entrado en la sala sin que ella lo hubiese notado.
­—Perdóneme señorita Madrid, no quería darle ningún susto, debería haber llamado a la puerta…bueno, venía solamente a saludarle y a traer un par de bocadillos.
—No, perdóneme usted a mí…estaba hablando sola…
—¡No se preocupe! Hoy en día, con las cosas tan raras que ve uno, lo de hablar a las paredes me parece lo más normal del mundo.
—Así que chapeo o tejado—sonríe Manolita.—
—¡Ya lo creo! En el hablar de la jacaranda: “…dice al sombrero tejado, respeto llama a la espada, que por ella es respetado.”

Rosalino Sánchez sonríe a Manolita, viste un traje oscuro con líneas verticales blancas apenas perceptibles, corbata de tonos amarillos y un pañuelo de seda en el bolsillo superior de la chaqueta. Se levanta, abandona por un momento el estudio y regresa con dos Negra Modelo, sostiene un bocadillo en cada mano adelantando primero la izquierda y luego la derecha: jamón o pastrami.
—Pastrami, me gusta, lo comí cuando estuve en Nueva York.
—Pues adelante...

Sentados frente al cuadro comienzan los bocadillos en silencio.
—Veo que además de hombre de empresa es usted amante de la poesía.
Don Rosalino, sosteniendo el bocadillo entre las manos, mira hacia el fondo de la habitación y recita:

“ Rebosando valentía
entró Santurde el de Ocaña;
zaino viene de bigotes
y atraidorado de barba.
Un locutorio de monjas
es guarnición de la daga,
que en puribus trae al lado
con más hierro que Vizcaya.”

Luego muerde de nuevo el bocadillo y al terminar el bocado bebe un sorbo de cerveza:

“ Entre nobles no me encojo;
que, según dice la ley,
si es de buena sangre el rey
es de tan buena su piojo.

Y vuelve a tomar un largo trago de Negra Modelo.

—Sí, definitivamente le gusta la poesía—Manolita come otro trozo de bocadillo—el pastrami es estupendo—agrega con la boca llena.—

Rosalino Sánchez asiente y mira el cuadro del Santo Niño de Atocha.
—Sabe, aquí… quiero decir en México, el Santo Niño tiene mucha devoción, como protección de los desamparados, auxilio de los enfermos…
—Y el traje y el sombrero son la última puesta al día del famoso.
—Claro, usted lo sabe mejor que yo, casi toda la iconografía religiosa responde al momento de la historia en el que vive.
—Desde luego, las modas van cambiando sobre los mismos personajes…
—Así es señorita Madrid, así es…o ha sido hasta el siglo diecinueve.
—Es curioso, los famosos van y vienen, las estrellas de cine tienen sus momentos de gloria y parece que nunca se van a apagar pero tarde o temprano aparece otra moda, otra estética y se desvanecen, y más ahora con tantos cambios tecnológicos, tantas posibilidades, tanta gente que lucha por atraer al público…sin embargo, mire usted, los santos, los padres de la iglesia, incluso los ángeles fruto de la imaginación siguen ahí, en las iglesias y en los museos.
—Sí, ahí siguen…después de dos mil años. Ese es su secreto.
—¿Qué secreto?
—Ser intemporales, que los que fueron imaginados habitan una región que no tiene nada que ver con la realidad y los que alguna vez vivieron y dejaron su recuerdo, su marca, su momento, pasaron también a ese otro mundo donde no hay células, ni humores, donde nada se corrompe ni cambia, donde nada existe excepto en las mentes de los que viendo su imagen de madera o mármol, la iluminación de un libro o la pintura de un cuadro los transforman en objetivos, en modelos, en iconos, les devuelven la vida trayéndoles de nuevo a cualquiera de las realidades pasajeras del hombre a veces durante un largo tiempo otras brevemente.
—¿Y eso mismo ocurre con este mozo del cuadro?
—Este mozo del cuadro, como usted dice, es más importante que todo lo que estamos hablando, al menos para los cristianos. Es una de las representaciones de Jesús.
—¿Es usted creyente señor Sánchez?
—Soy un producto de mi generación, que en México ha sido y sigue siendo católica, pero si hubiera nacido en Japón, Indonesia o la India sería budista, mahometano, animista, que se yo…
—O sea, que las religiones son un vehículo con un poderoso equipo de publicidad.
—Ciertamente, un vehículo que se está quedando anticuado, que no puede ir a la velocidad que pide la carretera que el hombre contempla en expansión infinita y su publicidad es víctima de su autocomplacencia.
—Sí, todo hoy va muy deprisa y sin embargo ahí siguen sin respuesta las preguntas esenciales.
—Y me alegro de que sea así, el hombre tiene que esforzarse en ser más humilde…¿Otra cerveza?
—No, muchas gracias, quiero seguir trabajando.
—Pues yo también, me voy, ha sido un placer hablar con usted…¿Necesita alguna cosa?
—Pues no, Lupe me ayuda con todo.
—Si, ya veo que se han hecho buenas amigas. Pues nada, hasta otro rato.
—Gracias por el bocadillo, estaba buenísimo ¡Ah! Y por la conversación.
—Sabe. Un día tendría que ir a ver a mi jefe, le gustaría, tiene una casa muy bonita en las montañas. Hablaré con él.
—Pues gracias de nuevo.

Rosalino Sánchez recoge los cascos vacíos y se va cerrando la puerta del fondo. Manolita sigue trabajando durante otras dos horas al cabo de las cuales comienza a sentir los párpados pesados.

—Sabes, voy a echarme un sueñecito—comenta al Santo Niño—. Se dirige a una de las habitaciones y se tumba vestida sobre la cama con una manta ligera por encima. La habitación está en penumbra y la lluvia se oye sobre el tejado y a través de la ventana.
—Pues a mí me habían dicho que no llovía en California…

Por las calles discurren regatos malolientes, los rincones apestan de orines sedimentados en estratos de albayalde amarillento calentado por el sol de una primavera calurosa, desconchado por la intemperie y la reincidencia. Los vecinos tiran los contenidos nocturnos de las palanganas y orinales por las ventanas que caen al centro de la calle empedrada a tramos, terrosa, salpicando las botas de los soldados franceses que se apartan y miran amenazantes hacia los balcones.

Son parte de los contingentes de Murat que vivaquean en el pueblo de Fuencarral, a las afueras de la capital, y en la Casa de Campo mientras buscan mejor acomodo en los cuarteles de Madrid y alrededores. Son las tropas que irrumpieron en España pretendidamente camino de Portugal en cumplimiento de los acuerdos entre Godoy y Napoleón pero que sin embargo ocuparon plazas españolas en Cataluña y Castilla la Vieja para extenderse hacia el centro, divisiones que del tránsito hicieron invasión, ocupación resentida por la gente del pueblo que se amotinó en Aranjuez contra Godoy, favorito, ministro universal de Carlos IV.

—¡Yo no sé donde vamos a ir a parar!—levanta las manos la duquesa—que pasa de un salón a otro señalando a la servidumbre la forma de envolver los cuadros ya descolgados de las paredes, especialmente los retratos familiares pintados por Goya, las estampas y óleos, “ El Columpio”, uno de sus favoritos, “La Cucaña” que siempre es motivo de comentarios entre los amigos que vienen a merendar, en los intermedios musicales de amables tardes que ahora han desaparecido de la escena para dar paso a la realidad terrible de la guerra; en cubrir las lámparas, los sillones, canapés, mesas y armarios, espejos…Manolita le ayuda a escoger los vestidos, los sombreros cuyas cajas redondas se apilan sobre la gran mesa del vestidor contiguo al dormitorio.

Viste la duquesa de Osuna de alivio, hace poco más de un año que ha muerto su marido Don Pedro Téllez – Girón, noveno duque de Osuna, a los cincuenta y dos años de edad. Ella, algo mayor que su difunto esposo, tiene ahora cincuenta y seis, sigue manteniendo su porte distinguido, muy elegante, irradiando una gran personalidad que incluso se ha acentuado más con la viudedad.

La duquesa se sienta en uno de los sillones que descubre una de las criadas que con el resto de la servidumbre se afanan para que la casa quede recogida y a salvo en la medida de lo posible de la tormenta francesa. Dos generales de Murat le han prometido que las tropas no tocarán ni su casa ni sus jardines, que las dependencias interiores serán ocupadas exclusivamente por los oficiales que ya van y vienen indiferentes a todo lo que no sea las estrategias y las ordenes dadas como chasquidos de látigo a los soldados que descargan la intendencia y construyen establos para la caballería que sigue llegando cada vez en mayor número. Nada de lo que rodea a la duquesa le hace suponer que todo será cosa de unos días como le han prometido los generales entre cortesías y halagos a su casa y a su buen gusto que ellos en todo momento insisten prometen respetar.

Sabe que el pueblo está contra los franceses, que odia a los franceses y que en cualquier momento puede saltar la chispa, iniciar el fuego de la rebelión que ponga al país en lucha abierta contra el invasor. También se da cuenta de que entre los nobles y privilegiados hay división de opiniones.

—Como en los toros— se dirige la duquesa a Manolita—.
—Perdón ¿Qué me ha dicho?
—Nada hija, nada, hablo sola…no me hagas caso…

Unos creen que el viento francés sacará a España de su provincialismo endémico, modernizará su pensamiento mojigato, abrirá sus mentes a la ilustración, otros por el contrario piensan que los franceses sólo pretenden la expansión, el monopolio de Europa dirigidos por ese prepotente y astuto pequeñajo del que corren rumores de que ya está en negociaciones para vender los territorios españoles en Norteamérica que por supuesto no le pertenecen y a lo que el rey de las Españas no va a tener coraje de oponerse.

—Y el rey sale corriendo con la mitad de la corte, Manolita, y nos deja aquí sin protección ninguna…
—¿Y usted ha pensado en irse a Francia?
—¿Yo? ¡Ni hablar del peluquín! ¡Yo no me muevo de mi casa…mi casa es España, pero, eso sí, de momento nos vamos a ir a la finca de Cádiz, al menos allí no tendremos que ver tantos gabachos, vamos digo yo, porque fíjate que invasión tenemos aquí—exclama abriendo los brazos y abarcando el movimiento de soldados que van y vienen por los jardines, de grupos de oficiales impartiendo órdenes o descansando junto a sus caballos—.

—¿Quieres venirte a Cádiz conmigo? La finca es cómoda y Cádiz es tan bonito…podemos pasear por la playa y comer bocas de la isla y atún encebollado, ir a Chiclana, a Sanlúcar, al Puerto…
—Gracias duquesa…pero yo no creo que pueda decidir nada.
—Es verdad, es verdad…no me hagas caso… hazme ahora un poco de compañía, ven—le coge de la mano—vamos a la cocina, es el único sitio tranquilo en esta santa casa, comamos algo y sobre todo bebamos un par de buenas copas de vino francés…al menos eso es algo que tienen bueno estos botarates…

Entran en la cocina ante la sorpresa de varias sirvientas y la cocinera que se acerca a la duquesa.
—¿Hay algo para comer? Todo este asunto de los franceses me está dando hambre…
—Me coge de sorpresa la señora, sólo son las once de la mañana y no tengo todavía preparada la comida…
—Pero algo tendrás por ahí…
—Tengo reposando unas lentejas con chorizo para los jardineros…
—Buenas son, Manolita siéntate aquí a mi lado y vengan esas lentejas.

—¿Manolita? ¿Estás por ahí? Soy Lupe…

La habitación está oscura, ha dejado de llover, por la ventana entra la fuerte luz eléctrica que ilumina las naves industriales.
—¿Manolita?
—Sí Lupe, estoy en la habitación, me he quedado dormida, ahora mismo estoy contigo.