miércoles, 23 de septiembre de 2009

24 - LUZ. OSCURIDAD. SILENCIO. HORARIUM.


Solo la luminaria que arde permanentemente delante del Santísimo Sacramento parpadea en la atmósfera quieta, en la oscuridad de la iglesia donde los monjes acostumbrados a la repetición de sus actos, a la liturgia de las cosas, encuentran sus bancos de madera encendiendo a un lado y al otro las pequeñas lamparitas que iluminan los cantorales y libros de oración sobre los atriles.
La monodia del antifonario reverbera entre la piedra y la noche, las voces proclaman un canto interior reflejado durante siglos en la cuidada caligrafía en tinta negra y roja del texto musical. Un viaje en el tiempo que trasmite el dolor y el sufrimiento, el misterio, la alegría y la esperanza, la luz del éxtasis.
La transfiguración y el esplendor de la belleza, la sabiduría transmitida en las notas de esos pergaminos medievales, transportando las emociones y los pensamientos del alma del cantor, atrapando al hombre en su integridad.
El que no se desprende de todo no puede alcanzar la luz.
Al finalizar los Maitines los monjes vuelven despacio a la austeridad de sus celdas.
Las campanas suenan de nuevo para los Laudes, comienza la aurora, tras un intervalo suenan de nuevo las campanas para la hora Prima, a las cuatro de la mañana. De cinco a ocho los monjes trabajan en diferentes cometidos. De nuevo suenan las campanas para la hora Tercia, misa y lectura, después la hora Sexta y a las once de la mañana el almuerzo seguido de una siesta o período de lectura. Suenan las campanas para la hora Nona, trabajo y Vísperas. Cena y las campanas anuncian Completas después de las cuales los monjes regresan a sus celdas.
La vida se repite en una sucesión de días, meses y años, en la soledad, el silencio, la contemplación, la oración, la búsqueda interior, el hábito de las cosas, el alejamiento de la realidad, la separación de la realidad.
El que no se desprende de todo no puede alcanzar la luz.
El monasterio se alza en un pequeño valle entre colinas cubiertas de árboles, el conjunto de iglesia, cementerio, dependencias de trabajo y edificios y patios interiores parecen más una fortaleza que un monasterio cisterciense. Sus altas paredes de bloques de granito cubiertos de líquenes y musgos están tachonadas de balcones de hierro forjado que iluminan las celdas de los monjes.
Gonzalo ha llegado en taxi hasta la portería del convento después de atravesar unos grandes y cuidados jardines a cuyo lado izquierdo se sitúa la portada renacentista de la iglesia.
— Tengo a un amigo en este monasterio al que me gustaría ver— explica Gonzalo con un cierto tono de excusa.—
El portero que lleva un batón negro, algo más corto que una sotana y además de ocuparse de la portería enseña a los turistas el claustro y las dependencias abiertas al público, sonríe a Gonzalo.
—¿Él le espera?
—No, la verdad es que no, he venido a Santiago y he decidido en el momento venir a verle…
—Dígame su nombre, por favor.
—Hipólito, Hipólito Puelles.
—Pues espere un momento, hablaré con la comunidad…¿Y su nombre es?
—Gonzalo…muchas gracias…
Mientras espera a las puertas del claustro piensa en cómo Acuña, mientras comían, sacó a colación al amigo Hipólito que trabajó en su negocio durante muchos años en Madrid. Gonzalo le conoció muy bien en los quehaceres cotidianos de la Ribera de Curtidores y le recuerda como una persona soñadora, adicta a los libros, ocurrente y reservada.
Cuando Acuña se fue a Santiago él también decidió ir, el ambiente provinciano encajaba mejor con su personalidad y poco a poco se fue familiarizando con los pequeños pueblos, con los montes; siempre que el trabajo lo permitía se iba a andar por caminos y vericuetos que le llevaban hasta rincones en el bosque, ermitas retiradas.
—Un día —le comentó Acuña— me dijo que había entrado en el monasterio cisterciense  para preguntar sobre los monjes. Le impresionó el modo en que vivían y aunque no volvió a hablar de ello en unos meses, continuó subiendo hasta que una mañana poco antes de abrir la tienda me paró para hablar conmigo.
Me dijo que estaba decidido, si a mi no me importaba y no entorpecía el negocio, a entrar en el monasterio e intentar la forma de vivir de los monjes. Al menos durante un tiempo. Había algo que le atraía y sentía la necesidad de probar.
Naturalmente yo no era quien para impedírselo y le dije que en cuanto quisiese podía volver a su trabajo que yo siempre le guardaría. Y así, salió de la tienda una semana después, se volvió en medio de la calle empedrada para decirnos adiós a mi mujer y a mí y hasta ahora. Eso fue en mil novecientos ochenta y siete, si mal no recuerdo, tenía entonces cuarenta años, así que ahora está en los sesenta y dos.
Nunca pensé que duraría allí más de una semana, pero desde luego estaba muy equivocado. Le he visitado una vez cada año desde que se fue excepto dos veces cuando murió mi esposa, él me ayudó mucho a sobrellevarlo.
Después de oír la historia, Gonzalo pensó que después de comer podía coger un taxi y tratar de verle si ello fuera posible, las decisiones rápidas suelen ser a veces las mejores y en caso de no ser día de visita al menos se habría dado un paseo para bajar la comida que preparó Acuña y airearse antes de volver al parador.
Hipólito aparece al fondo del claustro acercándose a paso vivo hacia Gonzalo, aún dentro del hábito se nota que se conserva delgado, en buena forma y a los ojos de Gonzalo no ha cambiado excepto por el normal paso de los años y el llevar la cabeza afeitada.
—¡Qué sorpresa Gonzalo!—Le da la mano vigorosamente.—
—Te veo igual que siempre…
—También yo a ti…bueno los años pasan de todas formas…¿Qué te trae por aquí?
—Estoy en Santiago y he comido con Acuña, hablamos de ti y decidí acercarme a verte…espero no interrumpir…
—Desde luego que no, pero no dispongo de mucho tiempo, ven, vamos a la parte de detrás, al lado del cementerio que hay hierba y una buena vista.
Hipólito y Gonzalo se sientan en un banco de piedra cerca de un hórreo al lado de las lápidas del antiguo cementerio cubierto de líquenes y musgos. Durante un rato hablan de los viejos tiempos de Madrid, de cómo han cambiado las cosas, de los lugares que ambos compartieron.
—Imagino que estás esperando que te haga la pregunta de rigor, en fin, te la voy a hacer ¿Cómo es que decidiste entrar en un convento?
—Pues la verdad, Gonzalo, no lo sé, todavía no lo sé después de tantos años.
—Porque no recuerdo que fueses especialmente religioso, más bien creo que eras un ácrata, alejado de los convencionalismos sociales, aunque uno cambia desde luego.
—No, no, sigo pensando más o menos igual, en realidad soy tan ácrata que ya no lo soy ¿Tiene esto sentido?
—Pero ser monje significa aceptar una liturgia, un modo de vida…
—Bueno, Gonzalo, no soy monje del coro, sigo siendo un converso, participo en la comunidad pero dedico más horas al trabajo. Ellos me aceptan como soy.
—¿Y no quieres volver a la vida de la calle?
—No, aquí estoy más cerca de mi destino, a veces casi llego a la respuesta que busco.
—¿Y qué es lo que buscas?
—Qué pregunta Gonzalo, lo mismo que tú.
—Es verdad, perdona.
—La vida sencilla, la rutina de los días, si quieres, me ayuda a comprender las cosas. A veces en el silencio y la quietud de mi celda, sentado junto a la ventana, tengo momentos en que atisbo un esbozo de respuesta que me es difícil de definir, que en realidad no puedo definir pero que sé que está al alcance de mi mano. Es algo intimo, como saberte al otro lado del espejo en el que nos reflejamos.
—Quizás, Hipólito, es que no entendemos la vida, esta transición momentánea entre un pasado que no existe porque no recordamos y un futuro que no comprendemos porque quizás no existe. Puede que tuviera razón Teognis cuando escribió: "De todas las cosas la mejor es no haber nacido, ni ver como humano los fugaces rayos del sol, pero una vez nacido, cruzar cuanto antes las puertas del Hades y yacer tumbado bajo una espesa capa de tierra".
—Pero ese no es mi punto de vista, no lo comparto Gonzalo, estoy aquí porque me gusta la vida y mi búsqueda se rodea del paso del tiempo, de las estaciones, del movimiento del día y la noche que cobra un valor perdido ya en una sociedad que marca otro ritmo ajeno al natural, donde el ser humano no descansa ni aprecia la vida ni su sentido que es un corto viaje por la luz y no tiene tiempo ni paz para percibir otros destinos que también forman parte de su alma.
—Eres más optimista que yo.
—Cualquiera que se hace preguntas, que lucha por comprender es esencialmente optimista.
Ambos se miran, se echan a reír relajando el ambiente, Gonzalo mira alrededor.
—Nos estábamos poniendo demasiado solemnes…
—Cuéntame de tu vida Gonzalo…
Permanecen charlando durante una media hora hablando del entramado de los años que ambos han vivido, de cómo han llegado hasta el momento presente. Suena la campana y una bandada de pájaros pasa por encima de sus cabezas adentrándose entre los árboles del valle. Comienza a atardecer y la luz se remansa en el horizonte proyectando una nueva perspectiva a la arquitectura del monasterio. Hipólito se excusa porque tiene que volver al régimen de las horas.
Caminan de vuelta a la portería y Gonzalo abraza a Hipólito que le palmea la espalda y volviéndose se adentra en el claustro desapareciendo por el mismo lugar donde Gonzalo le vio llegar. Da de nuevo las gracias al portero y cruza lentamente el jardín hacia la entrada de piedra que asoma a la carretera. Suena el móvil.
—¡Manolita! ¡Como estás!...

23 - PEREGRINOS.


Gonzalo abre los ojos y lo primero que ve es el dosel de la cama, ese baldaquino o palio que está ahora tan de moda en los paradores y que a los ojos del cliente representa el conjunto de buen gusto, poder económico y presumible nivel intelectual tan deficiente en los días que corren y sin embargo tan fácil de aparentar al menos superficialmente equilibrando pequeñas informaciones recogidas de revistas de moda, usos de famosos con cierto caché y palabras buscadas y rebuscadas por las cabezas parlantes de las variopintas tertulias de la televisión que con sus colorines seudo intelectuales inoculan a través de los ojos y las entendederas del pasivo mirón esa capa de Titanlux cultural que tanto se lleva desde las gradas de los padres de la patria a los veladores de muslos tostados en los paraísos del ladrillo mediterráneo con cañas de cerveza y gambas a la plancha.
Se dirige hacia la ventana que da directamente a la Plaza del Obradoiro, el día está mustio, como tiene que ser en Santiago donde sin embargo suele lucir el sol contraviniendo el espíritu romántico al que Gonzalo siempre se acoge en sus estancias en Galicia, no llueve pero está muy nublado y la piedra, los grandes bloques de granito de los edificios circundantes adheridos de líquenes y verdines se tornan más grises, con reflejos de humedad que parece que vinieran del interior de la piedra.
 Es todavía temprano, mira el reloj de pulsera: las siete y media, pero ya por la vacía plaza cruza un peregrino lentamente, dos, tres, un pequeño grupo a los que sigue un perrillo zigzagueando de aquí para allá. Son los primeros que se han levantado al alba, seguramente inquietos en su última noche en Lavacolla, sabedores de que ya han cumplido prácticamente el camino, alegres y tristes porque la aventura física y espiritual se acaba, que no han podido esperar más, han recogido sus cosas por última vez y se han echado al camino con premura para llegar a su destino y abrazar al santo.
Gonzalo se prepara sin prisa, baja a la magnífica recepción del hotel saboreando los pasillos alfombrados, los cuadros y muebles, los arcos de piedra abiertos a la luz de los patios, los artesonados de nobles maderas, poligonales y cóncavos. Todo es arte y belleza en este parador de líneas góticas, renacentistas y barrocas que construyeran los Reyes Católicos como hospital de peregrinos.
Cruza la Plaza del Obradoiro y por Platerías baja entre los viejos soportales, las manos en los bolsillos recordando que solo ayer caminaba del brazo con Federico pisando esas mismas piedras. Entra en una cafetería y pide café y churros sentándose en una mesita al lado de la ventana, la barra está animada con peregrinos que comen grandes trozos de tortilla española y cañas de cerveza, hablan con voces vigorosas y tono entusiasmado del camino, de las anécdotas, otros escuchan y no dicen nada, sonríen levemente. Gonzalo los mira con nostalgia y no puede reprimir que un oleaje remansado de su ya pasada juventud aflore a la superficie recordándole que su camino, el de la vida, está ya muy avanzado y que atrás ha quedado una estela ya desaparecida que solo existe en sus recuerdos.
Termina de desayunar y baja por una de las calles hasta topar con la tienda de antigüedades de su amigo Acuña, viejo amigo con una historia parecida a la suya y que conoció en El Rastro muchas décadas atrás donde tenía también un chamizo de quincalla y que en los años ochenta decidió volver a su tierra y tomárselo con calma aunque la inercia de una región muy rica en historia y por ende en objetos de arte le hizo peregrinar no solo por las provincias gallegas sino más allá adentrándose incluso en Portugal y desde luego llegándose a Castilla.
Gonzalo saluda con efusión a su amigo al que encuentra leyendo el periódico sentado en un escritorio con un guardapolvos azul y una boina negra. Aparenta  más edad que él pero sus ojos brillan aún con ilusión y salta de la silla al verle entrar por la puerta.
—¡Qué sorpresa, Gonzalito! — sonríe abrazándole.—
—¡Te veo muy bien, veo que sigues con la boina de toda la vida, debéis ser cuatro en toda España!
—De toda la vida no, esta es una nueva, de hace un par de años, seguramente me enterrarán con ella… a mi lo de las modas me da igual, yo sigo con la boina, como mi padre, como mi abuelo…
—Ya debes de andar por los ochenta…
—Ochenta y tres largos…pero ya sabes ¡Bicho malo, nunca muere! ¿Y tú?
—Yo soy un crío Acuña, solo setenta y seis, casi, casi setenta y siete. ¿Y como te va?
—Bueno, hace un par de años murió mi mujer, fue rápido, algo inesperado, yo siempre pensé que me moriría antes que ella, pero eso no se puede predecir…
—Lo siento de veras…
—Sí, los chicos ya sabes que viven en Madrid, me llaman de vez en cuando y al menos una vez en verano o para las Navidades se descuelgan para que vea a los nietos, ya tengo cinco…el resto del tiempo estoy aquí, en la tienda, ya sabes que tengo la vivienda arriba, tú me ayudaste a encontrar esta casa.
—Hace casi treinta años…
—Sí, treinta años…pero te digo, no me quejo, me falta mi mujer, eso lo llevo mal, pero por lo demás aquí estoy bien, este es mi mundo y todavía me topo de vez en cuando con gente interesante, paseo mucho, me gusta observar a los peregrinos, me voy a la Catedral a ver subir y bajar el botafumeiro y ver las caras de los japoneses que entran en éxtasis con estas cosas…oye… y tú sigues con Federico…
—Si, seguimos juntos, aunque paso mucho tiempo en Madrid…
La tienda acumula la estela de las cosas que no se pueden llevar a la otra vida, que son todas, el fárrago de objetos de dudoso valor, planchas, candiles, lámparas, potes, instrumentos de labranza y enseres de una existencia cotidiana que fue y ya no es, arrinconados por otros cacharros que han inundado las casas con su pretendido valor utilitario y han elevado al rango de decoración a los dejados por inservibles pero que aportan pingües beneficios; entre todo este amasijo hay joyas escondidas que Acuña atesora con mimo y marca un nivel muy superior.
—Pero quiero que sepas que lo que ves en mi tienda está catalogado y adquirido en subastas oficiales, o comprado a propietarios que pueden justificar su procedencia — puntualiza Acuña.—
 En esta otra escala de antigüedades hay todo un resto de diferentes naufragios de edificios abandonados en pueblos dejados a su suerte, poblaciones con pocos vecinos en los que un simple candado guarda el portal de ermitas e iglesias sin control ninguno y donde gentes sin escrúpulos cargan con todos los objetos valiosos, donde el patrimonio se echa a perder porque no hay manos que lo cuiden.
—El expolio es enorme— explica Acuña — bueno, lo fue porque ya casi no queda nada, primero se llevaron los altares, los cuadros, las imágenes, luego sillas, bancos, confesionarios después lápidas, artesonados, vigas, hasta arrancaron frescos de las paredes…
—Pero hay cuerpos de funcionarios dedicados a la conservación, a los museos…
—Sí, pero o bien porque no son suficientes, o el patrimonio es inabarcable, o se dedican a hacer política, el caso es que no tienes más que irte de pueblo en pueblo para comprobar la realidad de las cosas…recuerdo que hace unos cinco años entré en una iglesia abandonada en una de las márgenes del Canal de Castilla, habían puesto tablas para tapar los huecos de las paredes que se desmoronaban, entré a la nave de la iglesia en donde todo había sido arrancado, un espectáculo patético, las tumbas situadas en el suelo cerca del altar habían sido abiertas y por el suelo desperdigados cráneos y huesos de los difuntos, y esto que vi no forma parte de una de esas fotos de la Guerra Civil sino de un día cualquiera del año dos mil uno o dos mil dos.
Mientras hablan Acuña ha sacado de una habitación contigua una imagen que coloca con cuidado encima del escritorio. Se trata de una Virgen con el Niño en madera policromada, sentada sobre un trono, lleva una túnica sobre el vestido, corona sencilla en la cabeza y sonríe sosteniendo al niño con el brazo izquierdo sentado sobre la rodilla, el niño tiene un librito cerrado en la mano izquierda y bendice con la derecha.
—¿Qué te parece, Gonzalo?
—Una imagen muy bella, ya sabes que tengo debilidad por estas vírgenes románicas o góticas.
—Bueno, tengo buen ojo para estas cosas pero no he dejado nunca de ser un chamarilero autodidacta…dame tu opinión…
—Pues…en principio coincidirás conmigo en que las vírgenes románicas son sedentes, ocupan una silla con escabel, o un trono como rasgo característico y que a partir del siglo XIII comienzan a presentarse erguidas, la postura suele ser solemne, mayestática, hierática que luego se suavizan en las imágenes góticas. La relación con el niño es muy significativa, en las primeras no hay una relación madre - niño sino madre - Dios, el niño ocupa el centro del trono. En la evolución hacia el gótico el niño se desplaza lateralmente sobre sus rodillas, el alejamiento del centro refleja el acercamiento a la madre que o bien le sujeta por el codo, o el hombro o la cintura, en una composición mucho menos rígida. Le abraza, educa o juega con él.
La moda aunque no cambia mucho en esos siglos es también importante, la talla de los pliegues de la ropa, el velo, al principio sin mostrar el cabello, la túnica cerrada en círculo sobre el cuello sin los adornos posteriores. La corona como símbolo de realeza es muy sencilla al principio, a veces como una simple diadema, el cetro real, la esfera de la mano derecha que se suele interpretar a veces como la manzana de Eva. El niño suele llevar también una esfera como signo de poder o un libro que abierto se interpreta como libro de la vida, otras veces está cerrado y algunos lo consideran como el libro de los siete sellos del Apocalipsis.
—Pues por lo que dices esta imagen parece tener un poco de mezcla de románico y gótico.
—Coincido contigo, posiblemente esté en la transición del siglo XII al XIII pero todo esto que hablamos es en la suposición de que fuese genuina, hoy no te puedes fiar con un simple vistazo, tendrías que someterla a un estudio serio.
—Quién mejor que tú ¿Te parece que os la mande al taller de Madrid?
—Pues mira, estoy pensando que para evitar riesgos en el transporte, que te parece si busco un hueco para acercarme con Alicia o Cosme, una limpieza tampoco le vendría mal.
—Esa sería una buena excusa para seguir poniéndonos al día ¿Ya no está esa chica…Manolita con vosotros?
—Sí, no la dejaría escapar por nada del mundo, está en California restaurando un cuadro. A ella le gustan aquellas tierras, y es una buena oportunidad para que se de un paseo por allí…oye Acuña, son las doce menos cuarto, a las doce hay misa en la catedral y me gustaría ir.
—Pues me voy contigo, hoy además hay botafumeiro— sonríe quitándose la bata y devolviendo la imagen a la habitación interior.
Entran en la catedral por la Plaza de las Platerías y encuentran un hueco para sentarse al lado del crucero de donde pende el inmenso incensario. La iglesia está llena de fieles y sobre todo peregrinos que ocupan la mayor parte de los bancos, por la zona de la girola deambulan turistas y más peregrinos muchos de ellos con mochilas y bordones.
Gonzalo vuelve la mirada hacia alguno de ellos que tratan de abarcar y fijar todo lo que inunda sus ojos sabedores de que han cumplido con el camino, que están por fin tras duras jornadas en el destino con el que han soñado desde el primer día. Las caras de muchos de ellos mostrando el cansancio, la intemperie, reflejando ese toque mágico que les hace ser especiales, que les diferencia del resto de los mortales, una experiencia breve, efímera que están viviendo fugazmente y en unos días desaparecerá para reintegrarlos a la maquinaria social de los días y las horas, a la esclavitud material e intelectual del engranaje de las acciones cotidianas.
Mientras el botafumeiro va y viene a lo largo del transepto subiendo cada vez más alto con los tirones que fuerzan en la soga los ocho tiraboleiros, por la mente de muchos peregrinos pasan ya en el recuerdo los lugares marcados en el siglo XII por Aymeric Picaud en el Códex Calixtinus o"Liber Sancti Iacobi".
"Roncesvalles, Viscarret, Larrasoaña, Pamplona, Puente la Reina, Estella, fértil en buen pan y excelente vino y abastecida de todo tipo de bienes. Los Arcos, Logroño, Villarroya, la ciudad de Nájera, Santo Domingo, Redecilla, Belorado, Villafranca - Montes de Oca, Atapuerca, la ciudad de Burgos, Tardajos, Hornillos, Castrogeriz, el puente de Itero, Frómista y Carrión, villa próspera y excelente, abundante en pan, vino y carne.
Sahagún, pródigo en todo tipo de bienes, donde se encuentra el prado donde, se dice, que antaño reverdecieron las astas fulgurantes que los guerreros victoriosos habían hincado en tierra, para gloria del Señor.
Viene luego Mansilla, después León, ciudad sede de la corte real, luego Orbigo, la ciudad de Astorga, Rabanal, por sobrenombre "Cativo", luego el puerto del monte Irago, Molinaseca, Ponferrada, Cacabelos, después Villafranca, en la embocadura del río Valcarce, y Castrosarracín, luego Villaus, después el puerto del monte Cebrero y en su cima el hospital, luego Linares de Rey y Triacastela, en la falda del mismo monte, ya en Galicia, lugar donde los peregrinos cogen una piedra y la llevan hasta Castañeda para obtener cal destinada a las obras de la basílica del Apóstol.
Vienen luego San Miguel, Barbadelo, Puertomarín, Sala de la Reina, Palas de Rey, Lebureiro, Santiago de Boente, Castañeda, Villanova, Ferreiros y a continuación Compostela, la excelsa ciudad del Apóstol, repleta de todo tipo de encantos, la ciudad que custodia los restos mortales de Santiago, motivo por el que está considerada como la más dichosa y excelsa de las ciudades de España".
Termina la ceremonia y Gonzalo y Acuña deshacen el camino de ida para entrar en un bar a tomar un par de vinos de Rivero en taza.
—Oye, te invito a comer, tu elige el restaurante— propone Gonzalo.—
—Pues mira, mejor te invito yo, en casa, tengo preparados unos garbanzos con espinacas y calamares en su tinta, ya sabes que a mi también me gusta cocinar.
—Hecho, me gusta el menú, así podremos hablar con más tranquilidad.

jueves, 3 de septiembre de 2009

22 - MANOLO.




No le han bastado dos cafés en el Fortuny. Sigue con una somnolencia remansada en los párpados que le hace mirar con fijeza la pantalla del ordenador abierto en el archivo de pedidos que le tiene hipnotizado desde no sabe cuanto tiempo y con el que mantiene un duermevela acunado por el runrún de algunos de sus compañeros que hacen más o menos lo propio a su alrededor. Es lunes y está justificado, implícitamente justificado, teniendo en cuenta sobre todo que don Tomás no aparecerá hasta muy entrada la tarde, después de que haya comido con algún diputado o consejero de banco o empresa al que ineludiblemente le colocará un buen pedido de reserva especial.
Buen jefe este don Tomás— piensa Manolo— vive y deja vivir, no es el clásico pijotero que fiscaliza al minuto a sus empleados controlando cada uno de sus movimientos, ni tampoco el ejecutivo tonto del haba adobado de emebeás, frío y absorbido por las estadísticas, los porcentajes de ganancia establecidos el uno de Enero estrictamente sacados del glamour de la revista Forbes y de otras zarandajas de la misma índole, objetivos anuales prácticamente inalcanzables y que hacen mucho en la creación de un ambiente hostil en el que todo el mundo quiere atizar un navajazo trapero a la altura de la goma elástica de la ropa interior a todo el mundo y la insolidaridad, el peloteo y la frustración son las negras aves que revolotean constantemente alrededor de la carroña corporativa.
Don Tomás es una persona instruida, o sea, con los conocimientos necesarios adquiridos a través de una vida edificada con el sentido común suficiente para saber estar, tener instinto y medrar en la vida sin comerle el bollo al que intenta desayunarse a su lado. Una mezcla que no lo da el leer los informes de Alan Greenspan precisamente.
Es además un hombre contento consigo mismo, que hace feliz o lo intenta a su mujer a la que no priva de nada, consiente y soporta con cariño de padre moderno a unos hijos que le ventilan los cuartos y, entretiene y le entretienen dos amigas, una en la nómina de la planta de etiquetado en Labastida, riojana simpática y que está como un tren, y otra de la que hay que hablar bajito porque es diputada del Partido Popular y aunque no está como un tren tiene su aquél y al menos de puertas para afuera, de acuerdo con lo que se le escapa a don Tomás, es una persona capaz, estimada y en sazón.
A Manolo se le caen los párpados mientras escucha el glú-glú de la pecera virtual que tiene abierta en una esquina de la pantalla y ve subir y bajar a los pececillos en torno al cofre del tesoro por el que asoman collares de perlas envueltos en algas y anémonas multicolores. El icono de la bolsa con el Ibex-35 y los del Dow Jones y Nasdaq son ya otra cosa. No inspiran el terror de hace unos meses, se han equilibrado y hasta han subido como la espuma aunque—según piensa Manolo— nadie las tiene consigo y después de las primeras polémicas para arreglar el entuerto reina un mutismo internacional en cuanto a la economía que hace ponerse nervioso al más pintado. Y no es que él tenga dos duros invertidos, ni le interesen demasiado los entresijos del mercado pero no es tan simple como para no darse cuenta de que esa línea quebrada, nerviosa, prima hermana de la que se desplaza en la escala de Richter, tiene mucho, muchísimo que ver con que las botellas se descorchen y él cobre a fin de mes.
Las risitas de Silvia y Esperanza unas mesas más allá le hacen subir por un momento a la superficie del letargo y se acuerda de su última bajada a Tarifa hace ya más de un mes. Eso fue después de ir a visitar la Cooperativa. No. La Sociedad Agraria de Transformación…y su noche con las dos. Noche que no puede recordar, que casi no puede recordar, sólo sabe que no le había pasado nunca algo parecido, que ni siquiera lo había soñado, pero pasó y sin embargo todo es como una nebulosa.
Luego se bajó a Tarifa, por alguna razón estuvo pensado casi todo el tiempo en Manolita, bueno, porque la conoció allí. Porque le gustó nada más verla, le atrajo de una forma especial que iba más allá del deseo de querer acostarse con ella, cosa que naturalmente quería hacer, quiere hacer con todas. Pero con Manolita había algo más, su forma de hablar, las cosas que decía, hasta hacía que se salieran un poco de lo normal. Bueno, de lo normal para él. Y luego sin embargo cuando estaba con ella no era capaz de sostener sus preciosos ojos, se atocinaba y no sabía muy bien que decir, y tampoco se atrevía a dar otro paso, a intentar algo más…íntimo.
El caso es que la echa de menos y sobre todo su estilo que es diferente, como si fuera más mayor de lo que realmente es. Después se fue a restaurar un cuadro, o eso al menos dijo ella, y no se han vuelto a comunicar, a veces tiene la tentación de llamarla o mejor escribirle un mensaje pero cuando lo tiene a medio hacer se interrumpe y lo borra.
Sin embargo en pocas semanas su vida ha dado un giro muy grande. Empezando con la tarde que al salir del trabajo pensando en ir andando hasta Colón, decidió mejor llegarse al bar donde la peña se reunía a partir de las ocho de la tarde. Como de costumbre, elaboraban estrategias para el partido del sábado amenizados con una cinta de video, allí estaban también Nicolás, Maribí y Silvia. Ella le sonrió y él pidió una caña. Era la primera vez que se veían fuera del trabajo después de la noche de marras. Los amigos ocupaban un par de mesas, unos diez entre chicos y chicas, uno de ellos gritó en alta voz mientras Manolo daba un trago a la cerveza:
—¡Eh, dónde has dejado a la megapija!
—¿Qué megapija?— contestó Manolo un poco amoscado luciendo la espuma en el labio superior—.
Todos se echaron a reír, Silvia se aproximó a la barra y pasándole un brazo por el hombro le sonrió.
—No te lo tomes a mal, ya sabes que siempre tienen que sacar punta a todo…
—Lo que es a mí… pueden decir lo que quieran…
Silvia y Manolo se quedaron un rato charlando en la barra mientras los demás, entre risas y bromas entonaban las canciones de rigor y hacían los usuales comentarios sobre las posibilidades de su equipo para el próximo fin de semana. Silvia hablaba del trabajo, de ir a bailar, de las últimas películas y él la miraba de forma que no pudiera advertirlo maravillándose al pensar que había estado en la cama con ella aunque seguía sin recordar nada, sólo unas horas precipitadas, una sensación parecida a cuando el viento le descontrolaba sobre la tabla, no podía hacerse con la vela y terminaba arrastrado por el mar, confuso, perdida la orientación, flotando y hundiéndose entre la espuma y el agua hasta que recuperaba el control y se hacia de nuevo con la vela.
El caso es que fue pasando la tarde y al final Silvia le pidió que le acompañase un rato, cuando llegaron a su apartamento se vio subiendo con ella y llamando a sus padres:
—No me esperéis a cenar, estoy con unos amigos en una fiesta y volveré tarde…
Silvia sacó de la nevera un par de cervezas y unas patatas fritas.
—¿Y Esperanza?
—¡Ah no! Ella aquí no pinta nada. Lo del fin de semana fue un regalito que te hicimos por ser tan caballero y conducir todo el camino. Pero aquello olvídatelo, fue como si te hubiera tocado un premio en una tómbola ¿Vale?
Aquella noche sí que se dio más cuenta de lo que hacía, no pegaron ojo y terminaron con una paliza encima que ni siquiera Manolo había sentido con los vientos del estrecho. Los siguientes diez días no apareció por casa mas que para cambiarse de ropa y contestar con monosílabos a las preguntas de su madre. Su padre no decía nada y se limitaba a mirarle desde el sofá enfrente de la televisión.
—A este chico le noto la cara más delgada y no aparece por casa— comentaba la madre—.
—Déjale mujer, antes te quejabas de que no salía de su habitación…
—Sí, pero ahora es que nunca está en ella ni para dormir…
Durante dos semanas Silvia y Manolo volvían del trabajo para encerrarse en el apartamento de ella con un par de bloques de pan Bimbo, unos fiambres y unas cuantas cervezas. La lucha era dura y sin cuartel con breves pausas para que el ritmo cardíaco se apaciguase. Luego poco a poco convinieron una tregua que empezaba a eso de las dos o tres de la mañana, charlaban un poco y se quedaban como troncos hasta que la cruda realidad de la vida, de la luz que se filtraba por la ventana les llevaba como autómatas al Fortuny donde se inyectaban por vena tres o cuatro cafés.
Las burbujas siguen subiendo desde el fondo arenoso de la pecera virtual y los peces rojos, amarillos, de profundos tonos azules van y vienen impulsados por las órdenes que reciben de las líneas escritas por algún programador que intenta ganarse unos duros en el mundo del shareware. Manolo no acaba de despertarse y del hipotálamo le van llegando una procesión continua de tazas de café humeante que le apremian a salir del sopor y bajar de un salto al Fortuny a por un barreño de café con leche.
Al cabo de un mes Silvia y Manolo estaban felices, seguían felices, sus batallas eran ahora más tranquilas y sosegadas lo que les había abierto otro mundo mejor que el anterior, diferente al menos, porque a la premura y el atosigamiento le había seguido la tranquilidad, el solazarse mutuamente, el charlar, el descubrir juntos otros aspectos que hasta ahora habían permanecido en la sombra.
En una palabra, Manolo estaba en la gloria, para que negarlo, Silvia de puertas para adentro era la monda y de puertas para afuera tenía una conversación que para sí quisieran muchos de sus amigos, hablaba de fútbol, de hacer marchas por la sierra, no hacía remilgos a nada y era el perfecto colega bebiendo, comiendo y soportando el calor o el frío en el estadio.
Y así estaban las cosas. Y la vaga sensación de pérdida hipotética de libertad se veía compensada con creces por el hecho de haber encontrado la vida fuera de su habitación; las fotos y los símbolos frikis, la playstation que acariciaba y manipulaba con las manos, que añoraba y necesitaba, que amaba en la soledad de su cuarto se había convertido en algo cálido, perfumado y excitante, en una boca tibia de labios turgentes y una lengua pequeña y sonrosada con más vocación de exploración y aventura que la que nunca tuviera el Coronel Tapioca.
Ya solo le quedaba bajarse a la vera del moro con su chica, compartir el campo, los kilómetros de ida y vuelta y ponerla frente al levante en uno de esos días de mar y olas, de naturaleza limpia y desbordante que traía a través del Estrecho el perfume de las montañas y las dunas africanas.




Pero de momento— piensa encajado en el sillón de su escritorio— ha vuelto a su vida regular en casa, yendo a dormir a una hora razonable, cenando la mayoría de los días con sus padres con los que ahora de vez en cuando se sienta a ver la tele en lugar de permanecer encerrado entre las cuatro paredes de su sarcófago friki. Su madre a menudo cuando Manolo se va a la cocina o a algún otro menester se queda mirando a su marido con los ojos como platos y dice remedando a su hijo: "¡Yo es que lo flipo! ¡Qué cambiazo ha dado este chico en cuatro días, si es que no parece mi Manolito!"
Los peces de colores son ya una sombra, unas estelas entre sonidos de aguas lejanas. Bruscamente Manolo se despierta, un poco más y se abre una brecha en la frente contra el borde de la mesa. ¡Esto no puede ser!— se dice — y molesto y airado por su comportamiento se levanta con aire de ejecutivo, se abrocha la chaqueta, da media vuelta y se baja a escape al Fortuny a por una buena dosis de cafeína.

viernes, 28 de agosto de 2009

21 - SOUTH SAN FRANCISCO.



Ya en la autopista se excusa por haberse dormido pero Lupe le hace ver que en tres o cuatro días se le pasará y estará completamente adaptada al nuevo horario de California. La bahía muestra aquí su lado industrial, desguace de barcos, panificadoras, almacenes de todo tipo de productos, flotas de camiones para el transporte de cemento, sin excluir plantas dedicadas a la biotecnología, ordenadores, electrónica y programación. Muchas otras parcelas son ahora zonas semiderruidas en las que aún quedan en pie algunos edificios de ladrillo que en otro siglo fueron fábricas de herramientas y máquinas, industrias y servicios que ya no tienen cabida en el mundo de hoy, edificios oscuros, de ventanas rotas cercados de alambradas tumbadas por la intemperie o por algunas personas sin techo que encuentran así un precario refugio nocturno. Grandes zonas que estuvieron ocupadas por viveros de gardenias y orquídeas y que han ido cediendo a la expansión urbana de apartamentos y casas y la proximidad del aeropuerto que ha traído consigo a empresas de transporte y aviación.
Es casi mediodía y la niebla tiende a quemarse despejando el horizonte, enseguida salen de la autopista dejando a la derecha el cartel que anuncia el restaurante italiano "Bertolucci´s" que— explica Lupe— ha estado allí desde mil novecientos veintiocho y fue especialmente conocido y celebrado durante los años sesenta y setenta.
Muy cerca está la nave industrial de "Huertas Pruduce" en realidad varias naves que ocupan una gran extensión. El logotipo está pintado en verde en la fachada, simplemente esas dos palabras un poco inclinadas hacia la derecha. Una de las naves dispone de una docena de muelles de carga y descarga de los cuales hay ocupados seis por camiones contenedores de dieciocho ruedas. Aparcan dentro del edificio y comienzan a andar entre pasillos de pallets mientras las carretillas elevadoras circulan con gran precisión de movimientos entre el laberinto de mercancías.
En la parte central hay una amplia oficina de cristal elevada del suelo desde la que se puede observar todo el gran espacio. Les recibe en la puerta con una amplia y blanca sonrisa un hombre atlético de unos sesenta años, de ojos negros y brillantes, inquisitivos, de cara curtida, atezada, cubierta de grietas que se profundizan al sonreír y que revelan una vida expuesta a la intemperie.
—Usted debe de ser don Rosalino Sánchez — le da la mano Manolita—.
—Sí, yo soy el padre de Lupita.
—Encantado de conocerle.
—El gusto es mío, señorita.
—¿Guapa la española, eh papá?
—¡Híjole, para que te cuento!...Pero yo la imaginaba más mayor…
—Mi padre piensa que yo tengo todavía doce años…
—Pues lo considero un halago— contesta Manolita—.
Don Rosalino ofrece café, bebidas, pero ninguna de las dos tiene ganas de tomar nada; sin más preámbulos comienza a dar una idea a Manolita sobre todo lo que ve alrededor.
—Pues todo esto es el negocio del señor Huertas del que yo tengo una alta participación y ahora también mi hija Guadalupe. En síntesis nosotros importamos productos de alimentación mejicanos y ahora también de la mayoría de los países centro y sudamericanos a los Estados Unidos, como sabe la cultura de los países hispanohablantes se extiende cada vez más y parte de esa cultura lo forma indudablemente la cocina a través de sus productos alimenticios. Tenemos nuestros propios medios de transporte y distribución y lo que es más importante cuidamos mucho la calidad a la hora de importar. El señor Huertas empezó desde abajo yendo a las empresas, interesándose por sus productos, todo lo que pasaba por sus manos tenía que ser de lo mejor en su género. Ahora somos una empresa fuerte y llegamos también a Canadá. Así que ya sabe sobre poco más o menos lo que hacemos desde que nos levantamos y cualquier pregunta que tenga será siempre contestada por nosotros con todo lujo de detalles.
Pero usted Manolita ha venido aquí con otra misión, muy importante, digamos desde el punto de vista espiritual para mi jefe el señor Huertas; quizás se haya fijado que ocupamos un buen terreno de esta zona industrial al sur de San Francisco, tenemos varias naves, esta en la que estamos es la principal y se dedica al almacenamiento y posterior distribución, luego hay otras dos que son grandes frigoríficos para productos congelados y perecederos, una más para el mantenimiento de los equipos y otra pequeña para uso privado del señor Huertas, allí almacena recuerdos, obras de arte y dispone de un despacho aunque realmente hace tiempo que no lo usa. No hace todavía muchos años pasaba gran parte de su vida en este entorno, en su cabaña, como él llamaba a esa nave, entre esas paredes se olvidaba del negocio concentrándose en las obras de arte, recuperando cuadros que apreciaba no siempre por su valor artístico sino porque le recordaban una situación, un pueblo de su amado Méjico, un viaje.
Ese será su entorno de trabajo, es tranquilo, dispone de aire acondicionado, cocina, servicios y dos dormitorios totalmente equipados, pero no estoy diciendo con esto que se quede a dormir ahí, su habitación en el hotel Fairmont está reservada durante todo el tiempo que permanezca entre nosotros, naturalmente. Pero bueno, basta de charla, mi hija le llevará ahorita a verlo y a la vuelta ya me dará sus impresiones.
—Gracias —sonríe Manolita— y sale con Guadalupe en dirección a la nave.
El espacio rectangular está dividido en dos partes, en una de ellas, tal como dijo el padre de Lupe, el despacho, la cocina, dos baños completos y las habitaciones; en el otro, separado por una puerta corredera de cristal, el resto de la nave que es considerablemente grande y de altos techos con profusión de focos de iluminación bien distribuidos y en la que se acumulan en estanterías y contra la pared todo tipo de objetos de arte, esculturas, cuadros, jarrones, cerámicas, arcones, espejos, trabajos de forja…
—La mayor parte de lo que hay aquí proviene de subastas, de antiguos edificios civiles pero también de iglesias; muchas imágenes y cuadros han venido de Méjico, pero otros han pasado de generación en generación a través de las Misiones de California, conoces las Misiones ¿Verdad?
—Muy por encima, creo que en los programas de historia de los colegios se considera un tema menor… y en la universidad tampoco lo tocamos…
—Una pena, mira — Lupe extiende un mapa en colores de la costa de California en la que están detalladas las misiones recorriendo con el dedo la costa desde la frontera con Méjico— San Diego, San Luís Rey, San Juan Capistrano, San Gabriel Arcángel, San Fernando Rey, San Buenaventura, Santa Bárbara, Santa Ynez, La Purísima Concepción, San Luís Obispo de Tolosa, San Miguel Arcángel, San Antonio de Padua, Soledad, San Carlos Borromeo, San Juan Bautista, Santa Cruz, San José, Santa Clara, San Francisco de Asís, San Rafael, San Francisco Solano de Sonoma…como ves, unas cuantas…hoy están todas reconstruidas y en algún momento tendrás que visitarlas…de todas formas, las mejores piezas, las obras restauradas no están en esta nave sino en la finca del señor Huertas en las Montañas de Santa Cruz junto al Valle de Santa Clara.
Sus artistas preferidos son los de la escuela española, de los siglos XVII y XVIII Baltasar de Echave, Juan Correa, Cristóbal de Villalpando, Miguel Cabrera, José Antonio de Ayala, Sebastián López de Arteaga… no es muy aficionado a la pintura mural o la pintura revolucionaria, ni tampoco a las tendencias modernas, su mundo está apegado al pasado y muy cercano a la religión de sus mayores en la que encuentra consuelo. Guadalupe destapa el cuadro de El Santo Niño de Atocha y acerca una silla a Manolita que se sienta enfrente de él.
—Pues aquí lo tienes—señala con las dos manos— te dejo sola un rato para que le eches un vistazo y vuelvo en una hora ¿Te parece? Voy entretanto a ver que se cuece en la empresa.
Manolita mira alrededor y se sorprende del relativo silencio de la estancia teniendo en cuenta el ajetreo exterior. Luego se concentra en el cuadro: una mirada a ojo de buen cubero le indica que el cuadro debe de tener una altura de 180 cm. por 130 o 140 cm. de ancho, el marco está bastante deteriorado y en cuanto a la tela, saca un cuadernito del bolso y toma unos apuntes. Se acerca y mira con detenimiento algunos puntos del lienzo, sin prisas, subiendo y bajando la mirada en un recorrido pormenorizado de la superficie.
Luego vuelve a sentarse, permanece mirando el cuadro desde la distancia y se levanta de nuevo para acercarse a la tela. Hace esto varias veces hasta que finalmente se dirige a uno de los ventanales desde los que se ve la nave principal un poco alejada, entremedias hay una ancha calle con dos filas de chopos lombardos que actuan de colchón dando un aspecto más amable al polígono industrial. Por la puerta entran hablando padre e hija que sonríen a Manolita.
—¿Qué impresiones ha sacado? —sonríe don Rosalino—.
— Primero me gustaría que me ayudasen a dar la vuelta al cuadro, quiero verlo por detrás.
Entre los tres mueven el cuadro dándole la vuelta, Manolita lo mira detenidamente y pasa un dedo por el bastidor. Luego vuelven a poner el cuadro en su posición original.
—El cuadro no está en muy malas condiciones pero sí algo deteriorado—dirigiéndose a los dos— la técnica usada es la de pintura al óleo aplicada a pincel sobre tela de cáñamo de trama cerrada colocada correctamente al sentido de la obra, el bastidor es de madera de cerezo sin travesaño ni cuñas y en buen estado de conservación, la preparación es artesanal y está bien adherida a la tela y a la capa pictórica aunque tiene algunas pérdidas.
La tela está avejentada y tiene algunos pequeños rasgados y lagunas, también tiene algún deshilado en las bandas, está bastante destensada y hay manchas de color oscuro y mucha suciedad superficial. También hay varios craquelados en la capa de preparación. En cuanto a la capa pictórica es en general de colores cálidos, tierras, rojos y blancos, la textura de la pintura es lisa y delgada. Hay falta de capa pictórica en las zonas de rasgados y lagunas del soporte de tela. En la superficie hay mucho polvo y residuos que pudieran ser cualquier cosa, da la sensación que la obra se ha movido bastante desde que se pintó.
—Todo eso parece muy interesante pero ¿Le ve buen remedio para yo poder decírselo al señor Huertas?
—En circunstancias normales nosotros haríamos primero un estudio fotográfico del estado de conservación con luz rasante y ultravioleta, una radiografía para ver la estructura interna de la obra y así ver los deterioros no detectables a simple vista, también se suele hacer en obras importantes la reflectografía infrarroja que muestra los dibujos previos si es que los hubiere, las discontinuidades y estucos añadidos al original, datos sobre la técnica del pintor, y también se suele realizar un estudio químico de la obra para analizar los materiales.
—Pero no se asusten —sonríe Manolita— creo que se puede hacer un buen trabajo sin recurrir a estas técnicas de las que les hablo. Creo que primero hay que limpiar bien el polvo superficial de la obra, luego hacer un empapelado de protección de la capa pictórica, desmontar el bastidor, aplanar y proteger los rasgados, limpieza del reverso de la obra en seco, aplanado general, entelado sobre tela de lino, presentar y montar en un nuevo bastidor de tipo español con cuñas y travesaño, eliminar el empapelado, y después limpiar la capa pictórica, barnizado de protección, estucado de las zonas de pérdida pictórica , un barnizado intermedio y otro final…
—¡Órale! ¿Y todo eso lo va a hacer usted sola?
—Sí—ríe Manolita— bueno, necesitaré algunas herramientas y productos…y tiempo.
—¡Usted pida lo que necesite! ¿Y cuanto tiempo?
—Pues no lo sé…tres meses, seis meses...
—El tiempo que necesite y cuente con nosotros para todo.
—Pues me pondré en contacto con mi jefe en Madrid y mañana mismo puedo empezar, si es que consigo despertarme por la mañana…

20 - LA TORMENTA




Guadalupe acompaña a Manolita al hotel Fairmont, son apenas las diez de la noche, la despide en el salón de entrada y sube a su habitación cerrando tras de sí y desplomándose en la cama vestida. Apenas tiene tiempo de quitarse los zapatos que quedan sobre la colcha sin retirar mientras ella entra instantáneamente en un sueño profundo.
Doña María Josefa de la Soledad, Duquesa de Osuna, Condesa Duquesa de Benavente entra airosa, con paso decidido en la luminosa habitación orientada en la dirección solar en donde recibe a modistas y peluqueras, donde intercambia pareceres sobre sombreros, diseños, modas; en el centro una gran mesa donde poder extender las telas y los vestidos sin agobios, donde ver patrones y modificar detalles. En los lados dos grandes armarios llenos de trajes y sombreros, corpiños, faldas largas y abiertas, drapeadas, un par de aparadores con herramientas de trabajo y cajones con guantes y mantillas, velos y un sinfín de medias.
Acaba de llegar a "El Capricho" después de traquetear por el camino polvoriento que le ha traído de Madrid, unos nueve kilómetros nunca exentos de peligros como refleja uno de los encargos que los duques hicieran a Don Francisco "Asalto de Ladrones" que cuelga en uno de los laterales del salón principal con su escalofrío de violencia y muerte en el camino, canallas y bandidos infestando todas las vías y que una vez en sus manos la suerte está echada, la compasión nunca va a pasar por sus cabezas aunque fuera abundante el botín; la histeria, el terror de una posible violación, el apuñalamiento frío y certero sin piedad, el trabucazo descerrajado a quemarropa se adivinan en la escena violenta del cuadro. Esta imagen atrae e impresiona a la duquesa que a menudo tiene que verse en el brete de desplazarse a sus citas como la que había tenido que hacer unas horas antes yendo a la Junta de Damas de la Sociedad Económica de Madrid.
Con todo, no son sus salones mortecinos o lúgubres, muy al contrario, se inspiran en las tendencias del Rococó Francés cercano a Fragonard pero con un toque distintivo, algo ácido, un toque de realismo español que a través de la obra de Goya se hace hueco en ese sueño pastoral francés de colores cremosos y escenas amables.
—¡Vengo furiosa! —exclama dirigiendo la mirada a Manolita que mantenía la vista perdida sobre los parterres del jardín y se ha dado la vuelta dirigiéndose al centro de la habitación donde dos criadas jóvenes ayudan a la duquesa a desembarazarse del amplio sombrero coronado de lazos azules y una pluma de garza que se curva elegantemente desde el centro del sombrero hasta tocar el borde—.
—¡Por la junta!— explica a Manolita — por la decisión de hacer llegar las vacunas a la mayor cantidad posible de gente, incluso la de Alba está de acuerdo conmigo, tengo que admitir que en estas cosas siempre coincidimos, no en otras muchas que nos pilla siempre enfrentadas, las dos de uñas…pero estaban allí esos dos pánfilos de médicos que trataban de convencernos de que es peligroso, que la técnica es demasiado nueva y que además puede ser anticristiano…¡Habráse visto! Mi amiga Lady Holland se levantó airada diciéndoles que en Inglaterra se aplican las vacunas y están dando buenos resultados, pero como quien oye llover…lo malo es que hay muchos médicos en esta bendita España que opinan lo mismo.
—Las vacunas son muy importantes, esenciales en muchos casos— responde Manolita—.
—Lo sé, lo sé… el problema es que en este caso necesitamos la aprobación de los médicos, no así en otras materias, y nos estamos dando contra un muro…no puedo con la estupidez, la superstición y la hipocresía…
Entran en la habitación dos nuevas criadas con una cesta rectangular de grandes dimensiones pero liviana por la aparente facilidad con que la llevan entre las dos dirigidas por un ama de llaves entrada en años. La depositan sobre la mesa y levantan la tapa sacando de su interior varios paquetes primorosamente envueltos. La duquesa indica a las criadas que vayan abriéndolos, son los vestidos confeccionados llegados de París, la duquesa ríe ilusionada y despliega delante de Manolita algunos de los modelos: transparencias, luminosidad, densidad, colores, pliegues y ondulaciones, encajes, sedas, cintas de profundo azul, rosa, pastel, pequeñas flores bordadas, que extraen un lenguaje social de las telas, que imprimen un estilo francés a ese envoltorio sutil que ocupará un cuerpo español, que sacará a la luz connotaciones, implicaciones, evocaciones eróticas como las que por otro lado también puede producir una chaqueta de maja, de aspecto dulce y truculento como la misma España.
La duquesa sabe muy bien, como todas las damas de su época, de la importancia y valor de los vestidos a la altura de Londres y París y por eso desde la Reina María Luisa al frente de la escala social los encargos se hacen en esas ciudades de la moda, los importantes, los que se lucirán como primicias dejando los menores para las modistas locales.
—Anda, pruébate alguno— insiste la duquesa viendo que Manolita mira fascinada a su alrededor sin decir palabra—.
Se prueba uno liviano, vaporoso, una muselina de seda blanca de talle muy alto adornado por una cinta azul y blanca, escote discreto y mangas por encima del codo.
—Te queda muy bien, déjatelo puesto, está al llegar Luigi, hoy tenemos concierto y quiero que mis amigas admiren tu juventud y tu belleza.
Desde los jardines llega el sonido de las ruedas de los carruajes, las risas de las damas que descienden de ellos, de los caballeros que les acompañan hablando más alto, engolando un poco la voz para captar la atención, para dejarse oír por sirvientas y criados. La duquesa coge de la mano a su invitada y sale a recibirlos, hace las presentaciones de su joven amiga desconocida por todos pero a la que halagan con la mejor de las sonrisas y la admiración de las damas hacia el vestido y la cara fresca, resplandeciente, algo diferente a las que están acostumbradas a ver.
Pasada la espléndida biblioteca con más de veinticinco mil volúmenes muchos de ellos de literatura inglesa, que pretenden donar a su muerte a la nación pero a lo que el gobierno se opone arguyendo que está llena de libros prohibidos por la Inquisición, se sitúa la sala de música donde ya están afinando los instrumentos y Boccherini hablando animadamente con el duque. En una de las esquinas dos criadas hacen guardia a ambos lados de una mesa adornada con búcaros de cristal de La Granja, arreglos de flores recién cortadas del jardín, alrededor un completo servicio de té y chocolate además del nuevo competidor: el café, introducido recientemente desde Italia y que ya hace furor en Barcelona y Madrid. Pastas inglesas y nacionales, pestiños, churros, buñuelos, bombones y chocolates ingleses.
Muchas de las damas se reúnen alrededor de los platos alabando con mohines la delicadeza y dulzura de la merienda que se extiende delante de ellas, las criadas atienden respetuosas y diligentes las peticiones de ese revuelo de colores, encajes, perfumes y risas que como una espuma de mar va y viene burbujeante envolviendo la sala de música.
Boccherini atiende con solicitud al duque pero no está en el mejor de sus momentos, hace poco que ha muerto su mujer Clementina dejándole al frente de su prole. Sin embargo anuncia al duque que esta tarde va a estrenar para él y la duquesa un quinteto compuesto en Arenas de San Pedro. El duque lo agradece y se muestra especialmente receptivo con su amigo en las presentes circunstancias al que por otro lado apoya y aprecia desde que se conocen.
La batahola de conversaciones y risas disminuye y damas y acompañantes van tomando asiento alrededor del quinteto de cuerda, dos violines una viola y dos violonchelos en lugar de dos violas, al gusto de Boccherini. Se hace el silencio, en el ínterin resuena un prolongado trueno precursor de una tormenta de verano que se acerca.
Los instrumentos como un milagro mágicamente repetido comienzan a inundar la sala con las vibraciones del espíritu de su compositor. Sobre la estancia cae la penumbra de los negros nubarrones, las notas saltan alegres de los violines a los chelos, se entrelazan en el sonido de la viola y se magnifican sobre los altos techos, resbalando por los cortinajes como las gruesas gotas que comienzan a tamborilear a ambos lados de los parteluces de los grandes ventanales. El trallazo de una chispa restalla contra las paredes de la habitación en fogonazos de claros y oscuros que se reflejan con tal viveza en los cuadros que la tormenta parece venir de sus fondos de bosques y montañas. Los arcos se deslizan con energía mientras los dedos caminan por los trastes con diligencia, sabiendo perfectamente el camino que tienen que recorrer. La tormenta arrecia, dos hojas de ventana se abren dejando entrar con estrépito el sonido de un trueno cercano y los remolinos de aire que acompañan a la lluvia, escapan de sus atriles las partituras que suben como palomas hacia los querubines pintados en el techo cayendo poco después sobre las cabezas de las damas y los caballeros que las recogen al vuelo. Pero no por eso cesa la música que Boccherini sigue dirigiendo con ímpetu ante los anfitriones y sus invitados.
Manolita, como tantas veces, se despierta de repente, con las notas aún sonando en sus oídos, entreabriendo lentamente los ojos mientras la música se hace más lejana, se desprende de su somnolencia y se retira hacia los pabellones lejanos donde sigue la tormenta, hacia otro mundo, otra dimensión perdida, que sólo pertenece a los sueños.
Mira el despertador sobre la mesita de noche: las 2:45 AM calcula que lleva más de cuatro horas durmiendo, el cambio de horario va tocando fondo, nota que está vestida, que el cansancio después de cenar con Lupe le impedía mantenerse en pie. Se levanta y va al baño, vuelve entre los vapores del sueño y se queda mirando la maleta abierta sobre el sofá, se desnuda y saca uno de los camisones que se pone volviendo a la cama, cubriéndose con la manta ligera hasta los hombros. Afuera, desde algún lugar que aún no sabe determinar llega el sonido de dos sirenas, las mismas que oyera la noche anterior y que le indican que la niebla sigue cubriendo la ciudad, o al menos la entrada del Golden Gate. El sonido de una es aflautado y el de la otra profundo, se imagina con los ojos cerrados a un león marino y una gran ballena tocando largos clarines como las que llevaban aquellos pajes en las películas medievales a las que solía ir con sus padres de pequeña.
Lupe baja por Jones a través de parte del Tenderloin para cruzar Market y enfilar la sexta avenida que les llevará al comienzo de la autopista 280. No dice nada, deja que Manolita se despierte del todo con el escenario que pasa a ambos lados del automóvil, a la izquierda una fila larga de turistas hace cola en la acera para entrar en Dottie´s uno de esos lugares que se han puesto de moda y en el que hay que esperar como poco treinta minutos para conseguir una mesa, el espacio es reducido y la preparación de la comida lenta lo cual hace que la calidad sea mejor pero que el desayuno se prolongue más de una hora.
En la parte derecha un par de camiones de basura vacían los contenedores ralentizando el tráfico al tiempo que la calle se estrecha en varios tramos ocupados por máquinas y obreros que cortan trozos de viejo asfalto agrietado por el tiempo y extienden capa sobre capa de otro nuevo, humeante, por el que circula lentamente una pequeña apisonadora sellando el remiendo.

A lo largo de la sexta avenida las aceras se van llenando de personas que van a sus trabajos, de madres con varios niños de la mano en la tarea diaria de llevarlos al colegio. Lupe arranca por fin en el último semáforo y enfila la autopista subiendo la rampa que enlaza con la 280.


miércoles, 22 de julio de 2009

19 - "THE COLDEST WINTER I EVER SPENT WAS A SUMMER IN SAN FRANCISCO". MARK TWAIN.

—¿Y suben muy alto?

—Mucho duquesa, y no sólo eso sino que se desplazan a gran velocidad.

—El viento será muy fuerte a esa altura.

—No les empuja el viento, esas máquinas llevan unos motores que les impulsan.

—No entiendo muy bien lo que dices pero recuerdo haber visto estampas de los hermanos Montgolfier, incluso aquí también hemos visto subir al cielo esas bolsas esféricas de lino.

—En el tiempo en el que me ha tocado vivir a mí los viajes de muchas personas a la vez metidos en esas máquinas voladoras es algo muy común, es cosa de todos los días.

—¡Ah Manolita! Te creo porque tú me lo dices pero me parece tan fantástico, aunque nuestras vidas están llenas de ángeles y arcángeles e incluso los antiguos griegos tenían dioses que se desplazaban por el aire, pero todo eso de los antiguos era sólo mitología…y esas máquinas que tu dices te han llevado hasta la California… algunos amigos y parientes míos han estado allí pero después de viajes por mar muy peligrosos y muy largos.

—Si, y así ha sido hasta hace no mucho tiempo, pero el mundo ha cambiado y ya nada es como usted lo conoció, nada es igual, todo es muy distinto.

—Pues mira estoy y no estoy de acuerdo contigo, naturalmente tu vives en ese nuevo tiempo al que yo ya no tengo acceso y lo sabes mejor que yo pero intuyo que mientras que las cosas materiales, los edificios, la forma de desplazarse y todo lo demás cambia constantemente y no siempre para bien, las personas, vistan la moda que les lleve por el siglo, seguirán siendo las mismas por dentro ¿Me equivoco? Estoy convencida de que seguirán los ricos y los pobres, los validos, los logreros y oportunistas, los limpios de corazón y los que se arrastrarán por conseguir el poder, la fama, los honores que a la postre resultan tan tenues, fugaces y efímeros.

—En ese aspecto, duquesa, nada ha cambiado puede incluso que ahora sea peor, tiene usted toda la razón, seguimos siendo los mismos seres humanos rodeados de objetos nuevos, porque el poder ahora se sigue ejerciendo con violencia física y moral aunque en los lugares más civilizados se disfraze con la engañosa envoltura que pretende dejar la elección de los gobernantes en manos de la gente de la calle, un espejismo que les funciona muy bien a los poderosos de siempre y que adormece a la gente preocupada por su vida diaria que termina eligiendo siempre a los mismos que se perpetúan en el control del poder. Pero esta opción, duquesa, con ser mediocre es la única que funciona medianamente y por ahora no se conoce otra mejor.

—Qué puedo decir, creo que estamos las dos de acuerdo aunque nos separe ya un abismo de tiempo, ven, vamos adentro, voy a enseñarte Los Caprichos, aunque los días son soleados al atardecer siempre refresca, estaremos mejor sentadas en el salón y nos tomaremos una copita de jerez oloroso…Manolita ¿Te importaría decirme la edad que tienes?

—Claro que no duquesa, tengo treinta años.

—Hablas como una mujer de cincuenta o casi diría una anciana de sesenta.

—Eso es algo que también ha cambiado, no en todos los lugares, pero al menos sí en el mundo que usted y yo conocemos porque la mujer hoy es culta si quiere serlo y nadie puede impedírselo ¡Ah! Y a los sesenta años una mujer de mi tiempo no es una anciana sino alguien todavía en plenitud de facultades.

—¡Mira, eso me gusta! No creas, yo he conocido algunas así, pero poquitas, desgraciadamente muy poquitas…

El cansancio no ha dejado dormir bien a Manolita que ha estado dando vueltas en la cama toda la noche, cama por otro lado confortable de la que se ha bajado y subido varias veces durante las primeras horas del amanecer, volviendo a dormirse, despertándose y mirando a través del ventanal que ocupa dos lados de la habitación desde la que puede ver la tenue luz del faro de Alcatraz y una espesa niebla que cubre toda la vista hacia el Golden Gate, oyendo las sirenas de situación para los barcos que entran en la bahía y de vez en cuando las de la policía que patrulla las calles, o las ambulancias, o los bomberos. Con todo, piensa, parece una ciudad mucho más tranquila que New York. En la parte derecha una franja del distrito financiero que no está cubierta por la niebla deja ver los edificios de oficinas iluminados destacando entre ellos la singular torre de Transamérica convertida en uno de los símbolos de la ciudad.

Sobre las seis de la mañana se queda definitivamente dormida y no se despierta hasta más allá de las once y media por los suaves nudillos de la camarera que llama para hacer la habitación y Manolita recuerda entre las brumas del sueño que se olvidó de poner en la puerta la tarjeta de "No molestar". Mira su reloj de pulsera y se levanta dirigiéndose sin pensarlo a la ducha permaneciendo un buen rato bajo el chorro de agua caliente sin apenas abrir los ojos.

Otros nudillos en la puerta, esta vez con la voz de Lupe por delante le hacen ir a abrir, tras las cortinas medio descorridas la niebla continúa envolviendo los edificios en una luz intensa y gris, se oye el fuerte viento golpeando en los cristales.

—¡Buenos días señorita Madrid!

—Vaya, estaba tan cansada y dormida anoche que no te dije que me llaman Manolita.

—Sí, tu nombre es Manuela, lo tengo aquí en la correspondencia, me gusta, es un nombre clásico, una está ya harta de los nombrecitos en inglés o español con sus diminutivos cursis.

—Guadalupe es también muy serio, como tú dices…

—Lo es, y muy corriente, pero no me importa lo prefiero a las nuevas modas.

—Pues nada, Lupita y Manolita ¿Qué te parece?

— Órale, de perlas.

—Oye ¿Dónde está el sol de California? No veo mas que niebla y parece hacer frío.

—Afuera. En cuanto sales de la ciudad hace muy bueno y calor pero aquí en verano siempre se dice la famosa frase de Mark Twain.

—¿Qué frase?

—Dicen que Mark Twain pasó algún verano en San Francisco y que solía decir: " El invierno más frío de mi vida fue el verano que pasé en San Francisco"…o algo parecido…

—¡Ah! Me gusta, es gracioso.

—Voy a pedir que suban café, creo que te vendrá bien.

—Un cubo, que suban un cubo lleno.

—Mientras te vistes te contaré un poco todo este asunto de la restauración. Bueno, antes de todo y si a ti te parece bien hoy podemos dedicar el día a dar una vuelta por la ciudad para que te hagas una idea aunque la niebla no parece que vaya a levantar por lo menos hasta la tarde.

—Muy bien, lo que tu digas.

—Rosalino Sánchez con el que habéis intercambiado mensajes es mi padre, él trabaja para un empresario que se llama Desiderio Huerta, es algo así como su secretario, hombre de confianza, el señor Huerta tiene ya noventa y tres años y aunque su salud es buena no sale mucho, no se deja ver y pasa casi todo el tiempo en su finca de las montañas de Santa Cruz cerca de Los Gatos. A mi padre le pareció buena idea que yo me ocupase de todo lo referente a la restauración del cuadro incluyendo naturalmente el atenderte a ti y todo lo que necesites.

—¿Entonces tú trabajas para tu padre?

—Sí, parte de los negocios del señor Huerta tienen que ver con el sector de la alimentación incluyendo la importación de muchos productos mejicanos, yo me encargo de esas importaciones gracias a que estudié economía de mercado. Respondo también de los trabajadores, naves, transporte y todo lo que tiene que ver con el sector.

—Pues eres una mujer muy ocupada.

—Si, pero he aprendido a delegar, a repartir responsabilidades y no me va mal, me queda tiempo para otras cosas, como El Santo Niño de Atocha.

—¡Si, El Santo Niño de Atocha! Por eso estoy yo aquí…

Después de tomar varias tazas de café bajan al vestíbulo del hotel, cerca de la entrada está aparcado el coche de Lupe. Tuercen a la derecha por Clay atravesando Powell y Stockton en pleno corazón de Chinatown, las aceras llenas de turistas que contemplan los anuncios, los puestos de verduras, ropa, las carnicerías y pescaderías entre un público chino que regatea en las compras, se empuja y forma parte de otro tipo de sociedad que sin embargo es tan americana como cualquier barrio en el corazón del país.

Siguen bajando por Clay atravesando el Embarcadero Center hasta llegar al Ferry Building y torcer a la derecha para subir por la calle Market que divide la ciudad en una larga recta en la que se agrupan a izquierda y derecha muchos de los edificios más importantes y antiguos junto a la historia más representativa de la ciudad. Por ella han circulado en diferentes períodos de tiempo tranvías tirados por caballos, por cable, tranvías eléctricos, trolebuses, autobuses de gasoil. Es difícil imaginar que hubo un tiempo en que el trayecto de la calle era una marisma ocupada por grandes dunas de arena.

Luego tuerce a la izquierda entrando en la calle Mission donde el aspecto de la ciudad cambia rotundamente para entrar en un barrio latino y sobre todo mejicano.

—El cuadro que has venido a restaurar, si decides hacer el trabajo— comenta Lupe mirando a Manolita— está en una nave de las que tenemos en South San Francisco, espero que sea un buen sitio para trabajar, pero eso tendrás tú que decidirlo. En cuanto al precio puedo decirte que no vamos a regatear contigo, lo que tu con tu jefe decidáis será la última palabra, ni mi padre ni el señor Huerta tienen ningún interés en dedicarle ni un minuto al tema del dinero. Es un capricho personal del señor Huerta y eso es lo único que cuenta.

A izquierda y derecha de la calle Misión se alinean las tiendas de frutas y verduras, los restaurantes y taquerías mejicanos, hondureños, brasileños, los mercados de ropa, con sus vestidos de comunión y de boda que se exhiben en los escaparates. Las aceras se adornan de altas palmeras hasta donde alcanza la vista y una gran cantidad de gente pasea, va de compras y en la esquina de la veinticuatro un grupo de jubilados o parados o ambas cosas charlan y juegan al dominó sentados sobre unas cajas de plástico siguiendo la música caribeña que produce entre sonidos y ruidos de gravilla una casi irreconocible y desvencijada radio.

Lupita aparca en el primer hueco disponible y ambas caminan por la acera mezclándose entre la gente, casi nadie habla inglés y el español adquiere tonalidades diferentes, acentos más claros o más oscuros con predominio del mejicano.

—¿Te apetecen un par de tacos? Yo tengo bastante hambre ¿Te gusta la comida mejicana?

—Pues la he comido un par de veces y desde luego me gusta siempre que no esté muy picante.

—¡Ah, los españoles con el picante!

—Es verdad, en eso somos unos megapijos no aguantamos nada…

—Bueno, es cosa de costumbre, pero es verdad, los españoles no pueden con los picantes…mira vamos a quedarnos aquí, en El Farolito, vamos a ver…tienen burrito con arroz, fríjoles, tomate, cebolla, cilantro y salsa y el super burrito, o sea un burro más grande, que además de todo eso lleva sour cream, queso y avocado.

—¡Cuantas cosas!

—También tienes tacos…de carne asada, carnitas, chorizo, cabeza, pollo, lengua y vegetariano ¿Eres vegetariana?

—A veces, según me de, he sido vegetariana hasta cinco años seguidos.

—¡Qué dolor, Virgen de Guadalupe!...Mira, también tienes tostadas compuestas y de ceviche, tortas, nachos, quesadillas, menudo, birria…

—¿Birria? Eso es lo que debo parecer yo después de este viaje tan largo…

—Ja, ja, no te preocupes estás muy mona, como decís vosotros…la birria es un guiso de cordero en trozos o deshebrado, lleva guajillo y ancho chiles, ajo y cebolla, cominos, sal, laurel, tomillo, orégano y cilantro y naturalmente se come con tortillas de maíz.

—¡Pues suena muy bien! ¿Tú que vas a pedir?

—Pues un par de tacos de cabeza.

—Pues yo lo mismo pero de carne asada.

—Y pedimos unos totopos y un poco de guacamole.

—¿Qué son totopos?

— Chips, chips de maíz.

—¡Ah, si! Bueno, para ser el primer día estoy aprendiendo mucho…

La taquería está llena de gente que hace cola a la puerta para pedir cualquiera de las opciones que figuran en el tablón amarillo situado encima de la cocina donde cortan la carne asada humeante en tiras, preparan las salsas y hunden el cazo en los diferentes tipos de frijoles, en las mesas corridas con bancos comen codo con codo y los lugares que quedan vacíos se vuelven a ocupar por un público heterogéneo que habla inglés y español con algún otro idioma ocasional de los turistas que exploran el barrio.

—Pues esto está muy bueno…

—Está fresco, es abundante, barato y además divertido, Manolita…y…¿tú estás casada?

—No, no ¿Y tú?

—Yo tampoco, no tengo tiempo para eso…bueno perdona, es una forma chula de decirlo, la verdad es que por unas cosas o por otras no me duran las relaciones más allá de dos o tres semanas. Unos me parecen muy machos, puritito macho y no me interesan y los otros pues creo que les doy miedo. No sé…¿Y tú como te manejas?

—Pues parecido a lo que dices, en España los hombres sólo sienten pasión por el fútbol y los poquitos raros que se salen de esa norma pues, la verdad, no sé donde se meten.

—Órale, aquí lo mismo, el fútbol, béisbol, basket…pero mira, un día de estos te voy a presentar a uno de esos que no sabes donde se meten…

Después de comer Lupe lleva a Manolita hasta Twin Peaks desde donde contempla todo el centro de la ciudad algo velada por la niebla persistente, el viento es fuerte y frío y deciden volver al coche y aproximarse al mar por Ocean Beach, allí hay mucha más niebla y la arena fina de la playa invade la carretera; la visita turística a la naturaleza tiene que esperar a un mejor momento y se encaminan de nuevo al centro de San Francisco donde a estas horas de la tarde se sentirán arropadas por una multitud alegre de turistas, por el bullicio de las tiendas y las luces que ya comienzan a encenderse en toda la ciudad.

lunes, 13 de julio de 2009

18 - YO TIRO TUS TRAPOS Y TÚ LOS MÍOS Y VOLVEMOS A EMPEZAR.

—Ya nada es igual que antes.

—¿Es eso una queja?

—No, es una reflexión.

—Sí, es evidente que todo cambia, las cosas nunca permanecen estáticas para siempre.

—Y a mi me parece bien que cambien, toda mi vida ha sido una lucha por la renovación, por mantenerme al día y por que mejorasen las cosas. Pero muchos de los cambios que veo ahora no me parece que tengan demasiado sentido, yo creo que si las cosas están bien como están, la gente disfruta con ellas y se siente identificada ¿Porqué tiene que venir un cretino o varios cretinos a modificar algo que cumplía con su cometido?

—Dame un ejemplo Gonzalo.

—Pues no sé… me molesta que en un espacio abierto, frente al mar, donde siempre ha habido una hermosa vista de la costa, los acantilados y las olas rompiendo sobre las rocas haya ahora una monstruosa escultura de acero inoxidable tratando de remedar el esqueleto de una ballena, pongo por ejemplo…o que estés disfrutando de un parque cerca de tu casa y cada dos por tres te encuentres con una obra totalmente innecesaria, carteles, esculturas, plazoletas, caminos asfaltados…¿Para qué los caminos asfaltados con lo bien que se va por los de tierra?

— La respuesta es que los que nos dedicamos a la construcción también tenemos que vivir.

—Si, y los de los ayuntamientos justificar el presupuesto y poner el cazo.

—No te digo que no, es la servidumbre humana.

— No sé, me revelo ante este acoso continuo…mira, ahora van a quitar los chiringuitos de las playas ¿Qué mal hacen si eso es lo que gusta a la gente? Y para qué… pues para poner esas estúpidas cafeterías con tortillas de plástico, perritos calientes y porquerías incomestibles con una insufrible música de fondo machacando tus meninges.

—Pero tú nunca has ido a los chiringuitos porque dices que te agobia hacer cola para luego comer una paella pasada de sal o con el arroz crudo.

—Eso también es verdad… pues nada, diré lo que siempre se dice en estos casos, que estoy haciéndome viejo, no, que ya soy viejo y añoro el pasado en el que fui joven ¿Te gusta eso más?

— No, creo que tienes bastante razón en lo que dices y no se trata tanto de hacerse mayor como de conservar el espíritu crítico, la sociedad de hoy apechuga con todo, está inmersa en esa filosofía de lo políticamente correcto que les viene del bombardeo continuo de los medios de comunicación que se doblegan ante el gobierno que después de unos años de pubertad democrática alegre y desenfadada ha vuelto a las andadas de querer ser el padre, el ojo protector, el gurú espiritual, moral y material con poderes para indicarnos, o imponernos si pretendemos no hacerle caso, cómo debemos de ser, que preceptos tenemos que seguir, que reglas tenemos que acatar. Se supone que la sociedad moderna protege y da más facilidades a los ciudadanos pero en realidad enmascara un control cada vez más estrecho de los individuos.

—Sí, Federico, el caso es que cada vez puedes decidir menos cosas por ti mismo, mira, hasta tirar de la cadena del váter, antes usabas la mano para presionar la palanca del agua, ahora es automático y decide por si mismo cuando tiene que funcionar, aunque a veces sale el agua a destiempo y pasa lo que pasa.

—Y por otro lado estas pretendidas facilidades no ayudan a la presente generación, leía el otro día algo que comentaba un matrimonio frisando los cuarenta. Él decía: "Cuando piensas que a nuestra edad nuestros padres se construyeron una casa…" Ella responde cínicamente: "Ya, pero nosotros tenemos un iPhone y correo electrónico". Los miembros de la clase media entre los treinta y cuarenta años de edad creen que viven peor que sus padres y están casi seguros que sus hijos vivan aún peor. No tienen trabajo seguro, se acabó el pasar la vida en una única empresa, deberán formarse continuamente y en varias disciplinas diferentes para poder hacer frente a los despidos y los cambios bruscos en la economía si no son funcionarios y quieren seguir sobreviviendo. Y para sus hijos, si es que los tienen porque cada vez las parejas lo dejan para más adelante, el planteamiento global de la economía, la creciente población mundial, la mayor competición les hará la vida cada vez más difícil. La gente de esta generación trabaja sabiendo que su vida va a ser peor que la de sus padres y mejor que la de sus hijos. Es muy desmoralizador. Sobre todo porque tampoco parece que nuestra sociedad reaccione y se ponga a ampliar sus conocimientos informáticos, aprender idiomas, concentrarse en nuevas tecnologías y trabajos con futuro dejando un poco al lado la obsesión por el diploma, el certificado que poco o nada influye a la hora de encontrar trabajo porque todo el mundo ahora tiene uno de esos papeles.

—Sí, pero la gente joven dirá que si no tienes esos papeles estas todavía mucho más hundido porque es lo primero que exigen las empresas.

—¿Te acuerdas cuando empezaron con lo de los becarios? Se sacaron de la manga esa palabreja para pagarles una miseria y evitar tener que hacerles fijos en la empresa. Pues bien, ahora parece que la tendencia es que trabajen gratis y supongo que a no mucho tardar tendrán que pagar para que las empresas les permitan ser becarios y adquirir una formación para un futuro empleo.

—Y por otro lado tampoco la gente está dispuesta a cambiar de residencia, a salir incluso de su barrio, a irse a otra región como hacen por ejemplo en los Estados Unidos desde hace ya mucho tiempo.

—Y fíjate, lo último que he leído es que en Letonia, creo que es, te conceden préstamos dejando como garantía tu alma.

—¡Qué me dices Gonzalo! Eso me recuerda el mito de Fausto…

—Pues sí, pides un préstamos y dejas como garantía colateral tu alma inmortal. Y el caso es que dicen que mucha gente lo está haciendo.

—Y si al final no pagan ¿Qué pasa con el alma?

—Pues al parecer las entidades financieras dicen que no tomarán represalias, simplemente si no devuelven el dinero pues se condenarán, se perderá su alma…

—Vaya, supongo que no lo hará mucha gente.

—No creas, a la gente no le importa perder su alma, su libertad a la cual además se le suele temer, la gente no quiere ser libre, prefiere que un poder superior garantice su seguridad económica aunque sea a costa de su libertad, de su alma; con tal que un poder estatal, una organización internacional, una empresa le garantice un futuro, una vida sosegada.

—Pero eso es muy peligroso, ese poder se adueñará de las personas, es entrar en la servidumbre, la esclavitud, la venta de la libertad, la venta del alma…

—Pero ¿Acaso no lo ves a tu alrededor todos los días?

Gonzalo y Federico se quedan en silencio, están sentados sobre las escalinatas de la catedral de Santiago de Compostela, es aproximadamente el mediodía y la plaza del Obradoiro está llena de turistas, muchos internacionales, otros del Imserso que se animan unos a otros cumpliendo la máxima del Ministerio de Sanidad y Política Social de "Envejecimiento Activo" y hay naturalmente cientos de romeros de toda condición en grupos o en solitario que se hacen fotos, se extasían ante el Pórtico de la Gloria, o se sientan en un rincón de la plaza con el bordón a los pies y la vieira colgando del pecho, los ojos transidos por los días pasados en unas jornadas de reflexión en solitario, por una experiencia que sólo tiene sentido si es individual, cosa cada vez más difícil debido a los grandes grupos, peñas de toda jaez, coches de apoyo, bicicletas, caballos, motos, relevos de corredores, organizaciones de esto y lo otro, todos con la misma camiseta para que se les vea bien que forman piña y pertenecen a algún tipo de estabulación. Otros hacen una larga y paciente cola para recibir la Compostelana que acredita el haber completado el Camino, otro papelito más.

—Federico.

—Dime.

—¿Te acuerdas cuando hicimos el Camino de Santiago?

—Ya lo creo, el año siguiente de conocernos…

—No había un alma por ningún lado.

—No, quien iba a decir que se convertiría en algo tan enorme.

—¿Te acuerdas cuando recogimos aquellos perritos recién nacidos abandonados en el camino?

—Sí, los colocamos bien en Castrillo de los Polvazares.

—Me gustaría volver a hacer el Camino…

—Ya lo sé, llevas diez años diciéndomelo.

—Como siga así me pondré en los ochenta ¿Crees que podría hacerlo con ochenta tacos?

—Si te sientes bien, porqué no.

—Cuando lo hicimos tú y yo nos dieron de comer en el parador como peregrinos.

—Eran otros tiempos, ahora ya no pueden hacerlo, hay demasiada gente.

—Si vuelvo a hacer el Camino comeré en el Parador, bueno de hecho me voy a quedar esta noche en él.

—Gonzalo, te has venido a Santiago sin decírmelo, si no te llamo ni me hubiera enterado, ya sé que estás molesto conmigo por lo del piso y lo siento, vamos, te pido perdón.

—Ya no lo estoy, pero te has puesto a reformar toda esa planta sin decírmelo, creía que estábamos de acuerdo en dejarlo correr.

—Mira, no lo he hecho para llevarte la contraria o disgustarte, he tenido varias razones, una de ellas es que tengo contratado a un grupo de personas y hay poco trabajo, es un momento idóneo para que las emplee en esa reforma, además estoy seguro de que te va a gustar mucho cuando esté listo y vuelvo a decir lo mismo, si decidimos no vivir allí tampoco importa, estará preparado para ponerlo en el mercado.

—Tienes razón, al final siempre terminas convenciéndome, de todos modos tenía ganas de venir a Santiago y quiero dar unas vueltas y comprobar algunas obras de arte y ver a algún amigo anticuario además de tomarme unos churros con café por la mañana, que los hacen tan bien o mejor que en Madrid.

—Pues yo me tengo que volver a Orense en el autobús de las tres— mira el reloj— pero antes me gustaría que me invitases a unas tazas de lo turbio.

—Y un poco de pulpo…

—Así se habla.

Caminan despacio hacia las calles laterales que arrancan desde la Puerta de Platerías, van del brazo por el centro de la calle, los escaparates ofrecen una cascada de pequeños objetos de plata, cruces de Santiago, conchas, anillos, pendientes, peregrinos en miniatura mezclados con gaiteros y mozas bailando la Muñeira.

—Oye Gonzalo, soñé que estuve en tu entierro y no me gustó.

—¡Anda que listo! yo también soñé que estuve en el tuyo y tampoco me gustó.

—Entonces…yo tiro tus trapos y tu los míos…

—¡Y volvemos a empezar!

Gonzalo y Federico entran en una especie de sótano, un pequeño bar a la antigua, de los pocos que aún se conservan, sirven vino del Ribero y raciones de pulpo humeante que preparan encima del antiguo mostrador. Brindan con la primera taza.

—¿Sabes una cosa Federico? Deberíamos irnos a hacer un viaje, por ejemplo a la Antártida ¿Qué te parece?

—Oye, pues me gusta la idea, no nos faltaría hielo para el Bourbon…

—Lo digo en serio.

—Pues me parece muy bien, a ver los pollos.

—Eso, los pollos como tú dices, pero ojo, pollos con esmoquin.

—Salud.

—Salud.

Y levantan las tazas mientras una señora corta pan de una hogaza poniéndolo en un cestillo que coloca al lado de un plato de pulpo.