miércoles, 20 de mayo de 2009

13 - GUATEQUE.

"The Shrimp Factory" lleva bordado el delantal blanco que Federico se trajo de Cabo San Lucas cuando estuvo con Gonzalo hace más de diez años, en medio unos langostinos rojos con sombreros amarillos y gafas de sol sonríen y bailan entre globos de colores, más abajo "The world´s greatest shrimp" y en azul Mazatlán, Cabo San Lucas, Mexico; el de Gonzalo es amarillo y lo adornan un sinnúmero de copas de martini seco en cuya transparencia descansan dos aceitunas verdes con pimiento rojo atravesadas por un palillo.

—¿Y cómo lo llaman ahora?

—¿A qué?

—Al guateque, a los guateques.

—Pues no sé…movida…reunión…party…yo que sé…pero recuerda que lo del guateque era más bien una cosa de chicos jóvenes con unas patatas fritas y unas coca - colas alrededor de un tocadiscos del que se encargaba siempre el más tímido, el que menos ligaba del grupo.

—¿Entonces lo nuestro de hoy no va a ser un guateque —insiste Federico riéndose— .

—Lo nuestro es la reunión de dos ancianos, o casi, con unos profesionales jóvenes que quieren saber porqué tienes tú más trabajo que ellos, querido Federico.

—Es evidente, porque soy más viejo, mucho más viejo.

Gonzalo y Federico toman café, charlan y se afanan en sus tareas culinarias en el piso que Gonzalo tiene encima del estudio abierto en todo su espacio excepto el dormitorio y el cuarto de baño. A estas horas de la tarde del sábado comienza a decrecer la luz que se oculta tras los plátanos y las casas de ladrillo rojo. Gonzalo no puede evitar mirar por la ventana y pensar en lo mucho que ha cambiado el barrio que él conoció casi como un descampado, una serie de chamizos donde se acumulaban los residuos de un Madrid que parecía detenido en el tiempo para crecer después de tal manera que a veces le es difícil reprimir una dulce y amarga nostalgia al reconocer que ahora es todo mucho más civilizado y razonable pero su tiempo se quedó en aquellos andurriales de un Madrid acogedor y canalla.

Gonzalo sube el volumen de su ipod y las notas del Concerto grosso de Haendel se mezclan con los olores de la cocina envolviendo el piso y bajando hasta el último rincón del estudio que permanece quieto, en cierta penumbra, envueltas las obras de arte en lienzos y tarlatanas, descansando de una meticulosa semana de trabajos quirúrgicos.

Sofríe cebolla y ajo al que un vez dorado añade carne picada de la mejor calidad con un poco de cerdo, lo aparta y prepara una bechamel dándola unos toques de nuez moscada y sal que una vez en su punto envuelve con la carne aglutinándolo todo para ir rellenando pimientos del piquillo con ayuda de Federico que cierran con uno o dos palillos. Después los fríen con huevo batido depositándolos en una amplia fuente de barro.

Para ellos es el mejor momento de una reunión, la excusa de sentirse vivos entre los olores, los colores, las texturas de los alimentos, para volver a la cocina de la infancia, de las madres atareadas en la sopa de picadillo o la carne con alcachofas, cocineras de todos los días que les dejaban meter el dedo en la salsa y robar un boquerón recién salido de la sartén que saltaba entre sus manos con el cosquilleo del aceite hirviendo.

Luego se ponen a la tarea de preparar dos o tres tortillas de patatas, esas ruedas doradas imprescindibles en cualquier fiesta donde haya que compensar el fluir del vino con algo sólido y contundente que equilibre el estómago predisponiendo a la conversación.

Tras el ritual de freír una bandeja de croquetas, mitad de bacalao y mitad de jamón enteramente artesanales que para Federico y Gonzalo no pueden faltar hace su aparición Manolita con Alicia y Cosme llevando entre todos botellas de vino tinto y blanco, cava y bolsas de patatas fritas.

Para las siete de la tarde ya han llegado amigos y algunos clientes y el guateque está en todo su apogeo. Manolo es de los primeros en llegar y Manolita le presenta a Gonzalo y Federico. Suena Vivaldi airoso y refrescante mientras Gonzalo explica a Manolo los fundamentos de su trabajo de restauración, él permanece atento mirando el reloj muy a menudo. Manolita le rescata llevándole al sofá.

—¿Qué te parece mi jefe?

—Muy simpático.

—Sí, además tiene muchas cosas que decir.

—Ya lo creo— comenta mirando el reloj furtivamente— sabes, puede que me vaya a Estados Unidos.

—¿Por tu trabajo?

—Sí, la cooperativa quiere ampliar la venta, exportar, ya hay empresas que venden allí sus vinos y aunque la oferta es muy grande también lo es la demanda.

—Sí, eso es verdad, ahora los americanos se han aficionado al vino. Fíjate, no hace tanto casi ni lo conocían excepto en sitios como California y todavía en los cincuenta, poco después de la segunda guerra mundial, lo vendían en las farmacias, bueno, el equivalente a las farmacias nuestras y creo que hasta tenías que tener receta.

—¡No me digas, no sabía eso!

—¿Y te irías mucho tiempo?

—No creo, un par de meses.

—Pues mira, puede que yo también me vaya.

—¿Y eso?

—No hay nada definitivo, pero alguien en California quiere que le restauremos un cuadro, tengo que hablarlo con Gonzalo, todo está en el aire.

—¡Qué casualidad! Si yo me voy también sería a California.

—Te lo he dicho— sonríe Manolita— ¡Es el destino!...Y…¿Te apetece ir?

—Por un lado sí, pero por el otro no estoy muy seguro, nunca he estado fuera, quiero decir por trabajo.

—No te preocupes, es una buena experiencia, yo ya estuve en New York y todo resultó muy bien.

—Si, claro, que tontería, hoy todo el mundo viaja…

—Desde luego, ya no hay fronteras como en los tiempos de nuestros padres ¡Estamos en la aldea global y todos esos rollos…!

—Pues sí, pero cuesta salir de tu ambiente, aquí estás en casa, con los amigos…

—Claro, pero ya no nos podemos permitir el lujo de rechazar trabajos por la comodidad de estar en tu barrio con tus amigos.

—Si, si, tienes razón…Manolita…habéis montado muy bien esta fiesta, las velas, la música clásica, la comida…

—Gonzalo y Federico disfrutan mucho cocinando.

—El caso es que— mira de nuevo el reloj— el caso es…

Manolita sonríe a Manolo y le da una palmada en la pierna.

—El caso es que te llama el partido de fútbol…¿A qué hora empieza?

—Pues— Manolo consulta el reloj— faltan unos cuarenta minutos…

—¡A qué esperas entonces! ¡Sal corriendo!

—¿De verdad no te importa? Me sabe mal, prometí venir a la fiesta…

—Y has venido, yo te despediré de los demás, ya hablaremos…¡Gracias por venir!

Manolo se levanta agradecido, mira a Manolita, duda y se arranca con un beso en la mejilla. Luego desaparece en busca de un taxi.

—Se te ha ido el novio — comenta Gonzalo cogiendo de los hombros a Manolita—.

—No es mi novio— protesta—.

—Ya, ya…pero te gusta.

—Eso sí.

Manolita se sienta entre Gonzalo y Federico y explica el asunto del cuadro del Santo Niño de Atocha. A los tres les parece interesante, Federico que se siente relajado ha terminado su quinta croqueta y se reclina en el sofá cerrando los ojos y dejándose llevar por Vivaldi. Gonzalo confiesa que está algo cansado, llegaron por la mañana de Orense sin apenas echar un par de cabezadas, el mercado, la compra, la cocina…apoya la cabeza en el hombro de Manolita y le pide más explicaciones del Santo Niño de Atocha.

Sobre las once de la noche se van los últimos rezagados, Manolita busca la entrada de Les fétes de Polymnie de Jean-Philippe Rameau en el ipod de Gonzalo y vuelve al sofá, por la ventana se filtra un largo grito colectivo de gol que se apaga entre las notas románticas de Rameau y el crepitar de las velas que tiemblan en la penumbra del apartamento. Poco a poco los tres se quedan dormidos.

La música lleva a Manolita a sentarse junto a la duquesa que le habla por el movimiento de sus labios pero a la que no puede oir. En el centro del salón dos criados agachados sobre la alfombra recogen cuidadosamente los trozos esparcidos de los vasos y la jarra de cristal tallado poniéndolos sobre la bandeja de plata. La duquesa se descalza y apoya los pies enfundados en medias bordadas de seda sobre un taburete forrado de terciopelo y cierra los ojos. Manolita pasea la vista por la habitación que poco a poco desaparece ante sus ojos quedándose profundamente dormida.

martes, 12 de mayo de 2009

12 - PLAYSTATION.

Mueve las piernas Max Payne en todas direcciones mientras las calles, las naves industriales, los balcones herrumbrosos, el cielo opaco y oscuro avanzan hacia él cada vez a más velocidad y los edificios de ladrillos púrpura se estrechan y Max se abre camino disparando su fusil automático, saltando los obstáculos mientras sus manos aprietan el gatillo frenéticamente y gira, se contorsiona, cruza la falta de gravedad del espacio virtual desplazándose de terraza en terraza, flotando en las distancias imposibles, dejando atrás una ciudad vacía, fantasmagórica y en ruinas en donde el enemigo desintegra el paisaje urbano del que Max Payne siempre sale ileso.

Más tarde es Ninja Gaiden quien irrumpe en escena en lucha feroz con sus enemigos acorazados, un único rugido profundo y ronco entre las espadas que se cruzan y chocan produciendo ascuas luminosas que se reflejan en los rostros robóticos de ojos rojos y colmillos ensangrentados.

Manolo decide relajarse con Need for Speed y se adentra en la competición de automóviles que se entrecruzan, aceleran, se acosan en calles laberínticas en donde chocan frontalmente despedazándose en jirones de chapa, ruedas que rebotan sobre el parabrisas, fuegos producidos por depósitos de combustible desguazados que vierten oleadas de gasolina inflamada envolviendo en su núcleo amarillo coches, tiendas, peatones, autobuses, puentes, edificios… y paulatinamente los sonidos comienzan a formar un todo homogéneo en el que el nivel de decibelios embota sus oídos y se convierte en una neblina sonora dificil de calificar al igual que los destellos de la pantalla y las gamas de colores impactantes se difuminan en los ojos adormilados que acostumbrados a la rutina del juego siguen abiertos atentos a la esquizofrenia de la pantalla pero al mismo tiempo se van cerrando acunados por la resaca de los estimulos visuales repetidos que ya no parecen interesar al cerebro.

Sale de repente del estupor, de ese aturdimiento momentáneo y apaga la Playstation, se quita los cascos y contempla el techo conocido de su habitación. Pasea la vista por las paredes en las que poco ha cambiado desde los días de la universidad, los posters de Star Trek, del capitán Marvel o El Señor de los Anillos, algunas fotos de los videojuegos que ya son historia, las camisetas japonesas del Manga que fue coleccionando. Hasta estuvo en la Plaza de Callao en lo que fue la primera celebración del día del orgullo Friki, y ya estaba metido en la treintena.

En un rincón junto al armario descansa la tabla de surf con el traje de neopreno y una foto del cuatro por cuatro que es todo su patrimonio. De un tiempo a esta parte —piensa— su habitación le produce una melancolía que antes no sentía, comprende que tiene que dejar atrás todo eso, que ahora trabaja en una empresa con responsabilidades, que su jefe le ha propuesto salir al mundo. Eso le da un poco de miedo pero al mismo tiempo es la mejor manera de cambiar de una vez su terca rutina.

Ha vuelto de la oficina y como casi todas las tardes se atrinchera en su habitación cómodo y frustrado, pensando que la soledad de la que le habla su padre cuando tenía su edad es la misma que él siente a pesar de tantos colegas, compañeros de trabajo, correos, móviles, información, contactos…a veces sumerguirse en los videojuegos es suficiente para pasar esos ratos en los que la habitación se convierte en un espejo en el que se refleja únicamente su imagen callada, seria y a veces desconocida. Pero otras la ansiedad por romper su propia burbuja es tan grande que correría al coche y no pararía hasta llegar al estrecho, a la caricia del fuerte viento poco amable pero envolvente que le empuja mar afuera, hacia la conjunción de agua y cielo que siempre permanece delante.

Jugando con el teléfono van pasando en orden los nombres de sus amigos de abajo a arriba, el de ella aparece subiendo por la pequeña pantalla y sin pensarlo aprieta el botón de llamada.

Manolo decide llevar a Manolita al bar donde a estas horas de la tarde estan reunidos los amigos calentando motores para el partido que ya es tema exclusivo de conversación entre todos, al entrar son recibidos por un grupo que jalean un video de su equipo puesto en el televisor. Entre varios de sus amigos están también sus compañeros de trabajo Nicolás, Maribí y Silvia que estrecha la mano de Manolita mirando a Manolo con ojos inquisidores.

Manolita acepta una caña de cerveza que se le ofrece sin entender nada de lo que se habla entre los gritos de los aficionados y el volúmen insólito del aparato de televisión, uno de los amigos coloca sobre los hombros de Manolita una bufanda con los colores del equipo.

Entre el diálogo de los goles, las expectativas de victoria, los fichajes y las posibles combinaciones estratégicas para doblegar al enemigo merengue Manolo piensa si habrá sido buena idea traer aquí a Manolita…que por cierto le sigue gustando un horror, dando botes uncido a sus otros compañeros que agitan las bufandas su campo visual sube y baja sobre las caras de las chicas, todas muy apetecibles, pero encuentra que Manolita tiene algo que al mirarla le produce una convulsión interna, una extrasístole amenazadora y grata que le rompe los esquemas sean los que sean dejándole la mente en blanco.

Ya en marcha el segundo partido en el video empieza otra ronda de cervezas y llegan algunos rezagados.

—¡Qué te parecen mis amigos!— vocifera Manolo—.

—¡Muy simpáticos!

—¿Te gustaría hacer alguna otra cosa?

—Podríamos ir a dar una vuelta, andar un poco por ahí…

Abrazos. Besos. El aire de la calle reconforta, atardece pero aún queda un buen rato de sol, bajan andando hacia Cibeles, Manolo baraja qué decir pero no acierta a pronunciar palabra.

—¿Te gusta el Museo del Prado?— pregunta Manolita—.

—Pues sí, aunque hace mucho que no he estado, bueno, casi desde antes de la universidad, pero sí, si que me gusta.

—¿Algún pintor en especial?

—Pues…Velázquez, el cuadro de las lanzas…

—La Rendición de Breda.

—Ese.

—¿Te apetece que nos acerquemos un ratito?

—¿Al museo?...estará cerrado…

—Ahora está abierto hasta las ocho de la tarde.

—¡Ah, qué bien! No lo sabía.

—Pues vamos, te presentaré a una amiga.

—¿A una amiga? ¿Trabaja en el museo?

—No exactamente.

Bajan hasta Colón y cruzan al otro lado del Paseo de Recoletos entre algunos grupos de turistas que se paran en los puestos de litografias, carteles de toros con un hueco en blanco entre dos toreros afamados: "Ponga su nombre aquí", baratijas, toritos, bailaoras de trapo, postales, cerámicas.

—No les queda mucho tiempo— advierte el funcionario —.

—Sólo vamos a dar una vuelta —sonríe Manolita —.

Las salas están medio vacías, algo maravilloso y poco frecuente en los últimos tiempos. Algún banco de japoneses que navega acompañado por el guía de la banderita desplazándose en oleada de un extremo al otro de las salas y poco más.

—Mira, las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela ¡Qué guapas están!

—Un poco encorsetadas…

—Estaban posando para la posteridad, además tenía que verse que eran hijas del hombre más poderoso de la tierra y de su bella esposa Isabel de Valois.

Pasan fugazmente por el laberinto de salas deteniéndose muy brevemente ante algún cuadro hasta llegar a la extensa creación de Francisco de Goya: La condesa de Chinchón, La Familia de Carlos IV, El quitasol, El cacharrero, La carga de los mamelucos, Don Gaspar Melchor de Jovellanos…Los duques de Osuna y sus hijos, donde Manolita se detiene frente al lienzo mirándolo despacio y en silencio, Manolo, a su lado, observa también el cuadro que le resulta conocido.

—Te presento a los duques de Osuna y sus hijos y en especial a la duquesa doña Josefa Alonso de Pimentel—indica a Manolo que observa el cuadro con seriedad—.

—Ah, pues encantado, esta es la amiga que querías presentarme…

—Sí ¿Qué te parece?

—Pues no sé…

Manolita le sonríe y permanece un buen rato mirando el lienzo mientra Manolo, perdido el interés inicial deambula por la sala mirando otros cuadros.

—¿Te apetece tomar algo?—pregunta Manolita— podemos acercarnos al bar del Palace aquí enfrente.

Comienza a anochecer cuando atraviesan la entrada del hotel y suben las escaleras alfombradas hacia el salón redondo con la cúpula de cristal donde toman asiento en una mesita baja al lado de las columnas pareadas. Enseguida se les acerca un camarero. Del otro lado de la estancia les llegan las notas al piano del Arabesque de Debussy.

Manolo toma su cerveza mientras ella espera que se enfríe un poco el té moviéndolo con la cucharilla. Estarán allí más de una hora, casi sin hablar, mirando alrededor, mirándose sin mirarse, sonriendo y no sabiendo muy bien que decir.

Manolo entra en casa y se va directamente a su habitación, se sienta y mira alrededor, oye el sonido de la televisión que sus padres ven en el salón. En la penumbra, sin encender las luces, sólo con la que entra desde la calle puede reconocer todos sus objetos queridos, sus fetiches, acompañantes durante muchos años en los cambios de la edad y la cultura.

Se levanta y lentamente comienza a desprender de las paredes todos aquellos símbolos, dibujos, consignas apilándolo en un rincón. No tiene prisa, mañana es sábado y no hay que madrugar, puede pasar toda la noche de limpieza hasta que las paredes queden desnudas, hasta que el pasado haya desaparecido sin dejar ningún rastro.

11 - EL SANTO NIÑO DE ATOCHA.

—Necesito otro café—piensa Manolita— agarrada a la barra del vagón del metro que le lleva en dirección a la estación de Atocha atestado de personas que a estas tempranas horas de la mañana van al trabajo. Pasea la vista por las caras medio dormidas de la mayoría, el gesto aburrido y somnoliento de la rutina diaria impreso en la mirada, algunos sin embargo leen un libro o consultan frenéticamente no se sabe qué en el móvil del que no apartan los ojos.

No hace muchos años era algo muy peculiar ver caras que no fueran de españoles, ahora en los escasos dos o tres metros que puede abarcar con la vista desde su rincón cercano a la puerta puede diferenciar las de los negros subsaharianos, bruñidas e intensas, las facciones hieráticas de los pueblos sudamericanos, las enigmáticas de nuestros vecinos del otro lado del estrecho, los eslavos de piel muy blanca y pómulos pronunciados, los chinos inconfundibles que parece que nada va con ellos, toda una panoplia de etnias y culturas hasta hace muy poco desconocidas y alejadas de nuestro país y nuestras costumbres con las que ahora hay que aprender a convivir y a compartir una misma vida.

Manolita vuelve la mirada hacia la ventanilla del vagón que sólo refleja su cara contra el fondo oscuro del túnel. Recuerda el correo recibido la tarde anterior del tal señor Rosalino Sánchez en respuesta al suyo:

De: Rosalino Sánchez

Asunto: Restauración de un cuadro.

Fecha: 20 de Marzo de 2009

Para: AngloartUsa - España-

Estimados Sres.

Mi patrón les queda muy agradecido por contestar tan de seguido. Quiere que les informe que se trata de un lienzo que representa a El Santo Niño de Atocha, cuadro encargado por el Marqués de San Miguel de Aguayo al pintor José Antonio de Ayala hacia el año mil setecientos veinte. Por motivos de seguridad no podemos enviarles fotos ni darles más detalles, cosa que Ustedes que son profesionales comprenderán. Como ya les dije el cuadro tiene un gran valor sentimental para mi patrón además del que pueda tener por sus propios méritos.

Les saluda, Rosalino Sánchez

Manolita se vuelve hacia el estudio desviando su cabeza del ordenador

—¿Alguno de vosotros ha oído hablar del Santo Niño de Atocha?

Cosme levanta los ojos de su trabajo poniendo cara de no tener ni idea.

—¿El Santo Niño de Atocha?...me quiere sonar—comenta Alicia—pregunta a Gonzalo seguro que él sí sabe algo, para eso es el jefe.

—No quiero fastidiar a Gonzalo llamándole continuamente…Atocha, Atocha, pues tendrá que ver con algo cerca de la estación de Atocha…

Cosme abre un diccionario electrónico que siempre lleva consigo y lee:

—"Atocha" Del mozárabe taucha, esparto, planta gramínea.

—Gracias Cosme, hijo, eres una gran ayuda…¿Hay alguna iglesia importante cerca de Atocha?

—Si, claro—responde Alicia—La Parroquia de Nuestra Señora de Atocha.

—¡Ah! Muy bien, pues mañana a primera hora me acerco…

Fuera del metro se orienta hacia el Paseo de Santa Isabel que se convierte en el de la Reina Cristina, a su derecha está el impresionante edificio de la Basílica de Nuestra Señora de Atocha, llega hasta la calle de Julián Gayarre sin que encuentra ninguna puerta de acceso, baja hacia la esquina de la Avenida de la Ciudad de Barcelona que completa un gran triángulo y allí en la esquina está la verja que da acceso al interior, cerrada, pero un poco más allá hay otra verja de entrada entornada y desde la que se inicia una larga cola de gente que se pierde al fondo de la calle. Junto a la puerta hay una señora que parece estar controlando la entrada, Manolita se dirige a ella.

—Perdone, no sé para qué es esta cola… yo quisiera hablar con algún cura o encargado sobre algo relacionado con los santos de la parroquia—. La señora mira de arriba abajo a Manolita y le indica con una mano.

—Suba las escaleras y entre en la iglesia, encontrará a algún religioso dominico.

—Muchas gracias.

En la nave central de la iglesia no encuentra a nadie, camina por el suelo ajedrezado y se sienta en uno de los bancos durante unos minutos, luego sale de la iglesia, un grupo numeroso de personas que estaban esperando en la calle entran cruzando el jardín y desaparecen tras una puerta. De la misma sale un hombre de mediana edad con pantalones vaqueros, las mangas de la camisa arremangadas y un delantal blanco. Comienza a cruzar el jardín cuando nota la presencia de Manolita.

—¿Ha venido usted a desayunar?

—¿A desayunar?...pues no, sólo quiero un poco de información.

—De qué se trata—. Se acerca a ella.

—¿Podría hablar con un dominico?

—Claro que sí, aquí me tiene.

—Ah, perdone, pensé que era un trabajador…

—Eso soy, ahora de cocinero.

—Pues soy restauradora…

—Perdone, perdone que le interrumpa…¿Tiene mucha prisa?

—Pues realmente no…

—¡Estupendo! ¿Quiere echarme una mano?... vamos, si no le importa.

—Usted dirá…

—¿Cómo se llama?

—Manolita.

—Alfonso— contesta el dominico que le conduce al otro lado de la puerta, al interior de un amplio comedor en donde hay sentadas unas cuarenta personas. Al fondo un hombre y una mujer lavan sobre una pila tazas y platos que otras dos secan y van distribuyendo. Alfonso lleva a Manolita junto a una mesa donde hay masa para hacer churros, una gran sartén con aceite caliente y una churrera manual de las que se usaban antiguamente.

—Mire, yo estoy haciendo roscas de porras, cuando están cocidas las deposito sobre la mesa y su labor será cortar con las tijeras trozos como de unos veinte centímetros, tenga, póngase este delantal ¿Seguro que no le importa? Es cosa de una media hora.

Manolita se pone el delantal sin rechistar, está tratando de situarse en la escena cuando Alfonso ayudado por dos largos palos que cruza bajo la dorada rosca la levanta del aceite hirviendo esperando unos segundos para que drene y la deposita blandamente en la mesa al lado de Manolita que con una gran tijera en la mano comienza a cortar trozos que desaparecen en platos que el hombre y la mujer que estaban en la fregadera distribuyen ahora por las mesas al tiempo que llenan las tazas de café.

—Estamos hoy muy mal de voluntarios—comenta Alfonso— hay días que tenemos seis o siete y todo va sobre ruedas pero con solo cuatro es más difícil. Casi todos son jubilados, pero los jubilados tienen que atender a sus nietos, cuidar todavía a sus hijos que muchos siguen viviendo en las casas de sus padres por la situación económica o porque simplemente no les da la gana de irse. En fin, todo esto nos ha pillado tan de repente que nos cuesta no sentirnos desbordados.

—¿Dan de desayunar a toda esta gente?

—Pues sí, hasta hace poco era un acto de caridad que se hacía desde hace mucho tiempo, vagabundos, gente de paso, desheredados de la fortuna, un pequeño grupo al que se atendía dándoles el desayuno y una bolsa de comida para el resto del día. Pero hace cosa de dos meses comenzó a formarse una cola en la que, como usted puede ver, la gente no parece estar en una extrema pobreza, predominan los ancianos, inmigrantes sin empleo o con trabajos que no les da para vivir y muchos que teniendo un empleo no pueden pagar las hipotecas y acuden a diferentes centros para desayunar, comer y cenar y así poder ahorrar lo suficiente para no verse en la calle por no poder pagar. Son los nuevos pobres, los pobres de esta sociedad basada en la avaricia.

Manolita escucha al padre mientras sigue cortando con la tijera, el desayuno toma unos quince minutos y la gente va saliendo, cuando el comedor está casi vacío entra otro grupo. Al cabo de unos cuarenta y cinco minutos ya no queda nadie por atender y Manolita con las manos bañadas en aceite y sosteniendo las tijeras mira a Alfonso.

—Gracias, gracias, por favor, puede lavarse en la pila.

Alfonso llena dos jarritas de café ofreciendo una a Manolita y cruzan el jardín hacia la rectoría.

—¿Qué le ha parecido la experiencia?

—Me ha llamado la atención la cantidad de gente necesitada y lo de las porras…

—¿Las porras?

—Si, no tengo nada en contra de ellas, me encantan, pero me hubiera parecido más normal unas galletas, una barra de pan con mantequilla…

—¡Ah! Si, creo que el párroco opina como usted. Posiblemente se está corriendo la voz y la cola va a ser tan larga que no vamos a poder cumplir nuestra tarea. La culpa es mía, yo fui quien se lo sugirió al párroco, mi padre tenía la churrera en el pueblo abandonada en un rincón del patio, él fue churrero durante muchos años, y pensé que podía traerla, al fin y al cabo es algo económico a base de harina, agua y sal. Pero no sé…

Entran en la rectoría sentándose junto a un escritorio en el que se apilan gran cantidad de cuadernos y libros de texto. Alrededor de la habitación muchos libros sobre las estanterías que llenan las paredes. Entra un brillante sol que alegra y caldea la habitación en un mes en el que ya se han apagado las calefacciones pero el tiempo continúa aún fresco por no decir frío.

—Bueno, dígame, espero atenderla como se merece.

—Pues como le decía, soy restauradora de cuadros y trabajo en un estudio asociado a la firma internacional AngloartUsa que a su vez lo está con Sotheby´s, a menudo trabajamos en proyectos importantes con museos y galerías del mayor prestigio, le comento esto para situarle profesionalmente.

—Desde luego he oído hablar sobre Sotheby´s…

—Hace una semana recibimos un correo electrónico enviado desde los Estados Unidos en el que se nos pedía la restauración de un cuadro, posteriormente nos aclararon que se trataba de un lienzo del Santo Niño de Atocha pintado alrededor de mil setecientos veinte por José Antonio de Ayala. Tengo que reconocer humildemente que nunca he oído hablar del Santo Niño de Atocha y he venido aquí pensando que quizás ustedes me pudieran ilustrar sobre el tema.

—Pues ha hecho usted muy bien ¡Ah! ¡El Santo Niño de Atocha!¡Una historia muy bonita!...¿Por dónde empiezo?¿Otro café?..

—No gracias, con el que me ha ofrecido he conseguido el nivel óptimo de cafeína…

— Esta leyenda devota surgió aquí en Atocha en la época… hacia el mil ciento cincuenta en la que los moros dominaban España, Atocha por entonces sería un poblado o suburbio de un Madrid muy primitivo; al parecer muchos hombres cristianos estaban en prisión y como los carceleros no les alimentaban las familias les traían la comida. El califa o quien tuviera el poder dio la orden de que sólo los hijos de los presos podían llevarles alimentos y eso alarmó a todos los que no teniendo hijos no podían recibir nada en la prisión. Es entonces cuando, a la caída de la noche, un niño visitaba y alimentaba a los prisioneros que no tenían hijos jóvenes. Ninguno de los otros niños sabían quien era pero su vasija de agua nunca estaba vacía y la canasta siempre estaba llena de pan para alimentar a todos aquellos desafortunados. Los que habían pedido un milagro a la Virgen de Atocha comenzaron a sospechar de la identidad del pequeño. Cuando rezaban a la Virgen con el niño notaron que los zapatos del niño estaban gastados y con barro, se los cambiaron por unos nuevos pero al día siguiente volvían a aparecer usados. De acuerdo con esta leyenda Cristo había vuelto como un niño para ayudar física y espiritualmente a todos aquellos que lo necesitaban.

Alfonso se levanta y saca de un cajón varias estampas del Niño de Atocha acercándoselas a Manolita que las coloca sobre la mesa como si se trataran de cartas de una baraja.

—Como puede ver en estas cinco versiones del Santo Niño de Atocha tres de ellas son prácticamente iguales, otra tiene como fondo un bosque, montaña y el cielo azul con la luna y en la quinta los elementos varían un poco aunque en conjunto es similar a las demás.

—Parece un peregrino de Santiago.

—Efectivamente, eso es común a todas las representaciones, viste de peregrino llevando el bordón con la calabaza para el agua, sayón hasta los pies, sandalias, esclavina y sombrero de ala ancha, y por si cupiera alguna duda la concha de vieira que los peregrinos traían de vuelta como símbolo o testimonio de haber completado el Camino de Santiago llegando hasta el mar, asimismo un cestito en el que llevaba el pan a los cautivos.

—Según la tradición—continúa— el Marqués de San Miguel de Aguayo, que a la sazón vivía con su esposa en Méjico siendo gobernador y capitán general de las provincias de Coahuila y Texas, devoto de la Santísima Virgen María, pidió a los sacerdotes de este templo de Atocha que le enviaran una imagen de la Virgen María. Los padres le enviaron una imagen con el niño en la mano izquierda. La devoción se extendió con rapidez llamando a la Virgen como Nuestra Señora de Atocha por haber venido de la ermita de Madrid llamada de Atocha al parecer por estar construida entre campos sembrados de esparto o atochales. Al parecer la imagen del niño era usada en las Navidades para acostar en el pesebre y así la gente comenzó a tenerla un especial cariño y a encomendarla sus preocupaciones. Así se le empezó a llamar El Santo Niño de Atocha.

—Pues aquí no parece conocerse mucho.

—Es cierto, sin embargo se sorprendería de la devoción y cariño que le tienen en Méjico, la imagen con el niño está en la ciudad de Plateros donada como le dije por el Marqués de Aguayo. Plateros es un lugar de minas, se llama así desde al menos mil seiscientos veintiuno pero ya antes había sido explorado por Francisco de Ibarra y Fray Jerónimo de Mendoza, con el tiempo aquellas ricas minas fueron adquiridas por el marqués de San Miguel de Aguayo. Todos los años se celebra una peregrinación a Plateros pero también hay mucha devoción en otros lugares como Nuevo Laredo, Mezquitic de San Juan de los Lagos, Huescalapa, Barranca Honda de Ayotlán, Guadalajara, en fin, como anécdota le puedo decir que al finalizar la Segunda Guerra Mundial, dos mil peregrinos, veteranos de Corregidor, Batán y campos de prisión japoneses, junto a sus familias, recorrieron en peregrinación el largo camino desde Santa Fe a Chimayo donde hay una estatua del Santo Niño de Atocha y se siguen realizando muchas peregrinaciones especialmente en la Semana Santa.

—Vaya, pues le agradezco mucho todo lo que me está contando, es curioso lo ignorante que puede ser uno.

—No, ignorante no, no se puede estar informado de todo, por eso la gente se especializa.Y uno tiene que acudir a los especialistas cuando necesita saber algo en concreto.

—Entonces…¿Cree usted que el cuadro que nos piden que restauremos será similar al de estas estampas que me enseña?

—No me cabe duda, no sé de ninguna representación del Santo Niño de Atocha diferente a las que le he mostrado y que ruego se lleve consigo.

—Muchas gracias, pero siendo tan conocido no comprendo las razones para que no puedan mandarme unas fotos del cuadro.

—Quien sabe, esta historia tiene varios siglos, puede haber por medio algunos factores que evidentemente nosotros desconocemos, antiguos o recientes, o ambos.

—Pues le quedo muy agradecida—se levanta Manolita—no quiero robarle más tiempo.

—No, no se preocupe, para mí es un placer compartir estas cosas con alguien que esté interesado, cosa que no sucede frecuentemente. La historia, la sociología son materias muy interesantes y obviamente profundamente vinculadas a la Iglesia.

Alfonso acompaña a Manolita al recinto de la iglesia para enseñarle la imagen de la Virgen con el niño, luego salen al jardín y le acompaña hasta la verja.

—Un placer Manolita me gustaría, si pudiera ser, que me tuviera al tanto de esa restauración, ya ha visto que soy un entusiasta del Santo Niño de Atocha ¡Ah! y gracias por echarnos una mano en el desayuno.

—Gracias a usted Alfonso, le tendré informado. Lo he pasado muy bien y he aprendido mucho en sólo un par de horas de charla con usted.

—Pues aquí nos tiene, no dude en venir si quiere alguna otra información o tomarse un café con porras.

—Qué puedo decir, Alfonso, gracias de nuevo.

10 - CORREO ELECTRÓNICO.






Entre la nube que levantan las grandes ruedas traseras se aproxima haciéndose cada vez más visible la carroza de la duquesa tirada por cuatro caballos que avanzan al galope por el camino marcado a un lado y al otro por los viejos álamos que llevan hasta la cancela de los jardines de la finca de los Osuna.

Los revestimientos de pan de oro y las tallas de nogal del vehículo están cubiertos de una espesa capa de tierra pero la duquesa desciende del interior forrado de bordados en seda y pasamanería envuelta en un vestido gris con adornos de brocados en los costados y un amplio escote rematado con un lazo de seda rosa y una manteleta cubriéndole los hombros, sobre el complicado peinado un sombrero de plumas blancas y lazos a juego con el del escote, sus zapatos de seda bordados tocan el suelo de tierra del jardín, la compostura de su imagen no refleja el traqueteo por los caminos polvorientos.
—¡Ven, corre, entremos en la casa, al fin un poco de tranquilidad! ¡Hay que ver como estaba Madrid con todos esos carros entorpeciendo las calles, menos mal que hemos podido hacer todas las compras y hasta charlar un rato con la de Alba!
La duquesa pide a dos criadas que abran los postigos de las grandes puertas del salón que dan a los jardines. La primavera entra a raudales impregnándolo todo de una mezcla de sol y aromas de miel, de hierba fresca que crece junto a la fuente y el pequeño estanque, de los macizos de flores que se enseñorean entre los parterres y el olor del pan que se cuece en el horno al otro extremo de la casa.
Los niños alborotan alegres persiguiéndose y dando vueltas alrededor de la falda de la duquesa que se vuelve extrañada mirando a todos lados.
—¿Manolita, Manolita? ¿Dónde te has metido?...la duquesa se desprende del sombrero y siente un ligero escalofrío en los hombros y la nuca.
Al fondo de la estancia un criado que lleva entre las manos una bandeja de plata llena de vasos tallados de La Granja junto a una jarra con limonada tropieza en una de las alfombras y las piezas de cristal salen despedidas cruzando un tramo de la habitación en un vuelo parabólico que crea un calidoscopio multicolor iluminando por un instante las obras de arte que la duquesa atesora en las paredes para estallar con estrépito en el suelo del salón en una confusa lluvia de lágrimas de luz.
Manolita abre los ojos pudiendo aún ver puntitos en la penumbra de su dormitorio. Las siete menos diez. Apaga el despertador antes de que suene y se levanta yendo directamente al lavabo donde se cepilla los dientes con energía.
Bajo la ducha que pone muy caliente deja que el agua le reconforte y le ayude a despertarse poco a poco; mezclado con el agua y el champú se diluyen también los sueños, las escenas de la noche que se repliegan a oscuros rincones del cerebro, no sabe muy bien como interpretarlo, que significado pueden tener esas imágenes pero no le perturban, al menos por ahora, su trabajo le hace volver al pasado con mucha frecuencia, a ese mundo ya desaparecido y en el que a veces se sumerge tanto que casi le parece real.
Se viste en silencio para no despertar a la amiga con la que comparte un pequeño piso en la calle Conde Duque justo enfrente del cuartel. Su compañera de piso con la que se lleva bien pero ve poco es enfermera y tiene turno de tarde por lo que en raras ocasiones está levantada tan temprano. En la ribera de Curtidores a medio camino del estudio entra en un bar y pide un café con leche.
—En taza grande, por favor.
Se acuerda de la llamada de Manolo ¡Vaya!—piensa— dice que irá a la fiestecita del sábado. No se le escapa que a él le gusta el fútbol y el sábado hay un partido al parecer muy importante, lleva oyéndoselo desde hace más de quince días a todos esos percebes que andan por ahí. Es un buen síntoma— sonríe Manolita mientras bebe el café abarcando la taza con ambas manos—.
Llega al estudio y saluda a sus compañeros mientras se despoja de la cazadora y se abrocha la bata, tiene aún unos cuantos días de trabajo en compañía de Ribera, despoja al cuadro de la tela protectora y allí sigue el eremita que en ciertas zonas de su cuerpo cerúleo aparece menos mortecino renovado por la labor lenta de los pinceles que enjugan el espesor del tiempo microscópico sedimentado sobre su superficie.
Manolita observa el lienzo con ojo experto durante un largo minuto y luego se dirige al escritorio de Gonzalo encendiendo el ordenador, mientras se pone en marcha se acerca a la cafetera sirviéndose una taza del café que Alicia acaba de preparar.
—Qué, el chute mañanero, ya has debido tomarte otro por ahí —observa Alicia.
—Si chica, es que necesito algo para arrancar…
De vuelta en el ordenador abre el correo electrónico y se encuentra con ciento cincuenta mensajes, tras un vistazo rápido descarta un buen número de ellos, el resto son cobros, facturas, correspondencia de clientes y trabajo de restauración. Le llama la atención uno de un particular que dice lo siguiente:
De: Rosalino Sanchez
Asunto: Restauración de un cuadro.
Fecha: 18 de Marzo de 2009
Para: AngloartUsa - España-
Estimados Sres.
Mi patrón me manda les escriba para preguntarles si Ustedes estarían dispuestos a recomponer un cuadro al que tiene mucho aprecio. Se trata de una obra muy importante sobre todo de valor sentimental aunque también lo debe de tener en dinero por tantos años como atesora. La pieza no puede salir de aquí, los Estados Unidos, por lo que tendría que venir alguien para hacer el trabajo. Ruego se pongan en contacto conmigo.
Les saluda, Rosalino Sánchez
Bueno, la verdad es que este hombre no se explica mucho— piensa — marcando el número de Gonzalo en el móvil.
—Hola Manolita, que te cuentas…
—Buenos días Gonzalo, pues en el estudio…
—Yo me he caído de la cama, Federico se ha ido muy temprano a una obra y yo estoy en un pueblo llamado Santa María de Aguas Santas o para decirlo en gallego Santa Mariña de Augas Santas. En concreto en el llamado Forno de Santa que está en la cripta de la Basílica de la Ascensión. Es un conjunto arqueológico que al parecer está muy poco estudiado, un asentamiento de diferentes culturas con construcciones megalíticas y cristianas. Dragones de remotos cultos órficos, losas funerarias, la huella de los templarios, en fin, un lugar mágico como tantos en Galicia.
—Parece muy interesante.
—Ya lo creo, mucho, desde la fachada principal de la Colegiata Templaria hay un sendero lleno de rocas con huecos donde se recogía en el mundo Celta la sangre de las ofrendas a los dioses, a mitad del camino está el horno donde se hacían los sacrificios de los animales. Bueno, ya te llevaré algunas fotos…pero, perdona, me has llamado tú ¿Alguna novedad?
—Te quería comentar un correo que hemos recibido de un particular desde los Estados Unidos.—Le lee el mensaje.
—Bueno, no parece dar muchos detalles…
—No, supongo que querrá establecer un primer contacto, si te parece bien le pediré que me amplíe un poco el asunto, que me envíe unas fotos, en fin que nos lo aclare.
—Desde luego ¿Alguna otra cosa?
—Si ¿Vais a estar aquí el sábado?
—Desde luego, no te preocupes por eso.
—Pues entonces te dejo que tengo mucho quehacer.
—Yo sigo con mis piedras. Adiós.
Manolita dedica el resto del día a concentrarse en el cuadro, está utilizando un método mixto que ya ha discutido previamente con Gonzalo, controlando cada paso con la lupa binocular para evitar daños en algún estrato original eliminando pequeñas zonas con el uso del bisturí, utilizando disolventes muy volátiles y actuando solamente en el aglutinante del material a eliminar, a veces tendrá que ayudarse de algún gel o de las ceras, pero en cualquier caso tratará de no usar ningún líquido reactivo.
Trabaja hasta las cuatro de la tarde olvidándose de la hora de comer, pero el olor de una pizza con la que acaba de entrar Alicia por la puerta le despierta de sus ensoñaciones y se une a los demás en la cocina. Con un trozo en un plato se sienta frente al ordenador.
De: AngloArtUsa - España
Asunto: Restauración de un cuadro.
Fecha: 18 de Marzo de 2009
Para: Sr. D. Rosalino Sánchez
Estimado Sr. Sánchez,
Hemos leído con gran atención su mensaje en el que naturalmente estamos interesados, pero precisamente por ello le queremos pedir que nos amplíe la información al respecto especialmente en lo que se refiere a la obra de la que nos habla, una buena descripción acompañada de fotografías nos ayudaría mucho para establecer una sucinta evaluación de la misma al menos en esta primera fase.
Agradeciéndole su interés en nuestra compañía, le saluda atentamente,
Manolita Madrid

9 - DICOTOMÍA.

El tren Talgo sale con puntualidad de la estación de Chamartín, circula lentamente entre el laberinto de vías que le van situando en la línea de Segovia, Gonzalo encuentra su asiento junto a la ventana, nadie más se sienta a su lado, el vagón está medio vacío. El tren acelera su marcha dejando atrás urbanizaciones construidas en medio del campo, constreñidas a la especulación del suelo que apila piso sobre piso, como termiteros levantados en prietos racimos, la obra de constructores agorafóbicos determinados a sacar el mayor rendimiento al espacio. Junto a estos edificios, unos habitados y otros abandonados a su suerte a medio construir víctimas del derrumbe del ladrillo, los poblados de cascote y planchas de aglomerado, los viejos descampados de chabolas cubiertas de Uralita sujeta con grandes piedras, de suelos apisonados de tierra y mantas colgadas del techo a modo de tabiques.

Entonces, en los años jóvenes de Gonzalo, eran gitanos autóctonos y portugueses los que las habitaban en su mayoría y atados a las puertas o sujetas las patas delanteras por una atadura de cuerda salpicaban el paisaje burros y mulas que eran su medio de vida, de transporte o de negocio. Ahora muchos de los que pueblan estos campamentos son gitanos rumanos y aparcados junto a las chabolas es fácil observar, además de furgonetas y caravanas, automóviles de alta gama que dan una idea del tipo de negocios a los que se dedican algunos de ellos.

A Gonzalo los extrarradios de cualquier lugar siempre le producen melancolía y por alguna razón esta se acrecienta desde el asiento del tren. Hubo unos años, los primeros de conocer a Federico, que subía a Galicia en su coche Renault - 5 al que tenía mucho apego, el camino se hacía largo y pesado en aquellas carreteras de doble sentido, llenas de curvas, interminables. Para cuando se empezaron a abrir las nuevas autovías ya había renunciado al coche prefiriendo hacer los viajes en tren y en Madrid era mucho más sencillo y a la larga más barato coger un taxi o cualquier transporte urbano.

Federico influyó y dio un giro muy grande a su vida, además del cambio que su amistad y compañía significaron se vio yendo a Galicia con mucha frecuencia, él, que siempre había amado esa parte de España por su sabor antiguo y romántico, su mar encrespado, las aldeas perdidas y sobre todo la espiritualidad que despertaba en todo su ser, se vio formando parte de sus horas y sus días.

Pronto conoció a sus padres que por su comprensión, buenas maneras e inteligencia resultaron ser el calco gallego de los suyos. A menudo comían en su casa del pueblo. El caldo gallego y las largas veladas charlando junto a la estufa después de que sus padres se retiraran a dormir les mantenía en conversación hasta que les cogía las claras del día y tocaba la campana de la parroquia de San Esteban para la misa de siete a la que solían ir juntos.

Federico que ya entonces era uno de los arquitectos mejor considerados de la zona tenía grandes planes para renovar el pueblo y poco a poco convertirlo en un lugar más habitable y turístico sin modificar un ápice el carácter tranquilo y medieval de sus calles, el Monasterio de Santa Clara, sus iglesias de San Benito, Santiago y San Esteban, el Barrio Judío, la Torre de Castro Ojea o los restos de murallas de finales del siglo XV.

Se instalaron en el piso que Federico tiene en el centro de Orense desde el cual se disfruta de un panorama completo del río Miño con sus innumerables puentes y los suaves montes que rodean la ciudad. Estaba tan entusiasmado que decidió quedarse a vivir al menos durante un tiempo.

Pasaron — recuerda Gonzalo — tres largos años en los que los días eran cicateros con las horas que no bastaban para dar satisfacción a todas las cosas que tenían que hacer, se encargó de decorar el piso y de atender todos los asuntos de Madrid mientras Federico ocupaba gran parte de su tiempo en las obras que llevaba a cabo en los pueblos cercanos. Incluso hicieron algún viaje internacional sin omitir el ritual de navegar por el Nilo inundados por la luz plateada de la luna llena.

Suena el móvil y Gonzalo sale de su ensimismamiento, a través de la ventana va quedando atrás el Castillo de la Mota de Medina del Campo, pronto entrarán en la provincia de Zamora para seguir hacia la Puebla de Sanabria. Es Federico, está terminando una casa y negociando la reforma de otra para unos franceses que quieren quedarse a vivir en Galicia.

—Federico, voy camino de Orense.

—¿Vienes a verme?

—Claro, para que otra cosa iba a ir…

—Pues no sabes cuanto me alegro, porque te tengo preparada una sorpresa.

—¿Y eso?

—No te lo voy a decir hasta que estés aquí.

—Pues llegaré sobre las seis de la tarde…

—Te iré a buscar a la estación.

—No, mejor vete directamente al piso, así te doy más tiempo, además querré darme una ducha y descansar un poco…

—Pues estupendo, allí te veré sobre las siete o siete y media…

Fue poco el tiempo que Federico vivió con Gonzalo en el piso de Orense, después de las primeras semanas comenzó a quedarse con sus padres, argumentaba que eran mayores y no quería dejarlos solos, además tenía el trabajo fuera de la ciudad. Gonzalo pensó que era razonable lo que decía pero poco a poco se vio confinado entre las cuatro paredes de aquél piso esperando los fines de semana para ver a Federico. Por otro lado estaba su negocio de Madrid que había descuidado y necesitaba de su presencia.

Hablaron mucho sobre su situación y llegaron a la conclusión de que ninguno de los dos tenía derecho a imponer al otro su específica forma de vivir por lo que decidieron que Gonzalo se volviese a Madrid y establecieron un sistema de alternancia razonable visitándose mutuamente siempre que fuese posible. Resultó ser una buena solución, la separación aunque lacerante a veces les permitía felices reencuentros y la oportunidad de vivir dos situaciones diferentes enriquecedoras para ambos.

Aunque todo ha cambiado mucho a través de los años, Gonzalo sigue sintiendo la misma emoción que le nubla los ojos cuando comienza a pisar la tierra gallega, los años pasados tuvieron la intensidad del amor compartido y la determinación para no dejarse vencer por las reticencias de una sociedad cerrada que implícitamente les marginaba haciéndoles sin embargo más fuertes. Ahora— piensa — es todo lo contrario, aunque tampoco le gusta porque es reacio a movimientos y consignas que todo lo convierten en basura, si antes la represión impedía expresar los sentimientos en público ahora tampoco es partidario de reivindicar un orgullo innecesario desfilando con las vergüenzas al aire contoneándose con una boa de colores por el Paseo de la Castellana de Madrid.

El Talgo llega a su hora a Orense y Gonzalo cruza la estación hacia la parada de taxis. Al entrar en el piso la sensación es de frío y una cierta humedad, sube las persianas y entreabre algunas ventanas, está claro que Federico no ha ido por allí desde que él estuvo por última vez hace ya dos meses.

Una hora más tarde, después de darse una ducha caliente y descansar un rato tumbado encima de la cama suena el timbre y se levanta a abrir, Federico aparece en el dintel de la puerta sonriente y abraza a Gonzalo que nota la incipiente barba de Federico en su mejilla y el suave olor a la colonia que él siempre le trae de Madrid.

—¡Qué sorpresa!

—De repente me entraron ganas de venir a cenar contigo.

—¡Bien hecho! — le estrecha los hombros vigorosamente.

—Si quieres vamos ya a tomar algo, no he comido al mediodía.

—Claro que sí, pero antes tengo que hablarte de la sorpresa.

—¡Ah, claro!

—Bueno, más que hablarte…vamos a verlo. No hace falta que te pongas la cazadora, no vamos a ningún sitio, sólo coger el ascensor a la última planta.

Federico abre la única puerta que da acceso a un local diáfano que da la vuelta a todo el edificio, los techos son mucho más altos que en los demás pisos y está cerrado por paneles de cristal y aluminio desde el techo al suelo, las planchas de madera que dividían despachos y salones han sido quitados e incluso los baños desmontados.

—Esta es la sorpresa —indica Federico con la mano extendida hacia el espacio que se abre ante ellos —te acordarás que hubo aquí un club de hombres de negocios durante varios años y luego se cerró y ha estado vacío mucho tiempo, hace unos meses un poco por casualidad se me ofreció la oportunidad de comprar toda la planta a cambio de unas obras que llevo en el pueblo.

—Sí, recuerdo que me hablaste algo sobre ello, de pasada, sin especificar.

—Quería que fuese una sorpresa…imagínate que estupendo piso podemos montar, tú puedes tener tu propio estudio y yo el mío, además ya sabes que siempre he querido tener una biblioteca grande, con estanterías desde el techo al suelo, tiene múltiples posibilidades…

—El sueño de un arquitecto…

—Sí, mi sueño, y el tuyo.

—Federico, tengo setenta y cinco años…

—Y qué con eso…

—Pues que me falta tiempo…que, como decís los que os gusta el fútbol: estoy en el descuento…

—Pero realizaríamos un gran proyecto, fíjate en el potencial de todo esto.

—Ni siquiera vivimos juntos y además—mira a los ojos a Federico— no necesito, no quiero tener más cosas…no quiero ser esclavo de ellas, no quiero crearme necesidades, el tiempo de mis días, sólo eso es lo que me atrae, para sentir que pasa, para mirar y respirar, para gastarlo en las menudencias de la vida que cada vez son más importantes para mí.

El restaurante está cerca así que van andando por una de las viejas calles del centro, es un poco temprano y son los únicos que ocupan una mesa al fondo del salón. Contemplan la carta que ya conocen de otras ocasiones. Ambos eligen caldo y rodaballo con cachelos. Se miran en silencio y sonríen.

—No era mi intención atosigarte.

—Lo sé, es un proyecto bonito…a ti que siempre te rondan nuevas ideas por la cabeza tiene que hacerte mucha ilusión…

—Claro, pero no es el fin del mundo, quiero decir, si decidimos no hacerlo.

—Te lo agradezco Federico.

—Quien sabe, quizás cambies de opinión y si no es así maldita la gracia que me haría estar sólo en un espacio tan grande.

El camarero aparece con una botella de la Ribera Sacra que descorcha y sirve. Federico levanta un poco su vaso.

—A tu salud, gracias por venir, eso si que es una sorpresa…y un regalo.

—A la tuya.

Y charlan sin parar mientras el local va animándose con la presencia de turistas y naturales del lugar entremezclándose las conversaciones mientras los camareros vienen y van atareados en el servicio.