martes, 12 de mayo de 2009

8 - SENTIMIENTOS.

Las tres y veinte de la mañana señala el reloj a Gonzalo que se ha despertado de repente. Esto le viene sucediendo desde hace ya algún tiempo, cierra de nuevo los ojos y piensa si será cosa de la edad. Es una hora algo intempestiva pero se siente con ganas de levantarse aunque no lo va a hacer. Permanece quieto bajo el calor del cobertor aguzando el oído, en esta pausa de silencio tan difícil de conseguir viviendo en la ciudad no percibe sonidos de la calle ni tampoco del propio edificio excepto algún mínimo chasquido producido por la dilatación o contracción de las vigas o algún tenue siseo de las bajantes.

Cuando se desvela a estas horas le cuesta volver a dormirse, le invade una sensación indefinida de tristeza por todos aquellos que se fueron y que ahora pasan levemente por su cerebro en una procesión lenta y silenciosa que les trae del recuerdo procesándolos en un fotomatón rudimentario que apila las imágenes en la mente desdibujándose al poco y evaporándose entre otras en blanco y negro de acontecimientos que nunca hubiera juzgado importantes y sin embargo parecen relevantes en estas horas de la noche. A veces también vienen entrelazados con ellos alguna música olvidada, un soniquete que revolotea de un lado a otro repitiendo una absurda cantinela que al cabo también se apaga y se diluye como pequeñas burbujas de champán en la superficie de una copa.

Gonzalo sigue en ese duermevela hasta las seis de la mañana, poco a poco comienzan a definirse las cosas en la pálida luz que entra por la ventana y haciendo un esfuerzo se levanta, usa el baño, se echa un jersey por encima y prepara café en la cocina. Vive en un ático en la Cuesta de Santo Domingo y el inconveniente de no tener ascensor es compensado ampliamente por la terraza desde la que puede ver la parte alta del Teatro Real y un buen oleaje de tejados antiguos que se pierden hacia la Plaza Mayor.

Elige un poco de música de su amplio repertorio y comienza a oír a Giovanni Gabrieli "En Ecclesiis" de su Sinfonía Sacra seguido del Requiem de Ligeti.

Con la taza de café en la mano sale al frío de la mañana y revisa las plantas que reverdecen y se alegran con la primavera, algunas necesitan agua y va y viene desde la cocina regadera en mano; hay sobre Madrid esa neblina típica del amanecer que va disipándose al tiempo que aumenta el tráfico y se oyen los autobuses en mayor número.

Gonzalo ha vivido muchos de estos amaneceres en su vida, cuando de joven le faltaba tiempo para saltar de la cama y salir a respirar el peculiar olor del nuevo día mezcla de escarcha y olor a churros y café, recuerda las mañanas del invierno madrileño cuando tenían la cocina de carbón y le gustaba prender las astillas con cáscaras de naranjas secas para tener listo un buen fuego cuando su madre se levantaba en bata a preparar el desayuno.

Las largas sobremesas los domingos de verano, con la terraza abierta y el sol alegrando el comedor esculpiendo destellos anaranjados y de azul cobalto en los vasos tallados, entonces, después de pasar la mañana del domingo en El Rastro venían a comer los amigos de sus padres y entre las risas y el parloteo se oía de fondo el carrusel deportivo saltando de gol en gol por las ondas del aparato de radio; muchos de ellos también se ganaban la vida con sus tenderetes de la Ribera de Curtidores o en las calles aledañas, vendían ropa, quincalla, libros, pajaritos, herramientas, antigüedades con o sin valor, apreciadas o menospreciadas por la importancia relativa que el público da a las cosas dependiendo de su educación, sensibilidad o gusto. Era el primitivo batallón del reciclaje compuesto de una red oscura de chamarileros y traperos que peinaban Madrid cada día filtrando todo aquello que luego recalaba en aquel mercado de lo imposible. Gonzalo durante esos años de infancia y adolescencia aprendió a estimar el valor intrínseco y cambiante de las cosas.

Aquella generación envejeció y comenzó a desaparecer silenciosamente, muchos de los antiguos amigos de sus padres fueron sustituidos por los amigos de Gonzalo a los que su madre obsequiaba con paellas, croquetas, cocido madrileño o bacalao con tomate y patatas fritas, a los que aceptaron siempre y de los que aprendieron a sentirse jóvenes, a no quedarse estancados en un mundo que ya formaba parte del pasado para ellos.

Gonzalo sabe que ahora es él quien tiene que hacer el esfuerzo para intentar mantenerse al día, el tiempo — piensa— nos deja enseguida atrás, en un vuelo se han ido setenta y cinco años, un breve espejismo que ha sido largo y corto al mismo tiempo y le pone ahora en las puertas del último viaje, suena melodramático — sonríe— pero no por eso menos real. En la edad media se era viejo a los cuarenta años, enfermedades que hoy son rutinariamente curadas eran cuestión de vida o muerte no hace tanto tiempo, recuerda como siendo ya un hombre la gente de más de cuarenta años se presentaba desdentada, envejecida prematuramente, ahora si la suerte te sonríe se puede sacar un poco más de provecho a este billete sin retorno.

Toma un sorbo de café, el mismo sorbo que le ha reconfortado en épocas de soledad y en momentos de alegría y esperanza. Piensa en Federico, a estas horas también estará levantándose, silbando alguna tonadilla gallega, frotándose enérgicamente con la toalla. Vuelve a la cocina cerrando la puerta de la terraza, el sol se levanta detrás de los tejados, se sirve otra taza de café.

El dormitorio sigue teniendo la misma apariencia de los tiempos en que lo era de sus padres, los mismos muebles pero algún cambio salpicando la habitación, un cuadro impresionista sobre el cabecero de la cama, la imagen de la virgen y el niño en madera policromada sobre un pedestal envejecido con pan de oro; sobre la cómoda las viejas fotos de la infancia, las de la adolescencia, algunas del viejo rastro y el negocio familiar, escenas que no son muy diferentes ahora aunque sí la apariencia de las personas vestidas de un gris pobre, calada la boina los hombres y el pañuelo en la cabeza las mujeres casi todas de negro, también aquellas de los días del servicio militar después de jurar bandera, vestido de "sorchi" entre sus padres, y una del Biscuter que les liberó de los trenes de madera atestados de domingueros en sus salidas a Torrelodones o Villalba.

Para entonces los sueños de su madre ya se habían desvanecido, ella hubiera querido que su único hijo conociese a una buena chica, se casara y le permitiera tener algún nieto pero Gonzalo que no guardaba secretos a sus padres tuvo que sacar fuerzas de flaqueza y contarles que su mundo era otro y los objetivos de su corazón muy distintos. Ellos supieron estar a la altura de las circunstancias y aceptarlo con un criterio que se adelantaba en muchos años a su tiempo y para lo cual Gonzalo no tuvo más que gratitud que sigue guardando aunque la vida los separó hace ya muchos años.

Después de ducharse y vestirse deja que la casa se alegre con los compases impetuosos de La Valse de Ravel y de repente sin meditarlo más allá de unos segundos toma una rápida decisión, mete un par de mudas en una bolsa de deportes, un pantalón y una camisa de refresco, la bolsa de aseo y un par de zapatos y calcetines. Echa un vistazo a la casa, baja las persianas y sale a la escalera cerrando la puerta con llave.

Ya en la calle marca el número de Manolita en el móvil.

—¡Hola Gonzalo, buenos días!

—Hola Manoli…¿Cómo estás?

—Pues de camino al estudio, justito en la Plaza de Cascorro y con ganas de tomarme un café…

—Manolita…

—Dime…

—¿Te parece bien que me vaya un par de días a Orense y te deje con todo?

—¿Nostalgia, o mejor debería decir morriña?

—Pues sí Manoli…morriña…

—Te envidio Gonzalo…

—¿Porque hago lo que quiero?

—Tú sabes que no es sólo por eso, envidio que aún tengas ilusión por las cosas y las personas.

—Manolita, llegarás a mi edad y te darás cuenta que a pesar de las arrugas, de que el cuerpo no responde ni pide las mismas cosas que a los treinta años sigue sin embargo preso de los sentimientos y el amor, la emoción y las ganas de seguir respirando un poquito más, eso si la vida no te ha abierto en canal y te desangras lentamente sin consuelo y el dolor no te permite disfrutar de esas fruslerías tan queridas, cambiantes y etéreas.

—Te noto poético.

—Espero que dure.

—Deja todo en mis manos pero os quiero ver a los dos el sábado en el guateque.

—Haré lo que pueda, aunque ese hombre está muy apegado a su tierra.

—Tráele de una oreja…

—¡Buena idea!

—Feliz viaje.

—Gracias, llámame para cualquier cosa…

—Así lo haré.

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