martes, 12 de mayo de 2009

12 - PLAYSTATION.

Mueve las piernas Max Payne en todas direcciones mientras las calles, las naves industriales, los balcones herrumbrosos, el cielo opaco y oscuro avanzan hacia él cada vez a más velocidad y los edificios de ladrillos púrpura se estrechan y Max se abre camino disparando su fusil automático, saltando los obstáculos mientras sus manos aprietan el gatillo frenéticamente y gira, se contorsiona, cruza la falta de gravedad del espacio virtual desplazándose de terraza en terraza, flotando en las distancias imposibles, dejando atrás una ciudad vacía, fantasmagórica y en ruinas en donde el enemigo desintegra el paisaje urbano del que Max Payne siempre sale ileso.

Más tarde es Ninja Gaiden quien irrumpe en escena en lucha feroz con sus enemigos acorazados, un único rugido profundo y ronco entre las espadas que se cruzan y chocan produciendo ascuas luminosas que se reflejan en los rostros robóticos de ojos rojos y colmillos ensangrentados.

Manolo decide relajarse con Need for Speed y se adentra en la competición de automóviles que se entrecruzan, aceleran, se acosan en calles laberínticas en donde chocan frontalmente despedazándose en jirones de chapa, ruedas que rebotan sobre el parabrisas, fuegos producidos por depósitos de combustible desguazados que vierten oleadas de gasolina inflamada envolviendo en su núcleo amarillo coches, tiendas, peatones, autobuses, puentes, edificios… y paulatinamente los sonidos comienzan a formar un todo homogéneo en el que el nivel de decibelios embota sus oídos y se convierte en una neblina sonora dificil de calificar al igual que los destellos de la pantalla y las gamas de colores impactantes se difuminan en los ojos adormilados que acostumbrados a la rutina del juego siguen abiertos atentos a la esquizofrenia de la pantalla pero al mismo tiempo se van cerrando acunados por la resaca de los estimulos visuales repetidos que ya no parecen interesar al cerebro.

Sale de repente del estupor, de ese aturdimiento momentáneo y apaga la Playstation, se quita los cascos y contempla el techo conocido de su habitación. Pasea la vista por las paredes en las que poco ha cambiado desde los días de la universidad, los posters de Star Trek, del capitán Marvel o El Señor de los Anillos, algunas fotos de los videojuegos que ya son historia, las camisetas japonesas del Manga que fue coleccionando. Hasta estuvo en la Plaza de Callao en lo que fue la primera celebración del día del orgullo Friki, y ya estaba metido en la treintena.

En un rincón junto al armario descansa la tabla de surf con el traje de neopreno y una foto del cuatro por cuatro que es todo su patrimonio. De un tiempo a esta parte —piensa— su habitación le produce una melancolía que antes no sentía, comprende que tiene que dejar atrás todo eso, que ahora trabaja en una empresa con responsabilidades, que su jefe le ha propuesto salir al mundo. Eso le da un poco de miedo pero al mismo tiempo es la mejor manera de cambiar de una vez su terca rutina.

Ha vuelto de la oficina y como casi todas las tardes se atrinchera en su habitación cómodo y frustrado, pensando que la soledad de la que le habla su padre cuando tenía su edad es la misma que él siente a pesar de tantos colegas, compañeros de trabajo, correos, móviles, información, contactos…a veces sumerguirse en los videojuegos es suficiente para pasar esos ratos en los que la habitación se convierte en un espejo en el que se refleja únicamente su imagen callada, seria y a veces desconocida. Pero otras la ansiedad por romper su propia burbuja es tan grande que correría al coche y no pararía hasta llegar al estrecho, a la caricia del fuerte viento poco amable pero envolvente que le empuja mar afuera, hacia la conjunción de agua y cielo que siempre permanece delante.

Jugando con el teléfono van pasando en orden los nombres de sus amigos de abajo a arriba, el de ella aparece subiendo por la pequeña pantalla y sin pensarlo aprieta el botón de llamada.

Manolo decide llevar a Manolita al bar donde a estas horas de la tarde estan reunidos los amigos calentando motores para el partido que ya es tema exclusivo de conversación entre todos, al entrar son recibidos por un grupo que jalean un video de su equipo puesto en el televisor. Entre varios de sus amigos están también sus compañeros de trabajo Nicolás, Maribí y Silvia que estrecha la mano de Manolita mirando a Manolo con ojos inquisidores.

Manolita acepta una caña de cerveza que se le ofrece sin entender nada de lo que se habla entre los gritos de los aficionados y el volúmen insólito del aparato de televisión, uno de los amigos coloca sobre los hombros de Manolita una bufanda con los colores del equipo.

Entre el diálogo de los goles, las expectativas de victoria, los fichajes y las posibles combinaciones estratégicas para doblegar al enemigo merengue Manolo piensa si habrá sido buena idea traer aquí a Manolita…que por cierto le sigue gustando un horror, dando botes uncido a sus otros compañeros que agitan las bufandas su campo visual sube y baja sobre las caras de las chicas, todas muy apetecibles, pero encuentra que Manolita tiene algo que al mirarla le produce una convulsión interna, una extrasístole amenazadora y grata que le rompe los esquemas sean los que sean dejándole la mente en blanco.

Ya en marcha el segundo partido en el video empieza otra ronda de cervezas y llegan algunos rezagados.

—¡Qué te parecen mis amigos!— vocifera Manolo—.

—¡Muy simpáticos!

—¿Te gustaría hacer alguna otra cosa?

—Podríamos ir a dar una vuelta, andar un poco por ahí…

Abrazos. Besos. El aire de la calle reconforta, atardece pero aún queda un buen rato de sol, bajan andando hacia Cibeles, Manolo baraja qué decir pero no acierta a pronunciar palabra.

—¿Te gusta el Museo del Prado?— pregunta Manolita—.

—Pues sí, aunque hace mucho que no he estado, bueno, casi desde antes de la universidad, pero sí, si que me gusta.

—¿Algún pintor en especial?

—Pues…Velázquez, el cuadro de las lanzas…

—La Rendición de Breda.

—Ese.

—¿Te apetece que nos acerquemos un ratito?

—¿Al museo?...estará cerrado…

—Ahora está abierto hasta las ocho de la tarde.

—¡Ah, qué bien! No lo sabía.

—Pues vamos, te presentaré a una amiga.

—¿A una amiga? ¿Trabaja en el museo?

—No exactamente.

Bajan hasta Colón y cruzan al otro lado del Paseo de Recoletos entre algunos grupos de turistas que se paran en los puestos de litografias, carteles de toros con un hueco en blanco entre dos toreros afamados: "Ponga su nombre aquí", baratijas, toritos, bailaoras de trapo, postales, cerámicas.

—No les queda mucho tiempo— advierte el funcionario —.

—Sólo vamos a dar una vuelta —sonríe Manolita —.

Las salas están medio vacías, algo maravilloso y poco frecuente en los últimos tiempos. Algún banco de japoneses que navega acompañado por el guía de la banderita desplazándose en oleada de un extremo al otro de las salas y poco más.

—Mira, las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela ¡Qué guapas están!

—Un poco encorsetadas…

—Estaban posando para la posteridad, además tenía que verse que eran hijas del hombre más poderoso de la tierra y de su bella esposa Isabel de Valois.

Pasan fugazmente por el laberinto de salas deteniéndose muy brevemente ante algún cuadro hasta llegar a la extensa creación de Francisco de Goya: La condesa de Chinchón, La Familia de Carlos IV, El quitasol, El cacharrero, La carga de los mamelucos, Don Gaspar Melchor de Jovellanos…Los duques de Osuna y sus hijos, donde Manolita se detiene frente al lienzo mirándolo despacio y en silencio, Manolo, a su lado, observa también el cuadro que le resulta conocido.

—Te presento a los duques de Osuna y sus hijos y en especial a la duquesa doña Josefa Alonso de Pimentel—indica a Manolo que observa el cuadro con seriedad—.

—Ah, pues encantado, esta es la amiga que querías presentarme…

—Sí ¿Qué te parece?

—Pues no sé…

Manolita le sonríe y permanece un buen rato mirando el lienzo mientra Manolo, perdido el interés inicial deambula por la sala mirando otros cuadros.

—¿Te apetece tomar algo?—pregunta Manolita— podemos acercarnos al bar del Palace aquí enfrente.

Comienza a anochecer cuando atraviesan la entrada del hotel y suben las escaleras alfombradas hacia el salón redondo con la cúpula de cristal donde toman asiento en una mesita baja al lado de las columnas pareadas. Enseguida se les acerca un camarero. Del otro lado de la estancia les llegan las notas al piano del Arabesque de Debussy.

Manolo toma su cerveza mientras ella espera que se enfríe un poco el té moviéndolo con la cucharilla. Estarán allí más de una hora, casi sin hablar, mirando alrededor, mirándose sin mirarse, sonriendo y no sabiendo muy bien que decir.

Manolo entra en casa y se va directamente a su habitación, se sienta y mira alrededor, oye el sonido de la televisión que sus padres ven en el salón. En la penumbra, sin encender las luces, sólo con la que entra desde la calle puede reconocer todos sus objetos queridos, sus fetiches, acompañantes durante muchos años en los cambios de la edad y la cultura.

Se levanta y lentamente comienza a desprender de las paredes todos aquellos símbolos, dibujos, consignas apilándolo en un rincón. No tiene prisa, mañana es sábado y no hay que madrugar, puede pasar toda la noche de limpieza hasta que las paredes queden desnudas, hasta que el pasado haya desaparecido sin dejar ningún rastro.

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