viernes, 28 de agosto de 2009

21 - SOUTH SAN FRANCISCO.



Ya en la autopista se excusa por haberse dormido pero Lupe le hace ver que en tres o cuatro días se le pasará y estará completamente adaptada al nuevo horario de California. La bahía muestra aquí su lado industrial, desguace de barcos, panificadoras, almacenes de todo tipo de productos, flotas de camiones para el transporte de cemento, sin excluir plantas dedicadas a la biotecnología, ordenadores, electrónica y programación. Muchas otras parcelas son ahora zonas semiderruidas en las que aún quedan en pie algunos edificios de ladrillo que en otro siglo fueron fábricas de herramientas y máquinas, industrias y servicios que ya no tienen cabida en el mundo de hoy, edificios oscuros, de ventanas rotas cercados de alambradas tumbadas por la intemperie o por algunas personas sin techo que encuentran así un precario refugio nocturno. Grandes zonas que estuvieron ocupadas por viveros de gardenias y orquídeas y que han ido cediendo a la expansión urbana de apartamentos y casas y la proximidad del aeropuerto que ha traído consigo a empresas de transporte y aviación.
Es casi mediodía y la niebla tiende a quemarse despejando el horizonte, enseguida salen de la autopista dejando a la derecha el cartel que anuncia el restaurante italiano "Bertolucci´s" que— explica Lupe— ha estado allí desde mil novecientos veintiocho y fue especialmente conocido y celebrado durante los años sesenta y setenta.
Muy cerca está la nave industrial de "Huertas Pruduce" en realidad varias naves que ocupan una gran extensión. El logotipo está pintado en verde en la fachada, simplemente esas dos palabras un poco inclinadas hacia la derecha. Una de las naves dispone de una docena de muelles de carga y descarga de los cuales hay ocupados seis por camiones contenedores de dieciocho ruedas. Aparcan dentro del edificio y comienzan a andar entre pasillos de pallets mientras las carretillas elevadoras circulan con gran precisión de movimientos entre el laberinto de mercancías.
En la parte central hay una amplia oficina de cristal elevada del suelo desde la que se puede observar todo el gran espacio. Les recibe en la puerta con una amplia y blanca sonrisa un hombre atlético de unos sesenta años, de ojos negros y brillantes, inquisitivos, de cara curtida, atezada, cubierta de grietas que se profundizan al sonreír y que revelan una vida expuesta a la intemperie.
—Usted debe de ser don Rosalino Sánchez — le da la mano Manolita—.
—Sí, yo soy el padre de Lupita.
—Encantado de conocerle.
—El gusto es mío, señorita.
—¿Guapa la española, eh papá?
—¡Híjole, para que te cuento!...Pero yo la imaginaba más mayor…
—Mi padre piensa que yo tengo todavía doce años…
—Pues lo considero un halago— contesta Manolita—.
Don Rosalino ofrece café, bebidas, pero ninguna de las dos tiene ganas de tomar nada; sin más preámbulos comienza a dar una idea a Manolita sobre todo lo que ve alrededor.
—Pues todo esto es el negocio del señor Huertas del que yo tengo una alta participación y ahora también mi hija Guadalupe. En síntesis nosotros importamos productos de alimentación mejicanos y ahora también de la mayoría de los países centro y sudamericanos a los Estados Unidos, como sabe la cultura de los países hispanohablantes se extiende cada vez más y parte de esa cultura lo forma indudablemente la cocina a través de sus productos alimenticios. Tenemos nuestros propios medios de transporte y distribución y lo que es más importante cuidamos mucho la calidad a la hora de importar. El señor Huertas empezó desde abajo yendo a las empresas, interesándose por sus productos, todo lo que pasaba por sus manos tenía que ser de lo mejor en su género. Ahora somos una empresa fuerte y llegamos también a Canadá. Así que ya sabe sobre poco más o menos lo que hacemos desde que nos levantamos y cualquier pregunta que tenga será siempre contestada por nosotros con todo lujo de detalles.
Pero usted Manolita ha venido aquí con otra misión, muy importante, digamos desde el punto de vista espiritual para mi jefe el señor Huertas; quizás se haya fijado que ocupamos un buen terreno de esta zona industrial al sur de San Francisco, tenemos varias naves, esta en la que estamos es la principal y se dedica al almacenamiento y posterior distribución, luego hay otras dos que son grandes frigoríficos para productos congelados y perecederos, una más para el mantenimiento de los equipos y otra pequeña para uso privado del señor Huertas, allí almacena recuerdos, obras de arte y dispone de un despacho aunque realmente hace tiempo que no lo usa. No hace todavía muchos años pasaba gran parte de su vida en este entorno, en su cabaña, como él llamaba a esa nave, entre esas paredes se olvidaba del negocio concentrándose en las obras de arte, recuperando cuadros que apreciaba no siempre por su valor artístico sino porque le recordaban una situación, un pueblo de su amado Méjico, un viaje.
Ese será su entorno de trabajo, es tranquilo, dispone de aire acondicionado, cocina, servicios y dos dormitorios totalmente equipados, pero no estoy diciendo con esto que se quede a dormir ahí, su habitación en el hotel Fairmont está reservada durante todo el tiempo que permanezca entre nosotros, naturalmente. Pero bueno, basta de charla, mi hija le llevará ahorita a verlo y a la vuelta ya me dará sus impresiones.
—Gracias —sonríe Manolita— y sale con Guadalupe en dirección a la nave.
El espacio rectangular está dividido en dos partes, en una de ellas, tal como dijo el padre de Lupe, el despacho, la cocina, dos baños completos y las habitaciones; en el otro, separado por una puerta corredera de cristal, el resto de la nave que es considerablemente grande y de altos techos con profusión de focos de iluminación bien distribuidos y en la que se acumulan en estanterías y contra la pared todo tipo de objetos de arte, esculturas, cuadros, jarrones, cerámicas, arcones, espejos, trabajos de forja…
—La mayor parte de lo que hay aquí proviene de subastas, de antiguos edificios civiles pero también de iglesias; muchas imágenes y cuadros han venido de Méjico, pero otros han pasado de generación en generación a través de las Misiones de California, conoces las Misiones ¿Verdad?
—Muy por encima, creo que en los programas de historia de los colegios se considera un tema menor… y en la universidad tampoco lo tocamos…
—Una pena, mira — Lupe extiende un mapa en colores de la costa de California en la que están detalladas las misiones recorriendo con el dedo la costa desde la frontera con Méjico— San Diego, San Luís Rey, San Juan Capistrano, San Gabriel Arcángel, San Fernando Rey, San Buenaventura, Santa Bárbara, Santa Ynez, La Purísima Concepción, San Luís Obispo de Tolosa, San Miguel Arcángel, San Antonio de Padua, Soledad, San Carlos Borromeo, San Juan Bautista, Santa Cruz, San José, Santa Clara, San Francisco de Asís, San Rafael, San Francisco Solano de Sonoma…como ves, unas cuantas…hoy están todas reconstruidas y en algún momento tendrás que visitarlas…de todas formas, las mejores piezas, las obras restauradas no están en esta nave sino en la finca del señor Huertas en las Montañas de Santa Cruz junto al Valle de Santa Clara.
Sus artistas preferidos son los de la escuela española, de los siglos XVII y XVIII Baltasar de Echave, Juan Correa, Cristóbal de Villalpando, Miguel Cabrera, José Antonio de Ayala, Sebastián López de Arteaga… no es muy aficionado a la pintura mural o la pintura revolucionaria, ni tampoco a las tendencias modernas, su mundo está apegado al pasado y muy cercano a la religión de sus mayores en la que encuentra consuelo. Guadalupe destapa el cuadro de El Santo Niño de Atocha y acerca una silla a Manolita que se sienta enfrente de él.
—Pues aquí lo tienes—señala con las dos manos— te dejo sola un rato para que le eches un vistazo y vuelvo en una hora ¿Te parece? Voy entretanto a ver que se cuece en la empresa.
Manolita mira alrededor y se sorprende del relativo silencio de la estancia teniendo en cuenta el ajetreo exterior. Luego se concentra en el cuadro: una mirada a ojo de buen cubero le indica que el cuadro debe de tener una altura de 180 cm. por 130 o 140 cm. de ancho, el marco está bastante deteriorado y en cuanto a la tela, saca un cuadernito del bolso y toma unos apuntes. Se acerca y mira con detenimiento algunos puntos del lienzo, sin prisas, subiendo y bajando la mirada en un recorrido pormenorizado de la superficie.
Luego vuelve a sentarse, permanece mirando el cuadro desde la distancia y se levanta de nuevo para acercarse a la tela. Hace esto varias veces hasta que finalmente se dirige a uno de los ventanales desde los que se ve la nave principal un poco alejada, entremedias hay una ancha calle con dos filas de chopos lombardos que actuan de colchón dando un aspecto más amable al polígono industrial. Por la puerta entran hablando padre e hija que sonríen a Manolita.
—¿Qué impresiones ha sacado? —sonríe don Rosalino—.
— Primero me gustaría que me ayudasen a dar la vuelta al cuadro, quiero verlo por detrás.
Entre los tres mueven el cuadro dándole la vuelta, Manolita lo mira detenidamente y pasa un dedo por el bastidor. Luego vuelven a poner el cuadro en su posición original.
—El cuadro no está en muy malas condiciones pero sí algo deteriorado—dirigiéndose a los dos— la técnica usada es la de pintura al óleo aplicada a pincel sobre tela de cáñamo de trama cerrada colocada correctamente al sentido de la obra, el bastidor es de madera de cerezo sin travesaño ni cuñas y en buen estado de conservación, la preparación es artesanal y está bien adherida a la tela y a la capa pictórica aunque tiene algunas pérdidas.
La tela está avejentada y tiene algunos pequeños rasgados y lagunas, también tiene algún deshilado en las bandas, está bastante destensada y hay manchas de color oscuro y mucha suciedad superficial. También hay varios craquelados en la capa de preparación. En cuanto a la capa pictórica es en general de colores cálidos, tierras, rojos y blancos, la textura de la pintura es lisa y delgada. Hay falta de capa pictórica en las zonas de rasgados y lagunas del soporte de tela. En la superficie hay mucho polvo y residuos que pudieran ser cualquier cosa, da la sensación que la obra se ha movido bastante desde que se pintó.
—Todo eso parece muy interesante pero ¿Le ve buen remedio para yo poder decírselo al señor Huertas?
—En circunstancias normales nosotros haríamos primero un estudio fotográfico del estado de conservación con luz rasante y ultravioleta, una radiografía para ver la estructura interna de la obra y así ver los deterioros no detectables a simple vista, también se suele hacer en obras importantes la reflectografía infrarroja que muestra los dibujos previos si es que los hubiere, las discontinuidades y estucos añadidos al original, datos sobre la técnica del pintor, y también se suele realizar un estudio químico de la obra para analizar los materiales.
—Pero no se asusten —sonríe Manolita— creo que se puede hacer un buen trabajo sin recurrir a estas técnicas de las que les hablo. Creo que primero hay que limpiar bien el polvo superficial de la obra, luego hacer un empapelado de protección de la capa pictórica, desmontar el bastidor, aplanar y proteger los rasgados, limpieza del reverso de la obra en seco, aplanado general, entelado sobre tela de lino, presentar y montar en un nuevo bastidor de tipo español con cuñas y travesaño, eliminar el empapelado, y después limpiar la capa pictórica, barnizado de protección, estucado de las zonas de pérdida pictórica , un barnizado intermedio y otro final…
—¡Órale! ¿Y todo eso lo va a hacer usted sola?
—Sí—ríe Manolita— bueno, necesitaré algunas herramientas y productos…y tiempo.
—¡Usted pida lo que necesite! ¿Y cuanto tiempo?
—Pues no lo sé…tres meses, seis meses...
—El tiempo que necesite y cuente con nosotros para todo.
—Pues me pondré en contacto con mi jefe en Madrid y mañana mismo puedo empezar, si es que consigo despertarme por la mañana…

20 - LA TORMENTA




Guadalupe acompaña a Manolita al hotel Fairmont, son apenas las diez de la noche, la despide en el salón de entrada y sube a su habitación cerrando tras de sí y desplomándose en la cama vestida. Apenas tiene tiempo de quitarse los zapatos que quedan sobre la colcha sin retirar mientras ella entra instantáneamente en un sueño profundo.
Doña María Josefa de la Soledad, Duquesa de Osuna, Condesa Duquesa de Benavente entra airosa, con paso decidido en la luminosa habitación orientada en la dirección solar en donde recibe a modistas y peluqueras, donde intercambia pareceres sobre sombreros, diseños, modas; en el centro una gran mesa donde poder extender las telas y los vestidos sin agobios, donde ver patrones y modificar detalles. En los lados dos grandes armarios llenos de trajes y sombreros, corpiños, faldas largas y abiertas, drapeadas, un par de aparadores con herramientas de trabajo y cajones con guantes y mantillas, velos y un sinfín de medias.
Acaba de llegar a "El Capricho" después de traquetear por el camino polvoriento que le ha traído de Madrid, unos nueve kilómetros nunca exentos de peligros como refleja uno de los encargos que los duques hicieran a Don Francisco "Asalto de Ladrones" que cuelga en uno de los laterales del salón principal con su escalofrío de violencia y muerte en el camino, canallas y bandidos infestando todas las vías y que una vez en sus manos la suerte está echada, la compasión nunca va a pasar por sus cabezas aunque fuera abundante el botín; la histeria, el terror de una posible violación, el apuñalamiento frío y certero sin piedad, el trabucazo descerrajado a quemarropa se adivinan en la escena violenta del cuadro. Esta imagen atrae e impresiona a la duquesa que a menudo tiene que verse en el brete de desplazarse a sus citas como la que había tenido que hacer unas horas antes yendo a la Junta de Damas de la Sociedad Económica de Madrid.
Con todo, no son sus salones mortecinos o lúgubres, muy al contrario, se inspiran en las tendencias del Rococó Francés cercano a Fragonard pero con un toque distintivo, algo ácido, un toque de realismo español que a través de la obra de Goya se hace hueco en ese sueño pastoral francés de colores cremosos y escenas amables.
—¡Vengo furiosa! —exclama dirigiendo la mirada a Manolita que mantenía la vista perdida sobre los parterres del jardín y se ha dado la vuelta dirigiéndose al centro de la habitación donde dos criadas jóvenes ayudan a la duquesa a desembarazarse del amplio sombrero coronado de lazos azules y una pluma de garza que se curva elegantemente desde el centro del sombrero hasta tocar el borde—.
—¡Por la junta!— explica a Manolita — por la decisión de hacer llegar las vacunas a la mayor cantidad posible de gente, incluso la de Alba está de acuerdo conmigo, tengo que admitir que en estas cosas siempre coincidimos, no en otras muchas que nos pilla siempre enfrentadas, las dos de uñas…pero estaban allí esos dos pánfilos de médicos que trataban de convencernos de que es peligroso, que la técnica es demasiado nueva y que además puede ser anticristiano…¡Habráse visto! Mi amiga Lady Holland se levantó airada diciéndoles que en Inglaterra se aplican las vacunas y están dando buenos resultados, pero como quien oye llover…lo malo es que hay muchos médicos en esta bendita España que opinan lo mismo.
—Las vacunas son muy importantes, esenciales en muchos casos— responde Manolita—.
—Lo sé, lo sé… el problema es que en este caso necesitamos la aprobación de los médicos, no así en otras materias, y nos estamos dando contra un muro…no puedo con la estupidez, la superstición y la hipocresía…
Entran en la habitación dos nuevas criadas con una cesta rectangular de grandes dimensiones pero liviana por la aparente facilidad con que la llevan entre las dos dirigidas por un ama de llaves entrada en años. La depositan sobre la mesa y levantan la tapa sacando de su interior varios paquetes primorosamente envueltos. La duquesa indica a las criadas que vayan abriéndolos, son los vestidos confeccionados llegados de París, la duquesa ríe ilusionada y despliega delante de Manolita algunos de los modelos: transparencias, luminosidad, densidad, colores, pliegues y ondulaciones, encajes, sedas, cintas de profundo azul, rosa, pastel, pequeñas flores bordadas, que extraen un lenguaje social de las telas, que imprimen un estilo francés a ese envoltorio sutil que ocupará un cuerpo español, que sacará a la luz connotaciones, implicaciones, evocaciones eróticas como las que por otro lado también puede producir una chaqueta de maja, de aspecto dulce y truculento como la misma España.
La duquesa sabe muy bien, como todas las damas de su época, de la importancia y valor de los vestidos a la altura de Londres y París y por eso desde la Reina María Luisa al frente de la escala social los encargos se hacen en esas ciudades de la moda, los importantes, los que se lucirán como primicias dejando los menores para las modistas locales.
—Anda, pruébate alguno— insiste la duquesa viendo que Manolita mira fascinada a su alrededor sin decir palabra—.
Se prueba uno liviano, vaporoso, una muselina de seda blanca de talle muy alto adornado por una cinta azul y blanca, escote discreto y mangas por encima del codo.
—Te queda muy bien, déjatelo puesto, está al llegar Luigi, hoy tenemos concierto y quiero que mis amigas admiren tu juventud y tu belleza.
Desde los jardines llega el sonido de las ruedas de los carruajes, las risas de las damas que descienden de ellos, de los caballeros que les acompañan hablando más alto, engolando un poco la voz para captar la atención, para dejarse oír por sirvientas y criados. La duquesa coge de la mano a su invitada y sale a recibirlos, hace las presentaciones de su joven amiga desconocida por todos pero a la que halagan con la mejor de las sonrisas y la admiración de las damas hacia el vestido y la cara fresca, resplandeciente, algo diferente a las que están acostumbradas a ver.
Pasada la espléndida biblioteca con más de veinticinco mil volúmenes muchos de ellos de literatura inglesa, que pretenden donar a su muerte a la nación pero a lo que el gobierno se opone arguyendo que está llena de libros prohibidos por la Inquisición, se sitúa la sala de música donde ya están afinando los instrumentos y Boccherini hablando animadamente con el duque. En una de las esquinas dos criadas hacen guardia a ambos lados de una mesa adornada con búcaros de cristal de La Granja, arreglos de flores recién cortadas del jardín, alrededor un completo servicio de té y chocolate además del nuevo competidor: el café, introducido recientemente desde Italia y que ya hace furor en Barcelona y Madrid. Pastas inglesas y nacionales, pestiños, churros, buñuelos, bombones y chocolates ingleses.
Muchas de las damas se reúnen alrededor de los platos alabando con mohines la delicadeza y dulzura de la merienda que se extiende delante de ellas, las criadas atienden respetuosas y diligentes las peticiones de ese revuelo de colores, encajes, perfumes y risas que como una espuma de mar va y viene burbujeante envolviendo la sala de música.
Boccherini atiende con solicitud al duque pero no está en el mejor de sus momentos, hace poco que ha muerto su mujer Clementina dejándole al frente de su prole. Sin embargo anuncia al duque que esta tarde va a estrenar para él y la duquesa un quinteto compuesto en Arenas de San Pedro. El duque lo agradece y se muestra especialmente receptivo con su amigo en las presentes circunstancias al que por otro lado apoya y aprecia desde que se conocen.
La batahola de conversaciones y risas disminuye y damas y acompañantes van tomando asiento alrededor del quinteto de cuerda, dos violines una viola y dos violonchelos en lugar de dos violas, al gusto de Boccherini. Se hace el silencio, en el ínterin resuena un prolongado trueno precursor de una tormenta de verano que se acerca.
Los instrumentos como un milagro mágicamente repetido comienzan a inundar la sala con las vibraciones del espíritu de su compositor. Sobre la estancia cae la penumbra de los negros nubarrones, las notas saltan alegres de los violines a los chelos, se entrelazan en el sonido de la viola y se magnifican sobre los altos techos, resbalando por los cortinajes como las gruesas gotas que comienzan a tamborilear a ambos lados de los parteluces de los grandes ventanales. El trallazo de una chispa restalla contra las paredes de la habitación en fogonazos de claros y oscuros que se reflejan con tal viveza en los cuadros que la tormenta parece venir de sus fondos de bosques y montañas. Los arcos se deslizan con energía mientras los dedos caminan por los trastes con diligencia, sabiendo perfectamente el camino que tienen que recorrer. La tormenta arrecia, dos hojas de ventana se abren dejando entrar con estrépito el sonido de un trueno cercano y los remolinos de aire que acompañan a la lluvia, escapan de sus atriles las partituras que suben como palomas hacia los querubines pintados en el techo cayendo poco después sobre las cabezas de las damas y los caballeros que las recogen al vuelo. Pero no por eso cesa la música que Boccherini sigue dirigiendo con ímpetu ante los anfitriones y sus invitados.
Manolita, como tantas veces, se despierta de repente, con las notas aún sonando en sus oídos, entreabriendo lentamente los ojos mientras la música se hace más lejana, se desprende de su somnolencia y se retira hacia los pabellones lejanos donde sigue la tormenta, hacia otro mundo, otra dimensión perdida, que sólo pertenece a los sueños.
Mira el despertador sobre la mesita de noche: las 2:45 AM calcula que lleva más de cuatro horas durmiendo, el cambio de horario va tocando fondo, nota que está vestida, que el cansancio después de cenar con Lupe le impedía mantenerse en pie. Se levanta y va al baño, vuelve entre los vapores del sueño y se queda mirando la maleta abierta sobre el sofá, se desnuda y saca uno de los camisones que se pone volviendo a la cama, cubriéndose con la manta ligera hasta los hombros. Afuera, desde algún lugar que aún no sabe determinar llega el sonido de dos sirenas, las mismas que oyera la noche anterior y que le indican que la niebla sigue cubriendo la ciudad, o al menos la entrada del Golden Gate. El sonido de una es aflautado y el de la otra profundo, se imagina con los ojos cerrados a un león marino y una gran ballena tocando largos clarines como las que llevaban aquellos pajes en las películas medievales a las que solía ir con sus padres de pequeña.
Lupe baja por Jones a través de parte del Tenderloin para cruzar Market y enfilar la sexta avenida que les llevará al comienzo de la autopista 280. No dice nada, deja que Manolita se despierte del todo con el escenario que pasa a ambos lados del automóvil, a la izquierda una fila larga de turistas hace cola en la acera para entrar en Dottie´s uno de esos lugares que se han puesto de moda y en el que hay que esperar como poco treinta minutos para conseguir una mesa, el espacio es reducido y la preparación de la comida lenta lo cual hace que la calidad sea mejor pero que el desayuno se prolongue más de una hora.
En la parte derecha un par de camiones de basura vacían los contenedores ralentizando el tráfico al tiempo que la calle se estrecha en varios tramos ocupados por máquinas y obreros que cortan trozos de viejo asfalto agrietado por el tiempo y extienden capa sobre capa de otro nuevo, humeante, por el que circula lentamente una pequeña apisonadora sellando el remiendo.

A lo largo de la sexta avenida las aceras se van llenando de personas que van a sus trabajos, de madres con varios niños de la mano en la tarea diaria de llevarlos al colegio. Lupe arranca por fin en el último semáforo y enfila la autopista subiendo la rampa que enlaza con la 280.