miércoles, 27 de octubre de 2010

31 – PESCADERO.

How calmly does the orange branch

Observe the sky begin to blanch

Without a cry, without a prayer

With no betrayal of despair

Some time while light obscures the tree

The zenith of its life will be

Gone past forever

And from thence

A second history will commence

A chronicle no longer gold

A bargaining with mist and mold

And finally the broken stem

The plummeting to earth, and then

And intercourse not well designed

For beings of a golden kind

Whose native green must arch above

The earth´s obscene corrupting love

And still the ripe fruit and the branch

Observe the sky begin to blanch

Without a cry, without a prayer

With no betrayal of despair

Oh courage! Could you not as well

Select a second place to dwell

Not only in that golden tree

But in the frightened heart of me

Night of the Iguana – Tennessee Williams

Alan sujeta de un brazo al señor Huertas que con el otro se apoya en Manolita. Se sientan ambos en la parte de atrás y el joven chófer cierra las puertas y se coloca al volante mientras Rosario permanece de pie contemplando la maniobra del automóvil que enfila hacia la estrecha carretera entre un crepitar de pequeñas ramas bajo sus ruedas.

Rosario dice adiós levantando la mano y se vuelve hacia el interior de la casa mientras Alan enciende las luces y el señor Huertas suspira y sonríe complacido contemplando el bosque de sequoias y abetos que oscurece con su altura la pequeña carretera que desciende entre constantes curvas hacia la costa.

—Sabe señorita, tengo que darle las gracias. Salgo muy poco y su visita me proporciona la excusa de volver a pasear por estos bosques, de llegar hasta el mar.

—Las gracias se las doy yo señor Huertas, todo esto es nuevo para mí y tenía muchas ganas de conocerle.

—Toda esta extensión hasta el mar, estas oleadas de monte que descienden por lo que se llama el Skyline Boulevard forma parte de varios parques: Castle Rock, San Lorenzo, Portola Redwoods, Pescadero Park… es una delicia contemplarlo…aquí los madereros en el siglo diecinueve destruyeron grandes zonas de bosque, el hombre, como casi siempre, explota los recursos sin pensar en el futuro. Por suerte, los cambios de la misma sociedad propiciaron su recuperación que ha vuelto más o menos a su estado primitivo para deleite de generaciones como la suya, Manolita.

El señor Huertas la mira y le sonríe volviendo de nuevo los ojos hacia el exterior del automóvil.

—Sabe Manolita, culpamos a los hombres en general por el daño que producen en las tierras que habitan, sin embargo ese daño fue hasta hace no mucho la queja de la naturaleza al esfuerzo que el hombre hacia por sobrevivir. Pero entonces todo estaba contenido, quizás porque no éramos tan poderosos en nuestra capacidad para transformar la tierra, para destruirla en nuestro afán de progreso o de conquista.

—Usted como yo, podrá imaginar a aquellos inmigrantes que arribaron a estas costas por el interior o por el mar, eso fue relativamente hace poco tiempo, llegaban hasta estos acantilados, estos farallones del Pacífico donde con un terrible esfuerzo, por medio de cables y cuerdas, ayudados de poleas, conseguían transportar sus pertenencias hasta tierra firme, eso si antes el mar no les desbarataba su embarcación engulléndola entre las aguas.

Los primeros anglosajones, alemanes, escandinavos enseguida se dieron cuenta de que no estaban solos en estas costas tan retiradas de la civilización, encontraron rusos asentados en los fuertes que habían construido a lo largo de la costa para apoyar el comercio de sus barcos venidos desde el estrecho de Bering.

Y estoy seguro de que se asombraron al comprobar que no sólo había indios desperdigados en pequeñas tribus sino el gobierno de otra nación, Méjico, asentada a lo largo y ancho de la inmensidad de estas tierras que heredaron, por decirlo de alguna forma, de los ya lejanos conquistadores a los que el tiempo y la disgregación acabó con su inabarcable sueño, que se fue diluyendo no sólo en estas tierras, a las que llegaron tardíamente, sino en toda la vasta extensión de los territorios de la conquista de Mesoamérica y de América del Sur.

Hasta entonces, Manolita, hasta que llegaron los europeos del norte, los cambios fueron muy pequeños, la gente vivía de una forma muy rural, las ciudades eran apenas unos pequeños villorrios en los que convivían algunos indios locales con mejicanos, cuatro soldados desarrapados y los frailes que eran realmente los que mandaban algo en la comunidad y le daban un cierto sentido a las horas y los días ¿Conoce Usted Los Ángeles?

—No he estado pero es como si lo conociese.

—Pues Los Ángeles le diré sin ánimo de cansarle, que en realidad se llama “ El pueblo de Nuestra Señora la Reina de los Ángeles de Porciúncula” ¿Qué le parece?

—¡Porciúncula! Qué bella palabra señor Huertas…además me es familiar, estudié sobre ello en mi asignatura de Historia del Arte. La Porciúncula es una pequeña iglesia construida en el interior de la Basílica de los franciscanos de Santa María de los Ángeles en Asís.

—¡Ciertamente! Así es. Bueno, pues aquel lugar con un nombre tan imponente, importante y extenso fue durante mucho tiempo un pueblito minúsculo que subsistía alrededor de la misión muy pobremente y con el único comercio de las pieles que traían desde el interior cazadores y buhoneros hasta las playas para curarlas, apilarlas y embarcarlas en los veleros que hacían el cabotaje desde San Diego subiendo por San Luis Rey, San Juan Capistrano, San Pedro que era la salida al mar del pueblo de Los Ángeles, San Buena Ventura, Santa Bárbara, El Estero de San Serafino que hoy llaman Morro Bay, Monterrey, Punta Año Nuevo, El Rincón de las Almejas hasta llegar a San Francisco y la Punta de los Reyes.

Una vez que aquellos barcos completaban su carga emprendían el viaje de regreso. Habían partido de Boston, recalado en Pernambuco, cruzado las Malvinas, el temido Cabo de Hornos y la subida por la isla de Juan Fernández hasta San Diego para después volver a desplegar las velas y regresar haciendo el camino inverso. Les tomaba no menos de diez meses si las cosas, especialmente la naturaleza, les era propicia. A la ida llevaban en sus bodegas todo lo imaginable, desde cajas de alfileres, medicinas, vestidos, libros, hasta muebles, camas y espejos. Todo se necesitaba, de todo estaban carentes.

En el viaje de retorno y en los mejores tiempos que no duraron mucho, todo el espacio se ocupaba con las pieles que eran una carga segura, codiciada y que proporcionaba los más altos beneficios económicos.

Fue aquella una época romántica, peligrosa. Pero ya ve Manolita, aquello no duró mucho, del este, a través de los grandes territorios llegó una expansión imparable que solo se detuvo ante las aguas de este inmenso mar ya nombrado hacía mucho tiempo por otros hombres. Y ya nada fue como antes.

—Soy mejicano y estadounidense, contento y conforme con lo que me tocó vivir en el lugar que me tocó vivir. Tengo parte también de herencia española—no crea—sonríe de nuevo— y a pesar de todo lo denostado que está el período de la conquista, ellos nos aportaron un idioma común y una cultura.

—Tiene Usted razón, hay un rechazo a esa historia y puedo decirle que en España no se estudia o se hace muy por encima y en algunas regiones hasta se desprecia.

—Una pena—suspira—la epopeya de los españoles, porque la palabra es correcta, fue una epopeya, se ha ido perdiendo en el carácter volátil del español, en su desidia y su lenta desintegración. Pero, como no, también porque han pasado cinco siglos…y esos son muchos siglos, Manolita.

—Ahora, señor Huertas, se reivindica el indigenismo, el origen atomizado de diferentes etnias como parte también del rechazo a esa unificación que se produjo con el descubrimiento.

—Pues no me parece mal en cierto modo, yo siempre he sido indigenista, tienen derecho a sacar del olvido a sus antepasados si eso es lo que quieren, una cosa no quita la otra, sobre todo cuando se trata de reivindicar a los más pobres pero ya sabe, Manolita, muchos de estos movimientos que comienzan con buenas intenciones acaban en manos de partidos políticos que vuelven a aprovecharse de ellos, a esclavizarlos, a radicalizarlos en visiones del mundo que les hurta todo atisbo de libertad.

—Me dijo Lupe que Usted trabajó mucho con César Chávez…

—¡Ah Lupita! …Sí, entonces crucé la frontera y vine a vivir a Estados Unidos, era muy joven, fui amigo suyo y participé en la creación del UFW la Asociación Nacional de Trabajadores del Campo. Hicimos muchas cosas y César logró el respeto para toda la gente que trabajaba en la pisca, la mayoría indocumentada, también para los que estaban contratados durante todo el año, hizo que se establecieran unas normas y que no se tratara a los trabajadores como meras herramientas, como esclavos.

Aprendí mucho de él y terminé de establecerme aquí, en los Estados Unidos, donde con el paso del tiempo me naturalicé haciéndome ciudadano, comparto así la amargura y la dulzura de los dos países que son sólo prolongación de una misma tierra, una tierra, sin embargo, cuyas gentes hablan una lengua diferente que no sólo se refleja en el idioma sino en las costumbres, en la forma de ser, en la forma de vivir…

—Tiene Usted dividido su mundo—responde Manolita.—

—Quizás más que dividido, como le digo, compartido—sonríe el señor Huertas—en cierto modo los mejicanos que se establecen a este lado de la frontera están volviendo a recuperar California, el antiguo territorio mejicano, en forma pacífica naturalmente, a base de tortillas y mole poblano, de margaritas y piñatas, de chile verde y también de su labor que es aquí muy importante, que cubre necesidades en las que los norteamericanos han dejado de trabajar.

Pero bueno, yo también estoy a este lado de la frontera, formo parte de este país y me preocupo por la forma en que se hacen aquí las cosas, siempre luché por el acercamiento de estas dos naciones con mis pobres recursos, individualmente, más no puedo hacer. Habrá visto Usted que se está levantando una valla a lo largo de toda la frontera. Tiene que haber una mejor solución, Manolita. Es un problema difícil, muy difícil…

Tras casi una hora de bajada el bosque se abre en el tramo que enfila la carretera de Pescadero salpicada a derecha e izquierda por pequeños ranchos de tejados rojos, de huertas que se ensanchan a medida que el terreno se nivela hacia el fondo azul del Pacífico separado de los esteros por la negra línea recta del Cabrillo Highway.

Alan conduce despacio por Stage Road la ancha calle principal del pueblo, el señor Huertas le indica que vaya hasta el final y vuelva a aparcar en Duarte´s. A derecha e izquierda se alinean los pocos establecimientos que abren aquí sus puertas: una panadería, la tienda Harley de productos lácteos, alguna tienda de antigüedades que atrae a los visitantes de fin de semana, la taquería “Tienda de Amigos” junto a la gasolinera, el Country Store y naturalmente la taberna de Duarte´s.

Ayuda Alan al señor Huertas a traspasar la puerta de entrada que sostiene Manolita y habla con una jovencita rubia que aprieta contra el pecho un buen número de cartas de menú con las dos manos. Por la puerta interior de vaivén aparecen dos señoras, una casi de la misma edad que el señor huertas y la otra en los sesenta que le abrazan y besan hablándole en inglés y en español.

Manolita pasea la vista por la sala del restaurante que no es mas que una amplia habitación de la casa, modesta, salpicada de sillas y mesas sencillas de madera algunas para sentar a ocho o diez personas y que normalmente la gente comparte a la antigua usanza.

En la parte derecha un pequeño mostrador con taburetes para comensales sueltos divide el comedor de la cocina en la que a la vista de la gente se preparan los platos, al fondo otra puerta de vaivén deja paso al bar que permanece en semipenumbra y en el que una clientela habitual pasa el tiempo comiendo en la barra, charlando o viendo un partido de béisbol en una de las pantallas elevadas sobre el fondo de la pared.

—Conozco a esta familia desde hace muchos años—comenta el señor Huertas a Manolita que se sienta junto a él en una esquina apartada.— El comedor está casi vacío, sólo una pareja termina de comer al otro lado, la hora del almuerzo ya ha pasado hace rato aunque Duarte´s permanece abierto todo el día.

La jovencita rubia les proporciona dos cartas y le lleva otra a Alan que discretamente se ha sentado en la barra frente a la cocina. Mientras, Manolita recorre con la vista la lista del menú, el señor Huertas coloca ordenadamente los cubiertos y extiende la servilleta con las manos colocándola sobre sus piernas.

—¡Qué bueno todo! Almejas, ostras, calamares, cocktail de gambas…

—Mire Manolita, hace tiempo que no vengo por aquí pero de todas formas le recomiendo la crema de alcachofas y la tarta de manzana, ambas las tengo muy presentes en mis recuerdos, eran los platos favoritos después de la guerra, en realidad antes de la guerra…veo que el local ha cambiado poco aunque ahora me dice Lupita que se llena de turistas. En mis días eran raros los visitantes y se llenaba de gente local, de pescadores, rancheros, madereros y agricultores.

Alargan los postres con la tarta de manzana y dos cafés que el señor Huertas sorbe con delectación; durante la comida han hablado de los años cincuenta, del crecimiento sin límite propiciado por la guerra, del poder acumulado por los Estados Unidos, de cómo también su pequeña empresa de importación fue creciendo, de qué forma ayudó y sigue ayudando a muchas personas sin empleo, a pequeños negocios mejicanos que encuentran la manera de hacer que sus productos puedan comercializarse más allá de su pueblo, de su ciudad, de la frontera del estado.

—Pero todo eso ha tenido un precio, esta gran nación está siendo víctima de su propio éxito, el progreso excesivo, la continua pérdida de identidad, la vida tan acelerada que no da tiempo a disfrutarla, el trabajo como único objetivo y sobre todo la avaricia que lo destruye finalmente todo…

—¿Y para qué correr tanto?...es natural que las cosas cambien, que se avance, que se encuentren soluciones para tantas enfermedades, que la vida sea supuestamente mejor, pero yo a mis noventa y tres años veo que no se acaba la pobreza, que las calles están llenas de mendigos, de gentes que no tienen un techo sobre sus cabezas…pero, discúlpeme Manolita, hagamos agradable este momento y hablemos de otras cosas.

—Sí, señor Huertas, pensemos en su amor por el arte…

—¡Desde luego! El arte me proporciona la felicidad que no encuentro en la sociedad y tengo que decirle que admiro su dedicación a un trabajo que le permite vivir en mundos paralelos, en otras dimensiones, escudriñando en un pasado que se fue para siempre pero nos dejó un reguero de imágenes para reconstruir lo que ya no es mas que polvo, para seguir sus desvelos y ansiedades, para no olvidarlos.

—A mi el arte me reconcilia con el mundo y las cosas, supongo que la contemplación de lo bello calma mi espíritu y apacigua mi corazón. Mire Manolita, ha llegado el momento de que le hable de algo importante para mí. Ya sabe que tengo un buen fondo de cuadros que restaurar, también muebles antiguos y otro tipo de obras y sobre todo unas relaciones entre Méjico y Estados Unidos establecidas en el mundo del arte desde hace muchos años.

Verá, está todo muy descuidado porque me ocupaba personalmente pero ahora ya no tengo la energía para hacerlo. Rosalino y su hija Lupita me hablaron de que se puede constituir una fundación para recoger este patrimonio, de ese modo se preservaría y aumentaría en el futuro con nuevas aportaciones, el público podría disfrutar de ello e identificarse con todo lo que atañe a su cultura beneficiándose de las actividades que se pusieran en marcha.

La fundación iría en paralelo con la empresa y en este punto, tengo que serle sincero, también entran consideraciones que aportarían un beneficio muy importante en lo relativo a los impuestos.

Así, sucintamente, quiero decirle que llevamos algún tiempo pensando en alguien para que se encargue de todo el armazón artístico porque para las finanzas y la política tenemos a Lupita que ya está a la altura de su padre en el negocio.

—En definitiva Manolita, quiero proponerle ponerse al frente de este proyecto. Me gusta Usted. Le gusta también a mis socios ¿Qué le parece?

—No sé que decir señor Huertas…me ha dejado Usted sin habla…

—Tengo noventa y tres años…voy a estar poco más en estos negocios…hoy he tenido un buen día en parte gracias a su compañía pero la mayoría de ellos los vivo ya en un cansancio crónico… tómese algún tiempo para pensarlo, pero no mucho, me gustaría ver que esta idea se concreta en algo antes de pasar al otro lado del espejo…

—Pues es tan inesperado…desde luego me sorprende mucho, lo que Usted me propone señor Huertas no sería solo un cambio en mi trabajo sino en mi vida en general, un cambio hasta de país, de amigos…la verdad es que no sé que contestarle…

—¡Ah! No se preocupe ahora Manolita y perdóneme por asaltar tan bruscamente estas horas de paseo con una proposición tan drástica…piénselo con calma, en todo caso, no le pido grandes cambios, le ofrezco la posibilidad de intentarlo, de comenzar la tarea, luego, si no le gusta, si no se siente cómoda me lo dice, nos lo dice y lo arreglamos. Esa puede ser la base de nuestro entendimiento.

Atardece y antes de regresar el señor Huertas pide a Alan que los acerque a la playa. Aparca al borde de la arena. Cogidos del brazo caminan unos pasos hasta acercarse al agua. Algunos turistas toman fotos en los instantes últimos en que el sol se oculta definitivamente en la línea del horizonte.

El mar rompe con fuerza dejando una estela de espuma que se deshace en pequeñas burbujas; al fondo la playa, el mar y el cielo se desdibujan entre la bruma y la llegada de las primeras sombras. Permanecen unos minutos escuchando el mar y sintiendo la brisa que enfría el ambiente.

Regresan en silencio. Alan pone a bajo volumen un cuarteto de cuerda de Schubert de los favoritos del señor Huertas que se queda dormido en la penumbra del interior del automóvil.

Manolita ve pasar los árboles iluminados fugazmente por los faros, los helechos que acarician en algunos recodos la parte delantera, los pequeños claros en el bosque en los que aún queda un retazo de luz que se apaga lentamente.

Cierra los ojos y se deja acunar por el suave movimiento. Y al cabo de un tiempo también ella se duerme.