miércoles, 22 de julio de 2009

19 - "THE COLDEST WINTER I EVER SPENT WAS A SUMMER IN SAN FRANCISCO". MARK TWAIN.

—¿Y suben muy alto?

—Mucho duquesa, y no sólo eso sino que se desplazan a gran velocidad.

—El viento será muy fuerte a esa altura.

—No les empuja el viento, esas máquinas llevan unos motores que les impulsan.

—No entiendo muy bien lo que dices pero recuerdo haber visto estampas de los hermanos Montgolfier, incluso aquí también hemos visto subir al cielo esas bolsas esféricas de lino.

—En el tiempo en el que me ha tocado vivir a mí los viajes de muchas personas a la vez metidos en esas máquinas voladoras es algo muy común, es cosa de todos los días.

—¡Ah Manolita! Te creo porque tú me lo dices pero me parece tan fantástico, aunque nuestras vidas están llenas de ángeles y arcángeles e incluso los antiguos griegos tenían dioses que se desplazaban por el aire, pero todo eso de los antiguos era sólo mitología…y esas máquinas que tu dices te han llevado hasta la California… algunos amigos y parientes míos han estado allí pero después de viajes por mar muy peligrosos y muy largos.

—Si, y así ha sido hasta hace no mucho tiempo, pero el mundo ha cambiado y ya nada es como usted lo conoció, nada es igual, todo es muy distinto.

—Pues mira estoy y no estoy de acuerdo contigo, naturalmente tu vives en ese nuevo tiempo al que yo ya no tengo acceso y lo sabes mejor que yo pero intuyo que mientras que las cosas materiales, los edificios, la forma de desplazarse y todo lo demás cambia constantemente y no siempre para bien, las personas, vistan la moda que les lleve por el siglo, seguirán siendo las mismas por dentro ¿Me equivoco? Estoy convencida de que seguirán los ricos y los pobres, los validos, los logreros y oportunistas, los limpios de corazón y los que se arrastrarán por conseguir el poder, la fama, los honores que a la postre resultan tan tenues, fugaces y efímeros.

—En ese aspecto, duquesa, nada ha cambiado puede incluso que ahora sea peor, tiene usted toda la razón, seguimos siendo los mismos seres humanos rodeados de objetos nuevos, porque el poder ahora se sigue ejerciendo con violencia física y moral aunque en los lugares más civilizados se disfraze con la engañosa envoltura que pretende dejar la elección de los gobernantes en manos de la gente de la calle, un espejismo que les funciona muy bien a los poderosos de siempre y que adormece a la gente preocupada por su vida diaria que termina eligiendo siempre a los mismos que se perpetúan en el control del poder. Pero esta opción, duquesa, con ser mediocre es la única que funciona medianamente y por ahora no se conoce otra mejor.

—Qué puedo decir, creo que estamos las dos de acuerdo aunque nos separe ya un abismo de tiempo, ven, vamos adentro, voy a enseñarte Los Caprichos, aunque los días son soleados al atardecer siempre refresca, estaremos mejor sentadas en el salón y nos tomaremos una copita de jerez oloroso…Manolita ¿Te importaría decirme la edad que tienes?

—Claro que no duquesa, tengo treinta años.

—Hablas como una mujer de cincuenta o casi diría una anciana de sesenta.

—Eso es algo que también ha cambiado, no en todos los lugares, pero al menos sí en el mundo que usted y yo conocemos porque la mujer hoy es culta si quiere serlo y nadie puede impedírselo ¡Ah! Y a los sesenta años una mujer de mi tiempo no es una anciana sino alguien todavía en plenitud de facultades.

—¡Mira, eso me gusta! No creas, yo he conocido algunas así, pero poquitas, desgraciadamente muy poquitas…

El cansancio no ha dejado dormir bien a Manolita que ha estado dando vueltas en la cama toda la noche, cama por otro lado confortable de la que se ha bajado y subido varias veces durante las primeras horas del amanecer, volviendo a dormirse, despertándose y mirando a través del ventanal que ocupa dos lados de la habitación desde la que puede ver la tenue luz del faro de Alcatraz y una espesa niebla que cubre toda la vista hacia el Golden Gate, oyendo las sirenas de situación para los barcos que entran en la bahía y de vez en cuando las de la policía que patrulla las calles, o las ambulancias, o los bomberos. Con todo, piensa, parece una ciudad mucho más tranquila que New York. En la parte derecha una franja del distrito financiero que no está cubierta por la niebla deja ver los edificios de oficinas iluminados destacando entre ellos la singular torre de Transamérica convertida en uno de los símbolos de la ciudad.

Sobre las seis de la mañana se queda definitivamente dormida y no se despierta hasta más allá de las once y media por los suaves nudillos de la camarera que llama para hacer la habitación y Manolita recuerda entre las brumas del sueño que se olvidó de poner en la puerta la tarjeta de "No molestar". Mira su reloj de pulsera y se levanta dirigiéndose sin pensarlo a la ducha permaneciendo un buen rato bajo el chorro de agua caliente sin apenas abrir los ojos.

Otros nudillos en la puerta, esta vez con la voz de Lupe por delante le hacen ir a abrir, tras las cortinas medio descorridas la niebla continúa envolviendo los edificios en una luz intensa y gris, se oye el fuerte viento golpeando en los cristales.

—¡Buenos días señorita Madrid!

—Vaya, estaba tan cansada y dormida anoche que no te dije que me llaman Manolita.

—Sí, tu nombre es Manuela, lo tengo aquí en la correspondencia, me gusta, es un nombre clásico, una está ya harta de los nombrecitos en inglés o español con sus diminutivos cursis.

—Guadalupe es también muy serio, como tú dices…

—Lo es, y muy corriente, pero no me importa lo prefiero a las nuevas modas.

—Pues nada, Lupita y Manolita ¿Qué te parece?

— Órale, de perlas.

—Oye ¿Dónde está el sol de California? No veo mas que niebla y parece hacer frío.

—Afuera. En cuanto sales de la ciudad hace muy bueno y calor pero aquí en verano siempre se dice la famosa frase de Mark Twain.

—¿Qué frase?

—Dicen que Mark Twain pasó algún verano en San Francisco y que solía decir: " El invierno más frío de mi vida fue el verano que pasé en San Francisco"…o algo parecido…

—¡Ah! Me gusta, es gracioso.

—Voy a pedir que suban café, creo que te vendrá bien.

—Un cubo, que suban un cubo lleno.

—Mientras te vistes te contaré un poco todo este asunto de la restauración. Bueno, antes de todo y si a ti te parece bien hoy podemos dedicar el día a dar una vuelta por la ciudad para que te hagas una idea aunque la niebla no parece que vaya a levantar por lo menos hasta la tarde.

—Muy bien, lo que tu digas.

—Rosalino Sánchez con el que habéis intercambiado mensajes es mi padre, él trabaja para un empresario que se llama Desiderio Huerta, es algo así como su secretario, hombre de confianza, el señor Huerta tiene ya noventa y tres años y aunque su salud es buena no sale mucho, no se deja ver y pasa casi todo el tiempo en su finca de las montañas de Santa Cruz cerca de Los Gatos. A mi padre le pareció buena idea que yo me ocupase de todo lo referente a la restauración del cuadro incluyendo naturalmente el atenderte a ti y todo lo que necesites.

—¿Entonces tú trabajas para tu padre?

—Sí, parte de los negocios del señor Huerta tienen que ver con el sector de la alimentación incluyendo la importación de muchos productos mejicanos, yo me encargo de esas importaciones gracias a que estudié economía de mercado. Respondo también de los trabajadores, naves, transporte y todo lo que tiene que ver con el sector.

—Pues eres una mujer muy ocupada.

—Si, pero he aprendido a delegar, a repartir responsabilidades y no me va mal, me queda tiempo para otras cosas, como El Santo Niño de Atocha.

—¡Si, El Santo Niño de Atocha! Por eso estoy yo aquí…

Después de tomar varias tazas de café bajan al vestíbulo del hotel, cerca de la entrada está aparcado el coche de Lupe. Tuercen a la derecha por Clay atravesando Powell y Stockton en pleno corazón de Chinatown, las aceras llenas de turistas que contemplan los anuncios, los puestos de verduras, ropa, las carnicerías y pescaderías entre un público chino que regatea en las compras, se empuja y forma parte de otro tipo de sociedad que sin embargo es tan americana como cualquier barrio en el corazón del país.

Siguen bajando por Clay atravesando el Embarcadero Center hasta llegar al Ferry Building y torcer a la derecha para subir por la calle Market que divide la ciudad en una larga recta en la que se agrupan a izquierda y derecha muchos de los edificios más importantes y antiguos junto a la historia más representativa de la ciudad. Por ella han circulado en diferentes períodos de tiempo tranvías tirados por caballos, por cable, tranvías eléctricos, trolebuses, autobuses de gasoil. Es difícil imaginar que hubo un tiempo en que el trayecto de la calle era una marisma ocupada por grandes dunas de arena.

Luego tuerce a la izquierda entrando en la calle Mission donde el aspecto de la ciudad cambia rotundamente para entrar en un barrio latino y sobre todo mejicano.

—El cuadro que has venido a restaurar, si decides hacer el trabajo— comenta Lupe mirando a Manolita— está en una nave de las que tenemos en South San Francisco, espero que sea un buen sitio para trabajar, pero eso tendrás tú que decidirlo. En cuanto al precio puedo decirte que no vamos a regatear contigo, lo que tu con tu jefe decidáis será la última palabra, ni mi padre ni el señor Huerta tienen ningún interés en dedicarle ni un minuto al tema del dinero. Es un capricho personal del señor Huerta y eso es lo único que cuenta.

A izquierda y derecha de la calle Misión se alinean las tiendas de frutas y verduras, los restaurantes y taquerías mejicanos, hondureños, brasileños, los mercados de ropa, con sus vestidos de comunión y de boda que se exhiben en los escaparates. Las aceras se adornan de altas palmeras hasta donde alcanza la vista y una gran cantidad de gente pasea, va de compras y en la esquina de la veinticuatro un grupo de jubilados o parados o ambas cosas charlan y juegan al dominó sentados sobre unas cajas de plástico siguiendo la música caribeña que produce entre sonidos y ruidos de gravilla una casi irreconocible y desvencijada radio.

Lupita aparca en el primer hueco disponible y ambas caminan por la acera mezclándose entre la gente, casi nadie habla inglés y el español adquiere tonalidades diferentes, acentos más claros o más oscuros con predominio del mejicano.

—¿Te apetecen un par de tacos? Yo tengo bastante hambre ¿Te gusta la comida mejicana?

—Pues la he comido un par de veces y desde luego me gusta siempre que no esté muy picante.

—¡Ah, los españoles con el picante!

—Es verdad, en eso somos unos megapijos no aguantamos nada…

—Bueno, es cosa de costumbre, pero es verdad, los españoles no pueden con los picantes…mira vamos a quedarnos aquí, en El Farolito, vamos a ver…tienen burrito con arroz, fríjoles, tomate, cebolla, cilantro y salsa y el super burrito, o sea un burro más grande, que además de todo eso lleva sour cream, queso y avocado.

—¡Cuantas cosas!

—También tienes tacos…de carne asada, carnitas, chorizo, cabeza, pollo, lengua y vegetariano ¿Eres vegetariana?

—A veces, según me de, he sido vegetariana hasta cinco años seguidos.

—¡Qué dolor, Virgen de Guadalupe!...Mira, también tienes tostadas compuestas y de ceviche, tortas, nachos, quesadillas, menudo, birria…

—¿Birria? Eso es lo que debo parecer yo después de este viaje tan largo…

—Ja, ja, no te preocupes estás muy mona, como decís vosotros…la birria es un guiso de cordero en trozos o deshebrado, lleva guajillo y ancho chiles, ajo y cebolla, cominos, sal, laurel, tomillo, orégano y cilantro y naturalmente se come con tortillas de maíz.

—¡Pues suena muy bien! ¿Tú que vas a pedir?

—Pues un par de tacos de cabeza.

—Pues yo lo mismo pero de carne asada.

—Y pedimos unos totopos y un poco de guacamole.

—¿Qué son totopos?

— Chips, chips de maíz.

—¡Ah, si! Bueno, para ser el primer día estoy aprendiendo mucho…

La taquería está llena de gente que hace cola a la puerta para pedir cualquiera de las opciones que figuran en el tablón amarillo situado encima de la cocina donde cortan la carne asada humeante en tiras, preparan las salsas y hunden el cazo en los diferentes tipos de frijoles, en las mesas corridas con bancos comen codo con codo y los lugares que quedan vacíos se vuelven a ocupar por un público heterogéneo que habla inglés y español con algún otro idioma ocasional de los turistas que exploran el barrio.

—Pues esto está muy bueno…

—Está fresco, es abundante, barato y además divertido, Manolita…y…¿tú estás casada?

—No, no ¿Y tú?

—Yo tampoco, no tengo tiempo para eso…bueno perdona, es una forma chula de decirlo, la verdad es que por unas cosas o por otras no me duran las relaciones más allá de dos o tres semanas. Unos me parecen muy machos, puritito macho y no me interesan y los otros pues creo que les doy miedo. No sé…¿Y tú como te manejas?

—Pues parecido a lo que dices, en España los hombres sólo sienten pasión por el fútbol y los poquitos raros que se salen de esa norma pues, la verdad, no sé donde se meten.

—Órale, aquí lo mismo, el fútbol, béisbol, basket…pero mira, un día de estos te voy a presentar a uno de esos que no sabes donde se meten…

Después de comer Lupe lleva a Manolita hasta Twin Peaks desde donde contempla todo el centro de la ciudad algo velada por la niebla persistente, el viento es fuerte y frío y deciden volver al coche y aproximarse al mar por Ocean Beach, allí hay mucha más niebla y la arena fina de la playa invade la carretera; la visita turística a la naturaleza tiene que esperar a un mejor momento y se encaminan de nuevo al centro de San Francisco donde a estas horas de la tarde se sentirán arropadas por una multitud alegre de turistas, por el bullicio de las tiendas y las luces que ya comienzan a encenderse en toda la ciudad.

lunes, 13 de julio de 2009

18 - YO TIRO TUS TRAPOS Y TÚ LOS MÍOS Y VOLVEMOS A EMPEZAR.

—Ya nada es igual que antes.

—¿Es eso una queja?

—No, es una reflexión.

—Sí, es evidente que todo cambia, las cosas nunca permanecen estáticas para siempre.

—Y a mi me parece bien que cambien, toda mi vida ha sido una lucha por la renovación, por mantenerme al día y por que mejorasen las cosas. Pero muchos de los cambios que veo ahora no me parece que tengan demasiado sentido, yo creo que si las cosas están bien como están, la gente disfruta con ellas y se siente identificada ¿Porqué tiene que venir un cretino o varios cretinos a modificar algo que cumplía con su cometido?

—Dame un ejemplo Gonzalo.

—Pues no sé… me molesta que en un espacio abierto, frente al mar, donde siempre ha habido una hermosa vista de la costa, los acantilados y las olas rompiendo sobre las rocas haya ahora una monstruosa escultura de acero inoxidable tratando de remedar el esqueleto de una ballena, pongo por ejemplo…o que estés disfrutando de un parque cerca de tu casa y cada dos por tres te encuentres con una obra totalmente innecesaria, carteles, esculturas, plazoletas, caminos asfaltados…¿Para qué los caminos asfaltados con lo bien que se va por los de tierra?

— La respuesta es que los que nos dedicamos a la construcción también tenemos que vivir.

—Si, y los de los ayuntamientos justificar el presupuesto y poner el cazo.

—No te digo que no, es la servidumbre humana.

— No sé, me revelo ante este acoso continuo…mira, ahora van a quitar los chiringuitos de las playas ¿Qué mal hacen si eso es lo que gusta a la gente? Y para qué… pues para poner esas estúpidas cafeterías con tortillas de plástico, perritos calientes y porquerías incomestibles con una insufrible música de fondo machacando tus meninges.

—Pero tú nunca has ido a los chiringuitos porque dices que te agobia hacer cola para luego comer una paella pasada de sal o con el arroz crudo.

—Eso también es verdad… pues nada, diré lo que siempre se dice en estos casos, que estoy haciéndome viejo, no, que ya soy viejo y añoro el pasado en el que fui joven ¿Te gusta eso más?

— No, creo que tienes bastante razón en lo que dices y no se trata tanto de hacerse mayor como de conservar el espíritu crítico, la sociedad de hoy apechuga con todo, está inmersa en esa filosofía de lo políticamente correcto que les viene del bombardeo continuo de los medios de comunicación que se doblegan ante el gobierno que después de unos años de pubertad democrática alegre y desenfadada ha vuelto a las andadas de querer ser el padre, el ojo protector, el gurú espiritual, moral y material con poderes para indicarnos, o imponernos si pretendemos no hacerle caso, cómo debemos de ser, que preceptos tenemos que seguir, que reglas tenemos que acatar. Se supone que la sociedad moderna protege y da más facilidades a los ciudadanos pero en realidad enmascara un control cada vez más estrecho de los individuos.

—Sí, Federico, el caso es que cada vez puedes decidir menos cosas por ti mismo, mira, hasta tirar de la cadena del váter, antes usabas la mano para presionar la palanca del agua, ahora es automático y decide por si mismo cuando tiene que funcionar, aunque a veces sale el agua a destiempo y pasa lo que pasa.

—Y por otro lado estas pretendidas facilidades no ayudan a la presente generación, leía el otro día algo que comentaba un matrimonio frisando los cuarenta. Él decía: "Cuando piensas que a nuestra edad nuestros padres se construyeron una casa…" Ella responde cínicamente: "Ya, pero nosotros tenemos un iPhone y correo electrónico". Los miembros de la clase media entre los treinta y cuarenta años de edad creen que viven peor que sus padres y están casi seguros que sus hijos vivan aún peor. No tienen trabajo seguro, se acabó el pasar la vida en una única empresa, deberán formarse continuamente y en varias disciplinas diferentes para poder hacer frente a los despidos y los cambios bruscos en la economía si no son funcionarios y quieren seguir sobreviviendo. Y para sus hijos, si es que los tienen porque cada vez las parejas lo dejan para más adelante, el planteamiento global de la economía, la creciente población mundial, la mayor competición les hará la vida cada vez más difícil. La gente de esta generación trabaja sabiendo que su vida va a ser peor que la de sus padres y mejor que la de sus hijos. Es muy desmoralizador. Sobre todo porque tampoco parece que nuestra sociedad reaccione y se ponga a ampliar sus conocimientos informáticos, aprender idiomas, concentrarse en nuevas tecnologías y trabajos con futuro dejando un poco al lado la obsesión por el diploma, el certificado que poco o nada influye a la hora de encontrar trabajo porque todo el mundo ahora tiene uno de esos papeles.

—Sí, pero la gente joven dirá que si no tienes esos papeles estas todavía mucho más hundido porque es lo primero que exigen las empresas.

—¿Te acuerdas cuando empezaron con lo de los becarios? Se sacaron de la manga esa palabreja para pagarles una miseria y evitar tener que hacerles fijos en la empresa. Pues bien, ahora parece que la tendencia es que trabajen gratis y supongo que a no mucho tardar tendrán que pagar para que las empresas les permitan ser becarios y adquirir una formación para un futuro empleo.

—Y por otro lado tampoco la gente está dispuesta a cambiar de residencia, a salir incluso de su barrio, a irse a otra región como hacen por ejemplo en los Estados Unidos desde hace ya mucho tiempo.

—Y fíjate, lo último que he leído es que en Letonia, creo que es, te conceden préstamos dejando como garantía tu alma.

—¡Qué me dices Gonzalo! Eso me recuerda el mito de Fausto…

—Pues sí, pides un préstamos y dejas como garantía colateral tu alma inmortal. Y el caso es que dicen que mucha gente lo está haciendo.

—Y si al final no pagan ¿Qué pasa con el alma?

—Pues al parecer las entidades financieras dicen que no tomarán represalias, simplemente si no devuelven el dinero pues se condenarán, se perderá su alma…

—Vaya, supongo que no lo hará mucha gente.

—No creas, a la gente no le importa perder su alma, su libertad a la cual además se le suele temer, la gente no quiere ser libre, prefiere que un poder superior garantice su seguridad económica aunque sea a costa de su libertad, de su alma; con tal que un poder estatal, una organización internacional, una empresa le garantice un futuro, una vida sosegada.

—Pero eso es muy peligroso, ese poder se adueñará de las personas, es entrar en la servidumbre, la esclavitud, la venta de la libertad, la venta del alma…

—Pero ¿Acaso no lo ves a tu alrededor todos los días?

Gonzalo y Federico se quedan en silencio, están sentados sobre las escalinatas de la catedral de Santiago de Compostela, es aproximadamente el mediodía y la plaza del Obradoiro está llena de turistas, muchos internacionales, otros del Imserso que se animan unos a otros cumpliendo la máxima del Ministerio de Sanidad y Política Social de "Envejecimiento Activo" y hay naturalmente cientos de romeros de toda condición en grupos o en solitario que se hacen fotos, se extasían ante el Pórtico de la Gloria, o se sientan en un rincón de la plaza con el bordón a los pies y la vieira colgando del pecho, los ojos transidos por los días pasados en unas jornadas de reflexión en solitario, por una experiencia que sólo tiene sentido si es individual, cosa cada vez más difícil debido a los grandes grupos, peñas de toda jaez, coches de apoyo, bicicletas, caballos, motos, relevos de corredores, organizaciones de esto y lo otro, todos con la misma camiseta para que se les vea bien que forman piña y pertenecen a algún tipo de estabulación. Otros hacen una larga y paciente cola para recibir la Compostelana que acredita el haber completado el Camino, otro papelito más.

—Federico.

—Dime.

—¿Te acuerdas cuando hicimos el Camino de Santiago?

—Ya lo creo, el año siguiente de conocernos…

—No había un alma por ningún lado.

—No, quien iba a decir que se convertiría en algo tan enorme.

—¿Te acuerdas cuando recogimos aquellos perritos recién nacidos abandonados en el camino?

—Sí, los colocamos bien en Castrillo de los Polvazares.

—Me gustaría volver a hacer el Camino…

—Ya lo sé, llevas diez años diciéndomelo.

—Como siga así me pondré en los ochenta ¿Crees que podría hacerlo con ochenta tacos?

—Si te sientes bien, porqué no.

—Cuando lo hicimos tú y yo nos dieron de comer en el parador como peregrinos.

—Eran otros tiempos, ahora ya no pueden hacerlo, hay demasiada gente.

—Si vuelvo a hacer el Camino comeré en el Parador, bueno de hecho me voy a quedar esta noche en él.

—Gonzalo, te has venido a Santiago sin decírmelo, si no te llamo ni me hubiera enterado, ya sé que estás molesto conmigo por lo del piso y lo siento, vamos, te pido perdón.

—Ya no lo estoy, pero te has puesto a reformar toda esa planta sin decírmelo, creía que estábamos de acuerdo en dejarlo correr.

—Mira, no lo he hecho para llevarte la contraria o disgustarte, he tenido varias razones, una de ellas es que tengo contratado a un grupo de personas y hay poco trabajo, es un momento idóneo para que las emplee en esa reforma, además estoy seguro de que te va a gustar mucho cuando esté listo y vuelvo a decir lo mismo, si decidimos no vivir allí tampoco importa, estará preparado para ponerlo en el mercado.

—Tienes razón, al final siempre terminas convenciéndome, de todos modos tenía ganas de venir a Santiago y quiero dar unas vueltas y comprobar algunas obras de arte y ver a algún amigo anticuario además de tomarme unos churros con café por la mañana, que los hacen tan bien o mejor que en Madrid.

—Pues yo me tengo que volver a Orense en el autobús de las tres— mira el reloj— pero antes me gustaría que me invitases a unas tazas de lo turbio.

—Y un poco de pulpo…

—Así se habla.

Caminan despacio hacia las calles laterales que arrancan desde la Puerta de Platerías, van del brazo por el centro de la calle, los escaparates ofrecen una cascada de pequeños objetos de plata, cruces de Santiago, conchas, anillos, pendientes, peregrinos en miniatura mezclados con gaiteros y mozas bailando la Muñeira.

—Oye Gonzalo, soñé que estuve en tu entierro y no me gustó.

—¡Anda que listo! yo también soñé que estuve en el tuyo y tampoco me gustó.

—Entonces…yo tiro tus trapos y tu los míos…

—¡Y volvemos a empezar!

Gonzalo y Federico entran en una especie de sótano, un pequeño bar a la antigua, de los pocos que aún se conservan, sirven vino del Ribero y raciones de pulpo humeante que preparan encima del antiguo mostrador. Brindan con la primera taza.

—¿Sabes una cosa Federico? Deberíamos irnos a hacer un viaje, por ejemplo a la Antártida ¿Qué te parece?

—Oye, pues me gusta la idea, no nos faltaría hielo para el Bourbon…

—Lo digo en serio.

—Pues me parece muy bien, a ver los pollos.

—Eso, los pollos como tú dices, pero ojo, pollos con esmoquin.

—Salud.

—Salud.

Y levantan las tazas mientras una señora corta pan de una hogaza poniéndolo en un cestillo que coloca al lado de un plato de pulpo.

martes, 7 de julio de 2009

17 - NIEBLA SOBRE SAN FRANCISCO.

—¿Lleva algún dispositivo electrónico dentro de la maleta?

—¿Ha dejado el equipaje sin su supervisión en algún momento?

—¿Ha aceptado paquetes o regalos de alguien y que lleve en la maleta?

El mostrador de la compañía Delta está al fondo de la segunda planta del viejo terminal de Barajas. Manolita se alegra de no tener que ir al T-4 que será todo lo moderno que se quiera pero se deja uno los zapatos hasta que por fin se llega a la puerta de embarque.

Gonzalo le ha instado a comprar un billete en clase preferente o primera o ejecutivo o business o como quiera que se les antoje llamarlo en estos días; el caso es que es un gran detalle del bueno de Gonzalo y en un viaje tan largo se nota mucho la diferencia. Tenía dos opciones, volar por Atlanta o por New York, como aún quedaban billetes se decidió por el vuelo de New York así seguramente podrá ver desde la ventanilla un trocito de Manhattan y recordar su breve estancia en esa magnífica ciudad.

Sin apenas haber tenido tiempo de identificar su asiento y colocar su bolso de viaje en el compartimiento superior le aborda una sonriente azafata que le ofrece una copa de cava que rechaza aceptando sin embargo un par de botellitas de agua. El avión parece estar completamente lleno y desde la cabina el comandante saluda a los pasajeros e informa de las condiciones del vuelo que será de casi nueve horas con buen tiempo y alguna ocasional turbulencia sobre el atlántico, dicho lo cual, invita a todos a relajarse y disfrutar del viaje.

Manolita está bastante sorprendida de haber entendido casi todo lo que ha dicho el piloto en ese inglés gutural de los estadounidenses y piensa que con un poco de práctica quitará la herrumbre depositada por la falta de uso del idioma con el que en sus días en New York llegó a sentirse bastante segura y confortable.

Despega el setecientos sesenta y siete dejando la cruz blanca de Paracuellos del Jarama a su derecha, girando hacia el pueblo de Colmenar Viejo y tomando altura por el Valle de Cuelgamuros hacia el noroeste. Antes de que empiece el servicio de comidas han pasado Santiago de Compostela, el Finisterre y el azul del Atlántico es ya todo lo que se puede ver desde la ventanilla del avión.

De nuevo el comandante se deja oír en la cabina con los datos habituales de altura, velocidad y el tiempo en New York que al parecer está algo tormentoso pero que no impedirá el llegar conforme al horario establecido.

Comienza el servicio de comida y Manolita acepta un vaso de vino tinto con los entremeses y otro con el plato principal. Todos los asientos están ocupados, un rápido vistazo alrededor le hace comprobar que abundan los pasajeros en viaje de negocios seguido de dos o tres parejas de turistas de mediana edad y alguno que otro en bermudas, chanclas, lleno de tatuajes desde la cabeza rapada a los tobillos desnudos o calada la gorra de béisbol hasta las orejas.

Tras la comida la cabina queda en penumbra y Manolita se acomoda en el asiento tratando de relajarse, a su alrededor los colores de las pequeñas pantallas individuales se entremezclan atrayendo la mirada de cada pasajero y un único sonido sordo y a veces más intenso de los motores del avión. Saca el ipod del bolso y cierra los ojos escuchando a Mahler pensando que lleva levantada desde las cinco de la mañana, de su breve conversación con Gonzalo que insistía el día anterior en ir al aeropuerto con ella pero al que persuadió de la inutilidad de hacerlo ya que una vez en él el tiempo que se necesita en superar los controles de todo tipo hace que el estar sólo sea la mejor opción para agilizar los trámites.

Se queda en un duermevela a través de las notas de Mahler recordando los buenos momentos pasados en New York, los paseos interminables bajo un frío intenso a través de las avenidas en la neblina azulada iluminada por un sol pálido y difuso de atardecer entre los innumerables globos de luz del tráfico que se entrecruzan, bailan, oscilan y desaparecen en el bosque cambiante de ámbar, rojo y verde; los edificios que vencen con su luz artificial la menguante del cielo neoyorquino, las espadas del edificio Chrysler que aparecen y desaparecen entre las nubes bajas mientras el día se va del todo y la ciudad se convierte en el sol artificial que ilumina las sombras de la oscuridad nocturna.

Los edificios Art-deco, con su estilo opulento, futurista, geométrico, trapezoidal, de líneas rectas y quebradas reminiscentes del Egipto antiguo, elegante y funcional, que se imponía y luchaba desde los años veinte a la austeridad forzada por las guerras y las depresiones económicas; la apetencia por el gozo de los placeres de la vida en un mundo frágil y de futuro incierto.

Los paseos por Gramercy Park, Tribeca o el Whitney Museum of American Art en busca de las obras de Hopper, uno de sus pintores favoritos, que en un paisaje urbano como el de New York, la ciudad más dinámica, próspera y futurista del mundo plasma en sus cuadros la soledad y la imposibilidad de comunicación de las personas que permanecen sepultadas en el silencio y el vacío de los espacios interiores y urbanos, bien desde una habitación desnuda donde la enorme ventana desprovista de cortinas se abre a un urbanismo austero de tejados, chimeneas y depósitos de agua, o desde la mesa de un restaurante donde los clientes beben una taza de café separados por la brecha invisible de la incomunicación, como corpúsculos de vida que en el rigor de su soledad mantienen una distancia infinita con los otros, un silencio profundo y frío que forma parte de un espacio real y metafísico al mismo tiempo.

Y recuerda, como no, las cenas en el Carnegie Deli entre las calles cincuenta y cinco y la séptima donde elegía una mesa junto a la cocina, las camareras dicharacheras, vocingleras, hablando en inglés y en español con el mismo desparpajo, los sandwich de corned beef, roast beef, pastrami o jamón con queso, las ensaladas de coleslaw y patatas, los tazones de pepinillos. El pastrami — le comentó en cierta ocasión una de las camareras — tuvo su origen en Turquía y lo trajeron a New York los inmigrantes judíos. Le explicaba a Manolita que es carne de vaca a la que se le somete a un laborioso proceso de curación tanto con sal como dejándola durante un período de tiempo al aire, se cubre con un adobo de alholva, también llamado heno griego, ajo y pimientos de chile y cuando ya está listo se corta en capas muy delgadas con un cuchillo muy afilado, nunca con máquina, y se sirve con generosidad formando un considerable grosor entre las tapas del sandwich.

Manolita nunca podía tomar más de medio acompañado con un pepinillo y guardaba la otra mitad para la comida del día siguiente en la Hispanic Society donde trabajaba en el equipo de restauración de la obra de Sorolla. La Hispanic Society que se encuentra en el Audubon Terrace entre las calles 155 y 156 al oeste de Broadway en la parte alta de Manhattan, un centro cultural construido por Mr. Archer Milton Huntington que desde mil novecientos cuatro ofreció terrenos a otras instituciones culturales contribuyendo además a la construcción de sus edificios.

Mr. Huntington fue un enamorado de España que recorrió a finales del siglo XIX y principios del XX las estepas de Castilla siguiendo los pasos del Cid desde Burgos a Valencia, recogiendo manuscritos, artesanía, llenando el museo con mapas, fotografías, cuadros y cerámicas, magníficos ejemplos de muebles, textiles, cristal, joyas así como una librería con más de doscientos cincuenta mil libros y documentos que van desde el siglo doce hasta la actualidad recogidos durante un período de cincuenta años.

Estas y otras cosas piensa acurrucada en el asiento que de vez en cuando le transmite las turbulencias en las que entra el avión pero que duran solamente uno o dos minutos para volver al ronroneo suave de los motores y la quietud de la cabina por la que de vez en cuando va y viene una de las azafatas repartiendo botellas de agua. Las horas van pasando lentamente.

La aproximación al aeropuerto J.F. Kennedy se hace desde el Atlántico, después de sobrevolar bosques reverdecidos por la primavera, playas aisladas que se pierden en el horizonte, urbanizaciones de casas individuales que simetricamente se salpican entre canales, meandros y un sinfín de pequeños lagos conectados por donde navegan lanchas y gabarras en todas direcciones. Al fondo entre la contaminación y la pátina fría de la atmósfera se perfila Manhattan como un bastión de acero y hormigón de puntas afiladas emergiendo de un paisaje plano y difuso densamente poblado pero que no da esa sensación por la vegetación que lo cubre.

En la cabina ya está todo recogido y las azafatas se preparan para el aterrizaje inminente, el avión desciende sobre las autopistas cargadas de un tráfico rápido y constante, sobrevolando zonas industriales y marismas entrando en las capas de aire usado dando algunos saltos bruscos hasta enfilar la pista donde se posa suavemente iniciando el frenado hasta situarse a la altura de las terminales del aeropuerto.

Los trámites del control de pasaportes son lentos e irritantes, recogidas las maletas Manolita se dirige al vuelo doméstico donde tiene que volver a pasar todos los controles de seguridad que son mucho más minuciosos que los que pasan las autoridades españolas.

Afortunadamente ha tenido tiempo para todo y el segundo vuelo a San Francisco está dentro del horario previsto, desde su ventanilla ve de nuevo los alrededores del aeropuerto, atardece sobre New York, el avión describe un amplio círculo y entre la neblina distingue los rascacielos lejanos como tallos de apio concentrados en un pequeño círculo. Luego va tomando altura de crucero y dejando atrás los núcleos de población, el paisaje en penumbra del atardecer se vuelve una mancha lejana, parda con algunos puntos de luz en la distancia. Comienza a acusar el cansancio del viaje y se queda dormida a ratos, le quedan más de seis horas de vuelo por delante.

Las tres horas de diferencia con New York hace que el descenso en la bahía de San Francisco se haga también en el atardecer casi anochecido, Manolita se refresca en el baño, acumula el cansancio de un viaje que se hace muy largo y eso que todo ha discurrido sin ningún retraso, cumpliendo sus horas, sin incidentes que señalar.

De nuevo se inician las maniobras de descenso y aproximación al aeropuerto, Redwood City, Menlo Park, Belmont, Foster City, San Mateo cuyo puente hacia Hayward cruzando ese tramo de la bahía marca el tramo final del viaje, se distingue claramente el movimiento de las aguas por el viento de costado, paralelamente al avión circula un tráfico denso por la carretera 101, en el horizonte un brazo de niebla sube por la costa entrando por el Golden Gate, cubriendo la ciudad y desplazándose hacia Oakland. El Boeing 767 aterriza suavemente.

Manolita se encamina hacia el exterior de la zona de seguridad donde un grupo de gente espera a los pasajeros de ese y otros vuelos que llegan a estas horas, entre las personas que esperan distingue a una joven de su edad, alta, de complexión atlética, tez morena y rasgos exóticos. Sujeta entre sus manos un pequeño trozo de cartón donde escrito con rotulador Manolita reconoce su nombre: Srta. Madrid.

—Yo soy la Srta. Madrid— le sonríe Manolita.—

— Guadalupe, Lupe, encantada de conocerte— le sonríe a su vez .—

—¿Qué tal el viaje? Imagino que vendrás cansada.

— Sí, bastante, pero el viaje ha sido bueno, muy bueno.

— Vamos a por tus maletas, y deja por ahora todo en mis manos, primero te llevaré al hotel, descansas y mañana te llamo y hablamos con tranquilidad ¿Te parece?

— Me parece muy bien, la verdad es que estoy muy cansada…

Guadalupe conduce hacia el centro de San Francisco, Manolita mira en silencio el tráfico circulando en tantos carriles, al fondo la autopista se divide en múltiples direcciones y Guadalupe continúa pegada a la derecha describiendo una amplia curva elevada en cuyo frente se perfilan todos los edificios iluminados del centro de San Francisco y las luces del puente de la bahía que cruza al lado universitario e industrial de Berkeley y Oakland.

Descienden hacia la sexta avenida dejando a la derecha las múltiples vías de ferrocarril del Townsend, el campo de béisbol ATT y la zona industrial convertida poco a poco en apartamentos y urbanizaciones donde la falta de tranquilidad y zonas verdes es sustituída por el atractivo de las saunas, los gimnasios y los múltiples destellos impactantes del confort y sofisticamiento dirigidos a una sociedad volcada en las tecnologías y el consumo.

El centro de San Francisco está callado y tranquilo, Guadalupe sube por Taylor hasta Nob Hill torciendo en California y de nuevo en Mason para parar a la entrada del hotel Fairmont; se encarga de gestionar la habitación y acompaña a Manolita a su cuarto en donde ya han depositado su equipaje. Guadalupe se despide.

—Pues lo dicho, te llamo mañana, hacia el mediodía para que puedas descansar.

—Gracias Guadalupe.

—Mis amigas me llaman Lupe o Lupita.

—Pues gracias de nuevo Lupe ¿Tú eres mejicana?

—Sí pero también soy de aquí, miti-miti como yo digo. A ti ni te pregunto tienes un acento típico de España ¿Hablas inglés?

—Me defiendo, estuve en New York trabajando durante unos meses.

—¡Ah! Muy bien, aquí podrás practicar aunque hay mucha gente que habla español.

—Sí, eso tengo entendido.

—Hasta mañana, ya sabes, te llamaré hacia las doce.

—Buenas noches y gracias por todo.