sábado, 27 de noviembre de 2010

34 – EL CAMINO POR DELANTE.

Solo después de pasar el control de pasaportes y verse en la cinta de recogida de maletas Manolita despierta a la realidad de estar de nuevo en el Aeropuerto de Barajas de Madrid acentuado por el olor a tabaco que impregna todo el recinto aunque hayan establecido zonas específicas para fumadores.

El viaje se le ha hecho largo sobre todo por la demora de dos horas en New York pero ha sido lo suficientemente cómodo como para poder dormir a ratos o al menos cerrar los ojos en la penumbra de la cabina. Tras el pequeño caos y la sempiterna lucha para subirse a un taxi se dirige hacia el centro de Madrid que encuentra limpio y agradable a pesar de las críticas por las obras, remodelaciones y los vituperios al alcalde.

No está su compañera en el piso de Conde Duque, encuentra todo bastante desordenado, la cocina llena de cacharros sucios y restos de desayunos y comidas sin meter en la nevera. Pero su habitación está tal como la dejó, limpia y en orden, pone la maleta en un rincón y se sienta al borde de la cama suspirando hondo. Prepara un poco de café y recoge la cocina durante un buen rato. Su pequeña aventura ha pasado a una velocidad de vértigo.

Llama a Gonzalo diciéndole que irá al mediodía al estudio para así poder dormir durante la mañana. Pero él prefiere que descanse y que se acerque a su ático de Santo Domingo a media tarde o cuando esté despierta y lista para comer o cenar algo que va a cocinar para que se identifique de nuevo con la tierra que le vio nacer. Se mete en la ducha y después en la cama donde enseguida se queda dormida.

Gonzalo abre la puerta y antes de decir nada mira a Manolita durante un largo segundo. La encuentra algo pálida, ojerosa y circunspecta.

—Pero tu juventud y tu belleza te delatan—exclama Gonzalo riendo y abrazándola—.

—Ella le corresponde rodeándole el cuello con los brazos y sin saber porqué ni pretenderlo se hecha a llorar.

—¡Huy, huy! ¡Yo creía que te habían tratado muy bien esos americanos!

—Pues sí, sí que me han tratado muy bien…

—Pasa…anda, tú lo que necesitas es un buen copazo…y comer algo como Dios manda…

—No creas, allí estaba todo muy bueno.

—Sí, ya lo sé, pollo frito y Coca-Cola…

—¡No seas antiguo, Gonzalo! ¡Eso era en los años cincuenta!...

Gonzalo abre de par en par la terraza caldeada por un sol otoñal que mientras permanezca hace de ella el mejor lugar de la casa. Baja de uno de los estantes de la cocina una botella de vino tinto que abre y reparte en dos copas de calidad que reserva para los vinos buenos. Acerca una de ellas a Manolita y brindan en silencio.

¿Qué te parece?

—¡Vaya! ¡Es muy bueno!

—Sí, lo es, un “Viña el Pisón” de Laguardia, apropiado para una ocasión como esta.

Manolita se recobra un poco gracias a los efectos reconfortantes del vino que le sube a las mejillas devolviéndole el color de la vida que había quedado rezagada entre San Francisco y Madrid, navegando en las aguas del Atlántico, volviendo como en un vuelo de ave migratoria, más lentamente que el jet de Delta que por la mañana le había dejado en suelo español.

Gonzalo trastea en la cocina alegre con la presencia de Manolita, de repente veinte años más joven, sintiendo su espíritu revolotear entre la paellera y el cuchillo de cocina con el que corta tiras de pimientos rojos y los pone a freír con abundantes dientes de ajo en un dorado aceite de oliva.

Manolita deambula por el piso husmeándolo todo, sintiéndose reconfortada entre los recuerdos de Gonzalo, las fotos de sus padres en tiempos felices, los mil y un cachivaches que Gonzalo atesora, pequeñas piezas que han marcado momentos de la vida de los suyos y otros que tienen que ver con su soledad, con el encuentro de Federico, con la vida en fin que pasa terriblemente deprisa y va dejando esos detritus de amor por mesas y estanterías, en armarios y anaqueles, pedazos de la esperanza que descansan tímidamente en la precaria realidad de quien aún los disfruta.

Se detiene a mirar la música de Gonzalo y elige un cedé que pone subiendo un poco el volumen.

—¿Te parece bien algo de música de la corte de Felipe II?

—¿Armada?

—Ese mismo.

—Va muy bien para seguir hablando…

Gonzalo retira en un plato ajos y pimientos y saltea ahora trozos pequeños de pollo que también aparta, luego sofríe cebolla, añade tomate, perejil, prepara el arroz, mide el caldo y agrega todo lo demás que había apartado. Finalmente mete la paellera en el horno y regresa con la botella al lado de Manolita rellenando los vasos y trayendo un cuenco de aceitunas que pone entre los dos que se sientan en la terraza y hablan y hablan hasta que el arroz está hecho, se sirven en la cocina y regresan de nuevo a la mesa rodeados de las plantas de Gonzalo que ya se preparan para aguantar un invierno que está a la vuelta de la esquina.

Manolita cuenta a Gonzalo algunos pormenores de su estancia en Estados Unidos que no había tocado en sus conversaciones por teléfono. Le habla del ofrecimiento para volver y también de un amor incipiente…

—¿Incipiente?

—Bueno, sí, no le he conocido más allá de tres semanas pero creo que estoy…

—¿Enamorada?

—¡Qué palabra!

—No tenemos porqué avergonzarnos de las palabras cuando indican con precisión nuestros sentimientos…

—Tienes razón, pero hoy en día algunas de esas palabras dan como un poco de vergüenza al decirlas…

—¡Tonterías! Pero tienes razón, en una sociedad tan desvergonzada como la que nos ha tocado vivir sin embargo las palabras bien dichas causan un profundo rubor…pero…¿Qué fue de aquél otro joven…Manolo, que parecía interesarte?

—¡Huy! ¡Eso quedó en nada! Me da la sensación de que fue hace ya un siglo.

—Pues esa sería otra razón para que aceptases el trabajo que te ofrecen.

—Pero yo no quiero dejarte, estoy muy bien aquí y nunca voy a encontrar a nadie como tú…

—No dramatices, no me dejarías, como dices, seguiríamos en el mismo equipo. Nada tiene porqué cambiar, al menos de momento, sería un proyecto tuyo pero sin perder el contacto con nosotros, vendrías a ser nuestra sucursal en Estados Unidos…

—Gracias Gonzalo ¿Qué he hecho yo para que todos os portéis tan bien conmigo?

El mes de Noviembre trae una mezcla de días soleados y otros nublados y borrascosos con ráfagas de viento frío, es el anticipo de un invierno que ya ha entrado por las tierras de Castilla aunque no aún oficialmente en los calendarios.

Manolita se toma un café bien caliente y camina al estudio de Lavapiés, es temprano y sólo las cafeterías y bares están animados con todos aquellos que tienen la suerte de ir al trabajo, de tener uno.

Se da cuenta de que ya han pasado quince días desde su vuelta, que se ha metido otra vez de lleno en varias restauraciones alguna muy interesante como una nueva adquisición del amigo de Gonzalo, don Eduardo el banquero, que ha depositado en las manos de Gonzalo un pequeño retrato atribuido a Sofonisba Anguissola y una escena del juego de ajedrez de Bernardino Campi que fuera precisamente uno de los profesores de Anguissola en Cremona.

Se encuentra tan bien en el estudio, rodeada de sus compañeros y las herramientas de trabajo tan queridas, del espacio familiar en el que ha progresado y madurado profesionalmente que se le hace difícil volver a casa por las tardes.

Gonzalo se ha dado cuenta y le ofrece venirse con él al ático de Santo Domingo, al menos tendrá su compañía—le dice— pero ella piensa que tiene que superar esta especie de descompresión por si misma y tomar una decisión a no tardar mucho.

Por consejo de Gonzalo decide una mañana irse a andar sin rumbo por el viejo Madrid, sin prisas, deteniéndose en los escaparates, observando a la gente que transita por la Plaza Mayor, los turistas que se paran ante los escaparates de los bares donde se apilan fuentes de calamares fritos, boquerones, pirámides de ensaladilla rusa, croquetas y platos de guisos cuyo contenido es muy difícil de interpretar incluso para un avezado nativo; los camareros que terminan de colocar los manteles en los veladores de la plaza, los jóvenes que deambulan tomando el sol al igual que grupos de jubilados que charlan en los soportales o se sientan alrededor de la estatua de Felipe III.

Manolita recuerda que prometió a Alfonso, el religioso dominico, informarle sobre el cuadro del Santo Niño de Atocha y sin pensarlo un segundo baja caminando hacia la Basílica de Nuestra Señora de Atocha.

Encuentra a Alfonso en la rectoría que la reconoce al instante alegrándose de que haya ido a verle.

—¿Y esa cola tan grande que hay en la acera sigue siendo para el desayuno?

—No, no, esa es para el almuerzo. Sí—explica— es que ahora ofrecemos también la comida del mediodía.

—¡Pero cuanta gente! ¿Tan mal van las cosas?

—Pues para algunos, que van en número creciente, sí.

—¿Sigue ofreciendo churros en el desayuno?—Sonríe Manolita—.

—¡Ah! Ya no, hemos tenido que volvernos más prácticos para poder atender al mayor número de gente, ahora tienen que ser galletas, en fin, en estos meses que Usted ha estado fuera han cambiado un poco las cosas.

Manolita pasa alrededor de una hora con Alfonso explicándole todos los pormenores del cuadro, la restauración y su viaje de vuelta a Méjico para volver al pueblo de Plateros. Alfonso le escucha con gran interés y después de una hora de charla le acompaña hasta la verja de entrada donde se despiden.

—Gracias Alfonso por sus consejos y toda la información sobre el Santo Niño de Atocha que me vino realmente bien—.

—Pues yo también le quedo agradecido por su visita y ya sabe donde estoy para cualquier asunto relacionado con la Iglesia y su historia y por si quiere venir a echar una mano en la cocina, fue Usted de gran ayuda en aquel desayuno…

Manolita contempla la pantalla del ordenador portátil durante un momento ensimismada en sus propios pensamientos. Abre el correo, tiene muchos mensajes acumulados entre ellos de Lupe y Tony a los que da preferencia. No le apremian para que vuelva, Lupe le cuenta alguna historia cotidiana salpicándola con información para la construcción de la fundación del señor Huertas. Tony le habla de música y le deja saber tímidamente que le echa mucho de menos.

Leyendo estos mensajes le parece todo un poco irreal, como algo perdido en un túnel del tiempo aunque sólo hace un mes que ha regresado. Mira en torno, su habitación del piso de Conde Duque, el olor peculiar de Madrid, los ruidos, la forma de vivir a la que ha vuelto y se ha integrado sin siquiera pensarlo, formando parte de la vida cotidiana, del idioma, de lo bueno y lo malo que acontece cada día y que fluye con toda naturalidad por sus venas.

Este es su ambiente, donde tiene amigos y seres queridos, un trabajo que le apasiona, donde se siente cómoda y feliz. Manolita cierra el ordenador y se acuesta. Poco antes de quedarse dormida se acuerda de que hace ya tiempo que no sueña con la Duquesa. Es extraño—se dice—sus sueños eran tan reales…en el último iba con ella y las criadas y doncellas camino de Cádiz, cargados de armas con las que hacer frente a los peligros del camino…—Tengo que acercarme al Museo del Prado—piensa mientras se queda profundamente dormida—.

Está encantada de pasar el día en el Prado. Gonzalo pensó por un momento en irse con ella pero luego se excusó para dejarla deambular sola por las salas y así poder perderse por esa especie de segunda casa donde ha pasado tantos buenos ratos, de cruzar las habitaciones del arte reencontrando a viejos amigos, viejas historias.

Pasa la mayor parte de la mañana visitando la escuela flamenca: Van Orley, Hans Memling, Metsys, El Bosco, Brueghel, Van Dyck, Patinir del que contempla una vez más “El paso de la laguna Estigia”,Caronte que debe de llevar las almas de los muertos a través de las puertas del Hades, que de nuevo le hace meditar en que la vida del hombre es un continuo viaje, que el tiempo, la distancia y la fragilidad del momento hacen de los humanos seres en perpetuo movimiento, en constante búsqueda aunque quieran aferrarse a la comodidad de una rutina, aunque tozudamente pretendan cerrar los ojos al continuo cambio refugiándose en sus cuatro frágiles paredes del conformismo.

Sigue por las salas reencontrando muchos de sus cuadros favoritos, fijándose por primera vez en otros a los que casi no había prestado ninguna atención. Disfrutando desde el fondo de las salas de la enorme dimensión de esos cuadros de Velázquez que inundan todo el campo visual.

Pero el principal motivo de su visita al museo es sentarse frente a los Duques de Osuna y contemplar el cuadro mientras en su interior saluda a la condesa.

—Buenos días condesa…estoy de nuevo en Madrid… en el Museo del Prado, frente a su querido cuadro… he vuelto de California, he venido a saludarle, Usted sigue rodeada de sus queridos hijos y de su marido…

Permanece en el banco frente al cuadro, pero aquellos diálogos que tuvo, que soñó o se inventó no vuelven a ella. La condesa permanece en silencio, quieta en el tiempo junto a su familia, su mirada se dirige hacia donde está sentada pero no es a ella a quien mira. Sigue con la vista en Goya, en lo que acontece a su espalda, al otro lado de la habitación…en el escaparate de otro mundo congelado en un trozo de lienzo por el que se deslizan los ojos de miles de personas de todos los rincones del mundo, que lo contemplan brevemente, lo admiran y se van siendo sustituidos por otros grupos de turistas.

Sigue todavía unos minutos más, luego se levanta, se despide interiormente, sale a la calle y respira el frío aire del Madrid otoñal, llama a Gonzalo y queda con él para ir a comer juntos.

—¡Yo invito!— Exclama alegre Manolita mientras levanta la mano para detener un taxi libre que se acerca al bordillo adoquinado del Paseo del Prado.

Han pasado otros quince días, en realidad más de veinte y una hola de frío les ha hecho encender todas las estufas en el estudio de Lavapiés. Manolita ha aprovechado esos días gélidos para quedarse más tiempo charlando con Gonzalo, intercambiar correos con San Francisco y poner sus cosas más o menos al día.

Manolita se echa a reír:

—¡Ya estoy otra vez en el aeropuerto! ¡Me parece que llegué ayer!

Entrega su pasaporte y el billete de avión al empleado junto a sus dos maletas. Gonzalo espera unos pasos atrás y una vez terminados los trámites caminan sin hablar hasta el control de pasaportes. Se abrazan.

—Ya sabes, tenme al corriente de las cosas…

—Sí, no te preocupes, te estaré dando la lata todo el tiempo…

—Cuídate…

—Adiós Gonzalo…y recuerda, tienes que venir a verme…

Manolita recoge su pasaporte y entra en la zona internacional volviéndose y lanzando un beso con la mano a Gonzalo, luego desaparece entre la gente que camina deprisa hacia las puertas de embarque.

De regreso a Madrid Gonzalo pide al taxista que le deje en los aledaños de Cibeles, quiere dar un paseo, le viene muy bien hacer un poco de ejercicio físico, estirar las piernas y dejarse llevar por las calles mientras camina hacia sol; hace frío, cortante, típico del Madrid que conoce desde su infancia, así que no le asusta, va bien abrigado y le sientan bien esas agujas que siente en la cara y que vienen directas desde el Guadarrama, al menos a él le estimulan.

Camina entre las calles que van desde sol hacia Santo Domingo, sin prisa, parando en un par de bares conocidos para refrescarse y tomar unas tapas que serán ya su almuerzo.

Suena el móvil y contesta a la llamada. Es Federico que está camino de Madrid y que irá al ático directamente. Gonzalo guarda el móvil. Sonríe, echa un vistazo al cielo de Madrid y sigue caminando hacia casa.

Fin. San Francisco, 27 de Noviembre de 2010.

jueves, 18 de noviembre de 2010

33 – ESA PAREJA FELIZ.

Tras el viaje de novios a Los Ángeles, Silvia y Manolo regresaron a Madrid, trajeron buenos recuerdos de la vida superficial americana para turistas, la contemplación de un par de magníficos parques de sequoias y la salida por las aguas cercanas del Pacífico donde pudieron tomar fotos impresionantes de bancos de delfines desde el catamarán en el que iban dando saltos sobre las olas disfrutando del afamado sol de California.

Ni que decir tiene que les entusiasmó Disneylandia y a Manolo en especial el viaje por el mundo de los piratas con sus cañonazos, combates a espada y asalto a las casas de las orillas en persecución y rapto de las mujeres disponibles, tarea obligada de todo pirata que se precie.

De vuelta a España bajan ahora a la oficina juntos en el coche, Manolo soportando los atascos de la Plaza de Castilla mientras Silvia aprovecha el viaje para ponerse las diferentes capas de potingues ayudada por el espejito de la visera del automóvil.

Mientras, Manolo se pone al día sobre las noticias del país que para no variar siguen siendo las mismas de siempre, un paro estratosférico, un gobierno en el que ya no creen ni siquiera sus más fieles seguidores, que ocupa el tiempo en resucitar las viejas rencillas entre españoles con la ya pasada y casi olvidada Guerra Civil, el control de la educación, la imposición de un pensamiento único, el enfrentamiento entre las diferentes regiones creando agravios comparativos, la falta de libertades elementales como es no poder estudiar el idioma oficial español en todo el territorio nacional y la carencia de soluciones para los problemas económicos. Una casta política de dictadorzuelos rodeados de prebendas, subvenciones y derroche que tienen como único objetivo el de perpetuarse en el poder.

Pero todo esto Manolo ya lo ha digerido y se ha dado cuenta como muchos otros de sus conciudadanos de que vive en un país con momentos de lucidez en los que puede sorprender al mundo seguido de etapas de estancamiento y decadencia que resultan casi eternas y son la forma natural de la vida en estas tierras corroborado por su propia historia que lo ilustra palpablemente.

Así que él procura centrarse en sus cosas personales al igual que hacen sus amigos y dejarse de politiqueos de los que además no entiende ni nunca le han gustado.

Siguen recalando en el Fortuny donde Silvia se reencuentra con sus compañeras de trabajo y Manolo se separa a una esquina para tomarse su café con tranquilidad y echar un vistazo al estado del parque futbolístico que le oriente en la confección de la próxima quiniela.

Así, en la rutina y el placer de los días ha ido pasando el tiempo y produciéndose cambios y ajustes por las dos partes. Manolo trató al principio de llevarse a Silvia a Tarifa cosa que hizo en un par de ocasiones, en la primera Silvia estaba divertida y alegre y aguantó en la playa el levante que salpicaba la fina arena contra su cara viendo a Manolo deslizarse sobre las aguas picadas del estrecho. Y es que a pesar de la insistencia de Manolo decidió que aquello de la vela y el traje de neopreno no estaba hecho para ella.

En la segunda bajada las cosas se tensaron un poco, Silvia se negó a aparecer en la playa con ese fuerte ventarrón de levante y las horas que Manolo estuvo en el agua se las pasó en el bar más aburrida que un hongo tratando de concentrarse inútilmente en la lectura de un libro, leyendo el Hola y no viendo el momento de regresar a Madrid.

Que esa es otra—decía ella a Manolo— un montón de horas metidos en el coche para llegar a Madrid y tener que volver al trabajo al día siguiente sin haber hecho nada de provecho el fin de semana.

Manolo viendo venir el conflicto dejó un período de tiempo sin bajar a Tarifa ni hablar del asunto, se concentraron en los derbis futbolísticos salpicados durante la semana y el fin de semana salieron de vinos con los amigos, se aficionaron a las carreras de motos y a ir al centro a ver alguna obra de teatro que tocase temas para pasar un buen rato sin grandes profundidades intelectuales aburridas, genero que ahora estaba recobrando una efervescencia como nunca se había visto.

Hasta que un viernes por la tarde viendo que Silvia estaba de muy buen humor se enfundó en el traje de neopreno y ¡tachan! Se presentó ante ella sugiriéndola el bajarse al moro a jugar con las olas.

Silvia le miró como quien mira a un gilipollas vestido de neopreno y le dijo: ¡Pero Manolo, que cacho barriga estás echando!

Golpe bajo que acusó al instante y le dejó congelado en mitad del salón. Bien es verdad —pensó— que el matrimonio le había dado una pequeña curva de la felicidad, muy pequeña en su opinión pero que ciertamente enfundado en el ajustado traje le daba una apariencia de embarazo de entre cuatro y seis meses.

—¡Pero Silvia! A tu lado me he hecho más hombre y no puedes pretender que mi físico sea siempre igual, se ha ensanchado un poquito, estoy más potente—se justificó Manolo un tanto airado—.

—¡Déjate de chorradas! ¡Si vas a estallar el traje de goma!

—¡Me hieres Silvia!¡Me hieres…!¡Y además no es de goma sino de neopreno! ¡Ignorante!

Y diciendo esto y en el fragor y la inercia del momento, Manolo llenó una bolsa de deportes con las cuatro cosas necesarias para el fin de semana y agarrando la tabla de surf exclamó sin mucha convicción:

—¡Pues sabes lo que te digo, que me voy…!¡Me voy yo solo a Tarifa! ¡Viva la libertad!—Y diciendo esto dio portazo, poco portazo para no alterar demasiado a Silvia y bajó a la calle a poner en marcha el cuatro por cuatro—.

Ella se quedó con la boca entreabierta ante el arranque valeroso de Manolo, que le llenó de admiración y orgullo pero al mismo tiempo se echó a reír exclamando:

—¡Anda el cateto este! ¡Quién lo iba a decir…el mosquita muerta!

Manolo dio un par de vueltas con el coche alrededor de la manzana esperando ver a Silvia en el portal con ojos implorantes y llorosos pero enseguida pensó que eso sólo pasa en las películas, en realidad ni siquiera en las películas. Por su parte Silvia estuvo a punto de correr tras él pero se lo pensó mejor y decidió esperar acontecimientos.

Así que para no dar su brazo a torcer Manolo decidió poner rumbo al sur como en los viejos tiempos aunque todo el camino lo pasó apesadumbrado pensando en Silvia. Hubiera bastado un mínimo gesto por su parte para que él, abandonada la idea del atracón de carretera, se hubiera vuelto a toda prisa a casa a reconciliarse con ella y desnudarla dejando un reguero de ropa hasta el dormitorio como en las películas.

Allí seguía el viento, las olas, su pequeña libertad, pero sin saber muy bien cómo no lo sentía igual que antes. Aguantó el sábado pero el domingo temprano se dio la vuelta esperando ser acogido en los brazos de Silvia.

Que fue exactamente lo que pasó, seguido de dulces combates en el lecho conyugal donde las palabras sobraban y Manolo se quedó dormido abrazado a su cálido cuerpo. La felicidad en su estado mas puro.

En cuanto al trabajo no se podían quejar, todo marchaba bien y el viento soplaba con fuerza en las velas del hogar familiar que navegaba con buen rumbo en un océano de parados del que no se veía el horizonte.

Gracias a su jefe, Don Tomás, que les ha avalado en la Caja, han conseguido una hipoteca y dado la entrada para un chalet en las afueras de Madrid cercano a la sierra y al Escorial con su parcelita y abundancia de pedruscos de granito. Han vendido el cuatro por cuatro y comprado un bemeuve discreto pero que les imprime un cierto caché, una apariencia de nivel con el que se sienten muy reconfortados.

El vivir fuera de Madrid les ha quitado de las reuniones con los amigos en el bar, unas veces porque se les hace tarde para irse a la casa de la sierra que les viene a tomar una hora, otras por la pereza que les da, una vez en el chalet, bajar a Madrid con sus atascos y falta de aparcamiento.

Pero Silvia está encantada con sus tiestos de geranios, hortensias y arbolitos de la pequeña parcela y con el objetivo compartido con sus amigas de tener un niño lo antes posible.

A Manolo lo de tener familia le pilla fuera de juego, como casi todo, y aunque no está en contra le molesta e importuna el que Silvia le esté hablando de ello constantemente sobre todo cuando hacen el amor. Por alguna razón pensarlo en esos momentos le desmotiva y le encoge la libido.

Manolo mientras tanto remansado de nuevo en la vida del hogar y las dulces rutinas ha vuelto al coqueteo con la Playstation de la que está más enamorado que nunca, porque los juegos son muy atractivos, el mundo virtual se revoluciona y cambia poniendo ante los ojos espectáculos gráficos y situaciones interesantes que le devuelven a un nirvana personal en el que cada vez encuentra más alicientes.

—¡A ver si creces de una vez! Le increpa Silvia— ¡Todo el día como un crío con la dichosa maquinita!—.

Él calla y juega. Por las noches con el pretexto de que está cansado se va temprano a la cama con el transistor y se sumerge en las declaraciones de jugadores, fichajes multimillonarios y dimes y diretes del balón hasta que se queda plácidamente dormido con la radio encendida.

Silvia, feliz y en control de su recién estrenado hogar comparte con sus íntimas amigas en la peluquería la estrategia y entrenamiento de ese ser que ha entrado en sus vidas llamado marido.

—Son como niños. No se quieren comprometer con nada.

—Sólo les interesa el fútbol—contesta una de las amigas—.

—Y el caso es que hemos tenido suerte con nuestros maridos…

—Sí, porque hay cada uno por ahí…

—Pero hay que llevarlos de la manita en todo, son como bebés, bebés creciditos.

—Yo a veces le pregunto al mío: ¡Pero tú que quieres de la vida!

—Ya. Y se quedan ahí mirándote como pasmarotes.

—Sí hija, como pasmarotes.

—En fin, no se que harían sin nosotras…

—Son como bebés…

Todavía alguna vez van al campo de fútbol o al bar a ver algún trozo de partido con la peña pero han comprado una televisión de pantalla gigante de esas que se cuelgan y ocupan toda la pared como si fuera “La Familia de Carlos IV” y ven en ella los partidos acompañados los fines de semana por los amigos que suben al chalet y con la excusa de la barbacoa se atizan una sesión completa de panceta, chorizos y morcillas que tiembla el misterio.

Una tarde cualquiera Manolo se sienta en la parcela del chalet. Al fondo sobre la Sierra de Guadarrama y la cercana Pedriza se mueven algunas nubes produciendo diferentes tonalidades de luz y sombra, en la Bola del Mundo ya se distingue una fina capa de las primeras nieves que han cuajado en el avanzado otoño, el sol que se oculta tiñe brevemente de rojo la masa pétrea del Yelmo en el que por un momento se distinguen con claridad los grandes tajos de la piedra, la cascada de roca que se amontona en una aparente precariedad de siglos para quedarse en sombras y poco a poco desaparecer en el comienzo de la noche.

Manolo recorre la sierra con la vista lentamente, el aire limpio y frío mezclado con el aroma de la jara le llena los pulmones. Todo está quieto y silencioso, algún pájaro rezagado cruza veloz en busca de un lugar donde pasar la noche.

Y Manolo se relaja, deja volar la fantasía y piensa en la libertad, las posibilidades, el hacer lo que le venga en gana…

Anochece, las sombras desdibujan el entorno de la parcela, en la casa se enciende la primera luz que llega tenue hasta donde está Manolo. Es Silvia que seguramente está preparando algo para cenar en la cocina.

Se levanta, se estira y sintiendo el relente de la noche se vuelve andando despacio hacia la casa.

jueves, 11 de noviembre de 2010

32 – AMOR Y PIÑATAS.

De la fiesta de la empresa también se ocupa Lupe con la colaboración de algunos empleados. A través de los años lo celebran en un conocido restaurante mejicano que cierra ese día sus puertas para dedicarlo enteramente a los trabajadores, sus familias y amigos de la compañía del señor Huertas.

No sólo la comida que se sirve es de la mejor de la bahía sino que el recinto, con amplios jardines, patio interior de techo acristalado, comedores en diferentes niveles y pista de baile con escenario hacen de él un lugar magnífico para que las diferentes familias que componen la empresa puedan relacionarse entre sí y los pequeños de los que hay un gran número corran y se diviertan en el jardín y participen en un gran concurso de piñatas.

A partir de las dos de la tarde comienzan a llegar los empleados con sus esposas y niños ataviados como corresponde a una fiesta especial luciendo sus trajes y vestidos estrenados en las grandes ocasiones como bautizos y comuniones.

El gran patio trasero se llena de automóviles y una hilera de invitados desfila hacia el interior del recinto encontrando por el camino a íntimos y conocidos con los que se saludan efusivamente y van ocupando las mesas alrededor de la pista central donde un mariachi entona el ambiente con oleadas de la música del propio país dejado atrás y que mantiene el fuego interior de la nostalgia en cada uno de ellos.

La comida, las posteriores palabras del señor Huertas que acudirá como todos los años, la fiesta de los niños y el baile se prolongará hasta las ocho de la tarde hora en la que los más pequeños impondrán a sus padres con su sueño y su cansancio el momento de decir adiós y dar por terminada la fiesta.

Este año sin embargo será algo diferente, el señor Huertas además de sus siempre concisas palabras a los empleados hará entrega del cuadro del Santo Niño de Atocha a los miembros de la Cofradía del mismo nombre de Plateros para su futura custodia una vez que el cuadro haya sido embalado y enviado por la empresa.

Dichos cofrades en número aproximado de diez ya han hecho notar su presencia en la cantina del restaurante donde marean una botella de tequila enfundados en trajes austeros, encorbatados para la ocasión dejando ver tras el cuello blanco de las camisas una tez muy tostada por el sol, apergaminada por la exposición a las tareas del campo pero quizás más por la vida ajetreada del cártel al que pertenecen, de las largas travesías en los negocios que llevan a cabo entre el cruce de fronteras.

Son un reducido número que han reunido la suficiente documentación para hacer posible la cita con el señor Huertas y cumplir con la tarea de hacerse depositarios de la custodia del cuadro del Santo Niño de Atocha, tal como el señor Huertas explicó a Manolita en su visita a su casa en las Montañas Azules.

Manolita se mira en el espejo del cuarto de baño de su habitación en el hotel Fairmont mientras se aplica algo de maquillaje cosa que no suele hacer normalmente. Pero esta es una ocasión importante, han pasado cuatro meses desde que llegó a los Estados Unidos, cuatro meses dedicada al cuadro que la hizo venir hasta aquí y que finalmente está acabado. Restaurado conforme a todos los pasos que se propuso al iniciar la tarea.

Está por eso contenta. Al terminar envió fotos detalladas a Gonzalo de antes, durante y después de la restauración sobre todo de aquellos puntos en los que tenía dudas y que aclaró sobradamente con él. Finalmente todo estuvo al gusto de los dos y presentó la obra a Lupe y a su padre que se sintieron muy satisfechos y se lo comunicaron al señor Huertas fijando la entrega del cuadro para la fiesta anual de la empresa.

Termina de arreglarse poniéndose un vestido sencillo y realzándolo con un discreto colgante de plata en filigrana y una pulsera a juego. Se asoma a la ventana y deja vagar la vista durante el largo momento que le ocupa el tomar una segunda taza de café.

Después de este tiempo pasado en la ciudad, la luz, el color, la niebla difuminada del amanecer, el incipiente sol que despierta las fachadas blancas, que tiñe de tonalidades plateadas la superficie azul de la bahía han llegado a formar parte familiar del despertar de cada día. En sólo unos meses esta ciudad blanca que a ella le parece hermana de la Lisboa europea le ha calado en la piel, le ha conquistado haciéndola sentirse como uno más de sus habitantes venidos de todas las partes del mundo.

Al final—piensa—nunca se mudó a casa de Lupe, ella no se lo tomó mal, comprendió que quisiera aislarse y aprovechar así mejor su tiempo. Además quería estar sola con Tony. Si, después de conocerle en Lefty O´Doul´s había salido con él varias veces, lo pasaban bien, se compenetraban, los dos parecían disfrutar de su mutua compañía. Le gustaba pero no quería hacerse falsas ilusiones.

El día siguiente de volver de ver al señor Huertas Manolita bajó al estudio como cada día, trabajó sin pausa en el cuadro del Santo Niño de Atocha y al mediodía recibió una llamada de Tony invitándola a un concierto de música de cámara en el Herbst Theatre con obras de Brahms para cuarteto de cuerda en el que él iba a participar.

Fue dando un paseo desde el hotel después de volver de South San Francisco, comenzaba a atardecer y la luz artificial a iluminar los establecimientos preparando la ciudad para las citas nocturnas, los encuentros en restaurantes y las salidas a los espectáculos.

Tony le estaba esperando en la entrada y le explicó que no tenía mucho tiempo ya que debía de volver con sus compañeros para prepararse para el concierto.

—De todos modos tenemos el suficiente para tomar una copa de champán—sonríe Tony que las pide en el puesto de bebidas.

—Este teatro forma parte del War Memorial Veterans Building y se llama Herbst Theatre desde mil novecientos setenta y siete.—

—Gracias por invitarme, Tony, es la primera vez que estoy en este edificio.

—Para contribuir a tus conocimientos de la ciudad te diré que aquí se firmó la Carta de las Naciones Unidas en Junio de mil novecientos cuarenta y cinco.

—Pues brindo por eso.

Apuran las copas mientras Tony le da algún otro detalle sobre el edificio y el tipo de música que suele darse en ese teatro.

—Bueno, me tengo que ir, te veré al final del concierto.

Manolita encuentra su asiento y pasea la vista por los candelabros del techo y sobre todo por los ocho grandes murales que adornan las paredes del teatro, cuatro a cada lado a la altura del primer piso, obra del pintor belga Frank Brangwyn. Conoce bien a este prolífico gran artista de murales aunque personalmente no es uno de sus favoritos.

Poco a poco se van cubriendo algunas filas de asientos pero llega poca gente y ella permanece sola en su fila. Es lunes y ya ha aprendido que el lunes por la noche está dedicado al fútbol en todo el territorio de los Estados Unidos.

Las luces se apagan y se hace el silencio, la música apasionada y romántica de Brahms se materializa inundando el espacio en penumbra del teatro. Manolita se sumerge y deja acariciar por ese lenguaje de los sonidos que al igual que los colores, las tonalidades, las sutiles capas de pintura que conforman la superficie y el interior de un cuadro le transportan a la intemporalidad de un espacio intermedio donde nada es como en la realidad del mundo habitual y la materialidad de las cosas deja de tener sentido convirtiéndose en una proyección de luz constante y difusa difícil de entender pero que hace aflorar lágrimas de emoción.

Terminado el concierto abandonan la sala las pocos personas que había en ella y Manolita sale al vestíbulo y camina por uno de los corredores laterales donde espera a Tony que se demora durante un buen rato, no queda ya nadie en el teatro y alguien ha apagado algunas luces.

Aparece por fin Tony por el fondo acercándose, sonriendo.

—¡Enhorabuena, me ha gustado mucho!—exclama Manolita yendo a su encuentro.—

Él se para junto a ella, la mira durante un largo instante sin decir nada. Luego la rodea con los brazos y la besa mientras ella le atrae hacia sí y le aprieta contra su pecho.

Gonzalo en otro espacio se asoma a la terraza del ático de Santo Domingo con una copa de vino que es tan bueno y la puesta de sol tan nostálgica que le afloran unas lagrimitas que llenan de agua el atardecer madrileño que titila y se vuelve evanescente mientras piensa en Federico.

Manolo deja la tabla de surf a medio limpiar, en la que estaba poniendo los cinco sentidos, cuando Silvia con un salto de cama mínimo por todo decoro le rodea la cintura y le atrae hacia el dormitorio.

Doña Josefa Alonso Pimentel de la Soledad, duquesa de Osuna y condesa de Benavente ríe rodeada de sus hijos que juegan saltando y corriendo entre los parterres del jardín.

Y el maestro Haendel, en camisa durante su siesta eterna, se toma un respiro y corre a reunir a unos cuantos músicos y todos juntos sobre grandes nubes de algodón tocan con mucho brío el allegro de la sinfonía en si bemol mayor HWV 339.

Cuando se separan, faltos de aire como si emergieran del fondo marino a la superficie azulada del mar, dejan que los pulmones se inunden del aire frío del corredor del Herbst Theatrer, se cogen de la mano y sin decir palabra cruzan la puerta de salida y caminan por la calle cada uno pensando en el beso del otro.

Manolita vuelve a la realidad dejando la taza de café vacía sobre la mesita de noche. Suena el teléfono y es Alan que le espera en la entrada del hotel para llevarla primero al estudio para supervisar el embalaje del cuadro y luego a la fiesta en la que se sentará con Tony que ha sido invitado expresamente por Lupe.

Manolita se reclina sobre la mesa que le ha servido durante estos meses para su trabajo cotidiano, ahora limpia y vacía de todos los productos de restauración. Enfrente de ella cuatro empleados embalan provisionalmente el cuadro del Santo Niño de Atocha para llevarlo al restaurante y de vuelta a la nave donde se preparará un embalaje definitivo para su traslado a Méjico.

Desde el cuadro el Santo Niño mira fijamente a Manolita algo impasible, rodeado de sus símbolos, flores y ángeles sobre un fondo radiante que ahora lo es más al haber salido a la superficie toda la luminosidad que en el siglo dieciocho le diera José Antonio de Ayala.

—Bueno amigo mío—comenta para sí Manolita— pues este es el momento para decirte adiós porque ya no te veré más a solas, ahora vas a estar junto a toda la gente que en su mayoría ya te conocen y te veneran. Yo no sabía nada de ti y me disculpo pero en este tiempo he aprendido sobre tu larga historia y tu traslado a Méjico que es ahora tu casa. Me ha gustado mucho tu compañía y compartir contigo estos meses de trabajo.

Manolita observa como terminan de embalar cuidadosamente el cuadro y lo colocan sobre una carretilla elevadora.

—Quizás algún día pueda hacerte una visita en tu casa de Plateros, hasta entonces, adiós Santo Niño de Atocha.

Vuelve al coche con Alan y se dirigen al restaurante que ya está en plena ebullición, en la puerta espera Tony que le coge de la mano y caminan juntos para sentarse cerca de la larga mesa principal presidida por el señor Huertas, el señor Sánchez, Lupe, y otras personas de la dirección de la compañía a las que no conoce incluyendo los serios miembros de la cofradía de Plateros.

Sobre la pista de baile un grupo de niños y jóvenes ataviados con vestidos de fuertes colores, caras de albayalde, velos, guirnaldas y oscuras ojeras en las que se hunden las cuencas de los ojos danzan en su metamorfosis de esqueletos al son de la música del mariachi recordando el Día de los Muertos que acaba de celebrarse hace muy poco coincidiendo en el tiempo con el día de los Fieles Difuntos y de Todos los Santos además del Halloween anglosajón en una mezcla sincrética que abre todos los años el mes de Noviembre.

Después de la comida y la presentación del cuadro del Santo Niño de Atocha que es entregado a la custodia de la cofradía de Plateros por el señor Huertas, de las fotos y los aplausos, Manolita y Tony salen al jardín y caminan alejándose del grupo en el que los niños saltan y ríen alrededor de las piñatas que de vez en cuando se quiebran en una explosión de confeti, caramelos, chocolates y pequeños juguetes que caen sobre sus cabezas llenándoles de alborozo.

Se sientan en un banco desde el que se contempla una larga franja de la zona industrial de la bahía y la bruma lejana sobre Oakland y Berkeley. Manolita le explica el ofrecimiento que le han hecho de quedarse a trabajar en la compañía, de iniciar ese proyecto, el sueño del señor Huertas.

—¡Pero eso es magnífico!—exclama Tony sonriente.—

—Sí que lo es. Pero ha sido tan de improviso que aún no he podido hacerme a la idea de lo que eso significaría y por el momento he decidido volver a Madrid.

—Entonces…¿Lo has rechazado?

—No, no exactamente, hablé con el señor Huertas y con Lupe y su padre y ellos me dijeron que me tomase un tiempo para pensarlo y que después de un mes les diera una respuesta definitiva.

—Entonces su oferta sigue en pie…

—Sí, parece mentira, son una gente encantadora…

—¿Y qué piensas hacer?

—Pues no lo sé…volver, mi trabajo sigue estando allí y me gusta mucho, hablaré con mi jefe Gonzalo, le pediré consejo.

Tony rodea con su brazo a Manolita y se quedan así largo rato sin decir una palabra más. Cae la tarde y también la fiesta toca a su fin, cesan las voces de los niños y se oyen los motores de los automóviles que arrancan en el parking dejando el restaurante.

Manolita, cansada por las emociones del día, se sienta al borde de la cama en su habitación del hotel Fairmont. Acaba de decir adiós a Tony en la puerta del hotel. Descuelga el teléfono y pide un par de botellas de agua mineral. Al final nunca deshizo la maleta del todo que sigue sobre una butaca esperando ahora el regreso que pareciera tan lejano.

miércoles, 27 de octubre de 2010

31 – PESCADERO.

How calmly does the orange branch

Observe the sky begin to blanch

Without a cry, without a prayer

With no betrayal of despair

Some time while light obscures the tree

The zenith of its life will be

Gone past forever

And from thence

A second history will commence

A chronicle no longer gold

A bargaining with mist and mold

And finally the broken stem

The plummeting to earth, and then

And intercourse not well designed

For beings of a golden kind

Whose native green must arch above

The earth´s obscene corrupting love

And still the ripe fruit and the branch

Observe the sky begin to blanch

Without a cry, without a prayer

With no betrayal of despair

Oh courage! Could you not as well

Select a second place to dwell

Not only in that golden tree

But in the frightened heart of me

Night of the Iguana – Tennessee Williams

Alan sujeta de un brazo al señor Huertas que con el otro se apoya en Manolita. Se sientan ambos en la parte de atrás y el joven chófer cierra las puertas y se coloca al volante mientras Rosario permanece de pie contemplando la maniobra del automóvil que enfila hacia la estrecha carretera entre un crepitar de pequeñas ramas bajo sus ruedas.

Rosario dice adiós levantando la mano y se vuelve hacia el interior de la casa mientras Alan enciende las luces y el señor Huertas suspira y sonríe complacido contemplando el bosque de sequoias y abetos que oscurece con su altura la pequeña carretera que desciende entre constantes curvas hacia la costa.

—Sabe señorita, tengo que darle las gracias. Salgo muy poco y su visita me proporciona la excusa de volver a pasear por estos bosques, de llegar hasta el mar.

—Las gracias se las doy yo señor Huertas, todo esto es nuevo para mí y tenía muchas ganas de conocerle.

—Toda esta extensión hasta el mar, estas oleadas de monte que descienden por lo que se llama el Skyline Boulevard forma parte de varios parques: Castle Rock, San Lorenzo, Portola Redwoods, Pescadero Park… es una delicia contemplarlo…aquí los madereros en el siglo diecinueve destruyeron grandes zonas de bosque, el hombre, como casi siempre, explota los recursos sin pensar en el futuro. Por suerte, los cambios de la misma sociedad propiciaron su recuperación que ha vuelto más o menos a su estado primitivo para deleite de generaciones como la suya, Manolita.

El señor Huertas la mira y le sonríe volviendo de nuevo los ojos hacia el exterior del automóvil.

—Sabe Manolita, culpamos a los hombres en general por el daño que producen en las tierras que habitan, sin embargo ese daño fue hasta hace no mucho la queja de la naturaleza al esfuerzo que el hombre hacia por sobrevivir. Pero entonces todo estaba contenido, quizás porque no éramos tan poderosos en nuestra capacidad para transformar la tierra, para destruirla en nuestro afán de progreso o de conquista.

—Usted como yo, podrá imaginar a aquellos inmigrantes que arribaron a estas costas por el interior o por el mar, eso fue relativamente hace poco tiempo, llegaban hasta estos acantilados, estos farallones del Pacífico donde con un terrible esfuerzo, por medio de cables y cuerdas, ayudados de poleas, conseguían transportar sus pertenencias hasta tierra firme, eso si antes el mar no les desbarataba su embarcación engulléndola entre las aguas.

Los primeros anglosajones, alemanes, escandinavos enseguida se dieron cuenta de que no estaban solos en estas costas tan retiradas de la civilización, encontraron rusos asentados en los fuertes que habían construido a lo largo de la costa para apoyar el comercio de sus barcos venidos desde el estrecho de Bering.

Y estoy seguro de que se asombraron al comprobar que no sólo había indios desperdigados en pequeñas tribus sino el gobierno de otra nación, Méjico, asentada a lo largo y ancho de la inmensidad de estas tierras que heredaron, por decirlo de alguna forma, de los ya lejanos conquistadores a los que el tiempo y la disgregación acabó con su inabarcable sueño, que se fue diluyendo no sólo en estas tierras, a las que llegaron tardíamente, sino en toda la vasta extensión de los territorios de la conquista de Mesoamérica y de América del Sur.

Hasta entonces, Manolita, hasta que llegaron los europeos del norte, los cambios fueron muy pequeños, la gente vivía de una forma muy rural, las ciudades eran apenas unos pequeños villorrios en los que convivían algunos indios locales con mejicanos, cuatro soldados desarrapados y los frailes que eran realmente los que mandaban algo en la comunidad y le daban un cierto sentido a las horas y los días ¿Conoce Usted Los Ángeles?

—No he estado pero es como si lo conociese.

—Pues Los Ángeles le diré sin ánimo de cansarle, que en realidad se llama “ El pueblo de Nuestra Señora la Reina de los Ángeles de Porciúncula” ¿Qué le parece?

—¡Porciúncula! Qué bella palabra señor Huertas…además me es familiar, estudié sobre ello en mi asignatura de Historia del Arte. La Porciúncula es una pequeña iglesia construida en el interior de la Basílica de los franciscanos de Santa María de los Ángeles en Asís.

—¡Ciertamente! Así es. Bueno, pues aquel lugar con un nombre tan imponente, importante y extenso fue durante mucho tiempo un pueblito minúsculo que subsistía alrededor de la misión muy pobremente y con el único comercio de las pieles que traían desde el interior cazadores y buhoneros hasta las playas para curarlas, apilarlas y embarcarlas en los veleros que hacían el cabotaje desde San Diego subiendo por San Luis Rey, San Juan Capistrano, San Pedro que era la salida al mar del pueblo de Los Ángeles, San Buena Ventura, Santa Bárbara, El Estero de San Serafino que hoy llaman Morro Bay, Monterrey, Punta Año Nuevo, El Rincón de las Almejas hasta llegar a San Francisco y la Punta de los Reyes.

Una vez que aquellos barcos completaban su carga emprendían el viaje de regreso. Habían partido de Boston, recalado en Pernambuco, cruzado las Malvinas, el temido Cabo de Hornos y la subida por la isla de Juan Fernández hasta San Diego para después volver a desplegar las velas y regresar haciendo el camino inverso. Les tomaba no menos de diez meses si las cosas, especialmente la naturaleza, les era propicia. A la ida llevaban en sus bodegas todo lo imaginable, desde cajas de alfileres, medicinas, vestidos, libros, hasta muebles, camas y espejos. Todo se necesitaba, de todo estaban carentes.

En el viaje de retorno y en los mejores tiempos que no duraron mucho, todo el espacio se ocupaba con las pieles que eran una carga segura, codiciada y que proporcionaba los más altos beneficios económicos.

Fue aquella una época romántica, peligrosa. Pero ya ve Manolita, aquello no duró mucho, del este, a través de los grandes territorios llegó una expansión imparable que solo se detuvo ante las aguas de este inmenso mar ya nombrado hacía mucho tiempo por otros hombres. Y ya nada fue como antes.

—Soy mejicano y estadounidense, contento y conforme con lo que me tocó vivir en el lugar que me tocó vivir. Tengo parte también de herencia española—no crea—sonríe de nuevo— y a pesar de todo lo denostado que está el período de la conquista, ellos nos aportaron un idioma común y una cultura.

—Tiene Usted razón, hay un rechazo a esa historia y puedo decirle que en España no se estudia o se hace muy por encima y en algunas regiones hasta se desprecia.

—Una pena—suspira—la epopeya de los españoles, porque la palabra es correcta, fue una epopeya, se ha ido perdiendo en el carácter volátil del español, en su desidia y su lenta desintegración. Pero, como no, también porque han pasado cinco siglos…y esos son muchos siglos, Manolita.

—Ahora, señor Huertas, se reivindica el indigenismo, el origen atomizado de diferentes etnias como parte también del rechazo a esa unificación que se produjo con el descubrimiento.

—Pues no me parece mal en cierto modo, yo siempre he sido indigenista, tienen derecho a sacar del olvido a sus antepasados si eso es lo que quieren, una cosa no quita la otra, sobre todo cuando se trata de reivindicar a los más pobres pero ya sabe, Manolita, muchos de estos movimientos que comienzan con buenas intenciones acaban en manos de partidos políticos que vuelven a aprovecharse de ellos, a esclavizarlos, a radicalizarlos en visiones del mundo que les hurta todo atisbo de libertad.

—Me dijo Lupe que Usted trabajó mucho con César Chávez…

—¡Ah Lupita! …Sí, entonces crucé la frontera y vine a vivir a Estados Unidos, era muy joven, fui amigo suyo y participé en la creación del UFW la Asociación Nacional de Trabajadores del Campo. Hicimos muchas cosas y César logró el respeto para toda la gente que trabajaba en la pisca, la mayoría indocumentada, también para los que estaban contratados durante todo el año, hizo que se establecieran unas normas y que no se tratara a los trabajadores como meras herramientas, como esclavos.

Aprendí mucho de él y terminé de establecerme aquí, en los Estados Unidos, donde con el paso del tiempo me naturalicé haciéndome ciudadano, comparto así la amargura y la dulzura de los dos países que son sólo prolongación de una misma tierra, una tierra, sin embargo, cuyas gentes hablan una lengua diferente que no sólo se refleja en el idioma sino en las costumbres, en la forma de ser, en la forma de vivir…

—Tiene Usted dividido su mundo—responde Manolita.—

—Quizás más que dividido, como le digo, compartido—sonríe el señor Huertas—en cierto modo los mejicanos que se establecen a este lado de la frontera están volviendo a recuperar California, el antiguo territorio mejicano, en forma pacífica naturalmente, a base de tortillas y mole poblano, de margaritas y piñatas, de chile verde y también de su labor que es aquí muy importante, que cubre necesidades en las que los norteamericanos han dejado de trabajar.

Pero bueno, yo también estoy a este lado de la frontera, formo parte de este país y me preocupo por la forma en que se hacen aquí las cosas, siempre luché por el acercamiento de estas dos naciones con mis pobres recursos, individualmente, más no puedo hacer. Habrá visto Usted que se está levantando una valla a lo largo de toda la frontera. Tiene que haber una mejor solución, Manolita. Es un problema difícil, muy difícil…

Tras casi una hora de bajada el bosque se abre en el tramo que enfila la carretera de Pescadero salpicada a derecha e izquierda por pequeños ranchos de tejados rojos, de huertas que se ensanchan a medida que el terreno se nivela hacia el fondo azul del Pacífico separado de los esteros por la negra línea recta del Cabrillo Highway.

Alan conduce despacio por Stage Road la ancha calle principal del pueblo, el señor Huertas le indica que vaya hasta el final y vuelva a aparcar en Duarte´s. A derecha e izquierda se alinean los pocos establecimientos que abren aquí sus puertas: una panadería, la tienda Harley de productos lácteos, alguna tienda de antigüedades que atrae a los visitantes de fin de semana, la taquería “Tienda de Amigos” junto a la gasolinera, el Country Store y naturalmente la taberna de Duarte´s.

Ayuda Alan al señor Huertas a traspasar la puerta de entrada que sostiene Manolita y habla con una jovencita rubia que aprieta contra el pecho un buen número de cartas de menú con las dos manos. Por la puerta interior de vaivén aparecen dos señoras, una casi de la misma edad que el señor huertas y la otra en los sesenta que le abrazan y besan hablándole en inglés y en español.

Manolita pasea la vista por la sala del restaurante que no es mas que una amplia habitación de la casa, modesta, salpicada de sillas y mesas sencillas de madera algunas para sentar a ocho o diez personas y que normalmente la gente comparte a la antigua usanza.

En la parte derecha un pequeño mostrador con taburetes para comensales sueltos divide el comedor de la cocina en la que a la vista de la gente se preparan los platos, al fondo otra puerta de vaivén deja paso al bar que permanece en semipenumbra y en el que una clientela habitual pasa el tiempo comiendo en la barra, charlando o viendo un partido de béisbol en una de las pantallas elevadas sobre el fondo de la pared.

—Conozco a esta familia desde hace muchos años—comenta el señor Huertas a Manolita que se sienta junto a él en una esquina apartada.— El comedor está casi vacío, sólo una pareja termina de comer al otro lado, la hora del almuerzo ya ha pasado hace rato aunque Duarte´s permanece abierto todo el día.

La jovencita rubia les proporciona dos cartas y le lleva otra a Alan que discretamente se ha sentado en la barra frente a la cocina. Mientras, Manolita recorre con la vista la lista del menú, el señor Huertas coloca ordenadamente los cubiertos y extiende la servilleta con las manos colocándola sobre sus piernas.

—¡Qué bueno todo! Almejas, ostras, calamares, cocktail de gambas…

—Mire Manolita, hace tiempo que no vengo por aquí pero de todas formas le recomiendo la crema de alcachofas y la tarta de manzana, ambas las tengo muy presentes en mis recuerdos, eran los platos favoritos después de la guerra, en realidad antes de la guerra…veo que el local ha cambiado poco aunque ahora me dice Lupita que se llena de turistas. En mis días eran raros los visitantes y se llenaba de gente local, de pescadores, rancheros, madereros y agricultores.

Alargan los postres con la tarta de manzana y dos cafés que el señor Huertas sorbe con delectación; durante la comida han hablado de los años cincuenta, del crecimiento sin límite propiciado por la guerra, del poder acumulado por los Estados Unidos, de cómo también su pequeña empresa de importación fue creciendo, de qué forma ayudó y sigue ayudando a muchas personas sin empleo, a pequeños negocios mejicanos que encuentran la manera de hacer que sus productos puedan comercializarse más allá de su pueblo, de su ciudad, de la frontera del estado.

—Pero todo eso ha tenido un precio, esta gran nación está siendo víctima de su propio éxito, el progreso excesivo, la continua pérdida de identidad, la vida tan acelerada que no da tiempo a disfrutarla, el trabajo como único objetivo y sobre todo la avaricia que lo destruye finalmente todo…

—¿Y para qué correr tanto?...es natural que las cosas cambien, que se avance, que se encuentren soluciones para tantas enfermedades, que la vida sea supuestamente mejor, pero yo a mis noventa y tres años veo que no se acaba la pobreza, que las calles están llenas de mendigos, de gentes que no tienen un techo sobre sus cabezas…pero, discúlpeme Manolita, hagamos agradable este momento y hablemos de otras cosas.

—Sí, señor Huertas, pensemos en su amor por el arte…

—¡Desde luego! El arte me proporciona la felicidad que no encuentro en la sociedad y tengo que decirle que admiro su dedicación a un trabajo que le permite vivir en mundos paralelos, en otras dimensiones, escudriñando en un pasado que se fue para siempre pero nos dejó un reguero de imágenes para reconstruir lo que ya no es mas que polvo, para seguir sus desvelos y ansiedades, para no olvidarlos.

—A mi el arte me reconcilia con el mundo y las cosas, supongo que la contemplación de lo bello calma mi espíritu y apacigua mi corazón. Mire Manolita, ha llegado el momento de que le hable de algo importante para mí. Ya sabe que tengo un buen fondo de cuadros que restaurar, también muebles antiguos y otro tipo de obras y sobre todo unas relaciones entre Méjico y Estados Unidos establecidas en el mundo del arte desde hace muchos años.

Verá, está todo muy descuidado porque me ocupaba personalmente pero ahora ya no tengo la energía para hacerlo. Rosalino y su hija Lupita me hablaron de que se puede constituir una fundación para recoger este patrimonio, de ese modo se preservaría y aumentaría en el futuro con nuevas aportaciones, el público podría disfrutar de ello e identificarse con todo lo que atañe a su cultura beneficiándose de las actividades que se pusieran en marcha.

La fundación iría en paralelo con la empresa y en este punto, tengo que serle sincero, también entran consideraciones que aportarían un beneficio muy importante en lo relativo a los impuestos.

Así, sucintamente, quiero decirle que llevamos algún tiempo pensando en alguien para que se encargue de todo el armazón artístico porque para las finanzas y la política tenemos a Lupita que ya está a la altura de su padre en el negocio.

—En definitiva Manolita, quiero proponerle ponerse al frente de este proyecto. Me gusta Usted. Le gusta también a mis socios ¿Qué le parece?

—No sé que decir señor Huertas…me ha dejado Usted sin habla…

—Tengo noventa y tres años…voy a estar poco más en estos negocios…hoy he tenido un buen día en parte gracias a su compañía pero la mayoría de ellos los vivo ya en un cansancio crónico… tómese algún tiempo para pensarlo, pero no mucho, me gustaría ver que esta idea se concreta en algo antes de pasar al otro lado del espejo…

—Pues es tan inesperado…desde luego me sorprende mucho, lo que Usted me propone señor Huertas no sería solo un cambio en mi trabajo sino en mi vida en general, un cambio hasta de país, de amigos…la verdad es que no sé que contestarle…

—¡Ah! No se preocupe ahora Manolita y perdóneme por asaltar tan bruscamente estas horas de paseo con una proposición tan drástica…piénselo con calma, en todo caso, no le pido grandes cambios, le ofrezco la posibilidad de intentarlo, de comenzar la tarea, luego, si no le gusta, si no se siente cómoda me lo dice, nos lo dice y lo arreglamos. Esa puede ser la base de nuestro entendimiento.

Atardece y antes de regresar el señor Huertas pide a Alan que los acerque a la playa. Aparca al borde de la arena. Cogidos del brazo caminan unos pasos hasta acercarse al agua. Algunos turistas toman fotos en los instantes últimos en que el sol se oculta definitivamente en la línea del horizonte.

El mar rompe con fuerza dejando una estela de espuma que se deshace en pequeñas burbujas; al fondo la playa, el mar y el cielo se desdibujan entre la bruma y la llegada de las primeras sombras. Permanecen unos minutos escuchando el mar y sintiendo la brisa que enfría el ambiente.

Regresan en silencio. Alan pone a bajo volumen un cuarteto de cuerda de Schubert de los favoritos del señor Huertas que se queda dormido en la penumbra del interior del automóvil.

Manolita ve pasar los árboles iluminados fugazmente por los faros, los helechos que acarician en algunos recodos la parte delantera, los pequeños claros en el bosque en los que aún queda un retazo de luz que se apaga lentamente.

Cierra los ojos y se deja acunar por el suave movimiento. Y al cabo de un tiempo también ella se duerme.