jueves, 11 de noviembre de 2010

32 – AMOR Y PIÑATAS.

De la fiesta de la empresa también se ocupa Lupe con la colaboración de algunos empleados. A través de los años lo celebran en un conocido restaurante mejicano que cierra ese día sus puertas para dedicarlo enteramente a los trabajadores, sus familias y amigos de la compañía del señor Huertas.

No sólo la comida que se sirve es de la mejor de la bahía sino que el recinto, con amplios jardines, patio interior de techo acristalado, comedores en diferentes niveles y pista de baile con escenario hacen de él un lugar magnífico para que las diferentes familias que componen la empresa puedan relacionarse entre sí y los pequeños de los que hay un gran número corran y se diviertan en el jardín y participen en un gran concurso de piñatas.

A partir de las dos de la tarde comienzan a llegar los empleados con sus esposas y niños ataviados como corresponde a una fiesta especial luciendo sus trajes y vestidos estrenados en las grandes ocasiones como bautizos y comuniones.

El gran patio trasero se llena de automóviles y una hilera de invitados desfila hacia el interior del recinto encontrando por el camino a íntimos y conocidos con los que se saludan efusivamente y van ocupando las mesas alrededor de la pista central donde un mariachi entona el ambiente con oleadas de la música del propio país dejado atrás y que mantiene el fuego interior de la nostalgia en cada uno de ellos.

La comida, las posteriores palabras del señor Huertas que acudirá como todos los años, la fiesta de los niños y el baile se prolongará hasta las ocho de la tarde hora en la que los más pequeños impondrán a sus padres con su sueño y su cansancio el momento de decir adiós y dar por terminada la fiesta.

Este año sin embargo será algo diferente, el señor Huertas además de sus siempre concisas palabras a los empleados hará entrega del cuadro del Santo Niño de Atocha a los miembros de la Cofradía del mismo nombre de Plateros para su futura custodia una vez que el cuadro haya sido embalado y enviado por la empresa.

Dichos cofrades en número aproximado de diez ya han hecho notar su presencia en la cantina del restaurante donde marean una botella de tequila enfundados en trajes austeros, encorbatados para la ocasión dejando ver tras el cuello blanco de las camisas una tez muy tostada por el sol, apergaminada por la exposición a las tareas del campo pero quizás más por la vida ajetreada del cártel al que pertenecen, de las largas travesías en los negocios que llevan a cabo entre el cruce de fronteras.

Son un reducido número que han reunido la suficiente documentación para hacer posible la cita con el señor Huertas y cumplir con la tarea de hacerse depositarios de la custodia del cuadro del Santo Niño de Atocha, tal como el señor Huertas explicó a Manolita en su visita a su casa en las Montañas Azules.

Manolita se mira en el espejo del cuarto de baño de su habitación en el hotel Fairmont mientras se aplica algo de maquillaje cosa que no suele hacer normalmente. Pero esta es una ocasión importante, han pasado cuatro meses desde que llegó a los Estados Unidos, cuatro meses dedicada al cuadro que la hizo venir hasta aquí y que finalmente está acabado. Restaurado conforme a todos los pasos que se propuso al iniciar la tarea.

Está por eso contenta. Al terminar envió fotos detalladas a Gonzalo de antes, durante y después de la restauración sobre todo de aquellos puntos en los que tenía dudas y que aclaró sobradamente con él. Finalmente todo estuvo al gusto de los dos y presentó la obra a Lupe y a su padre que se sintieron muy satisfechos y se lo comunicaron al señor Huertas fijando la entrega del cuadro para la fiesta anual de la empresa.

Termina de arreglarse poniéndose un vestido sencillo y realzándolo con un discreto colgante de plata en filigrana y una pulsera a juego. Se asoma a la ventana y deja vagar la vista durante el largo momento que le ocupa el tomar una segunda taza de café.

Después de este tiempo pasado en la ciudad, la luz, el color, la niebla difuminada del amanecer, el incipiente sol que despierta las fachadas blancas, que tiñe de tonalidades plateadas la superficie azul de la bahía han llegado a formar parte familiar del despertar de cada día. En sólo unos meses esta ciudad blanca que a ella le parece hermana de la Lisboa europea le ha calado en la piel, le ha conquistado haciéndola sentirse como uno más de sus habitantes venidos de todas las partes del mundo.

Al final—piensa—nunca se mudó a casa de Lupe, ella no se lo tomó mal, comprendió que quisiera aislarse y aprovechar así mejor su tiempo. Además quería estar sola con Tony. Si, después de conocerle en Lefty O´Doul´s había salido con él varias veces, lo pasaban bien, se compenetraban, los dos parecían disfrutar de su mutua compañía. Le gustaba pero no quería hacerse falsas ilusiones.

El día siguiente de volver de ver al señor Huertas Manolita bajó al estudio como cada día, trabajó sin pausa en el cuadro del Santo Niño de Atocha y al mediodía recibió una llamada de Tony invitándola a un concierto de música de cámara en el Herbst Theatre con obras de Brahms para cuarteto de cuerda en el que él iba a participar.

Fue dando un paseo desde el hotel después de volver de South San Francisco, comenzaba a atardecer y la luz artificial a iluminar los establecimientos preparando la ciudad para las citas nocturnas, los encuentros en restaurantes y las salidas a los espectáculos.

Tony le estaba esperando en la entrada y le explicó que no tenía mucho tiempo ya que debía de volver con sus compañeros para prepararse para el concierto.

—De todos modos tenemos el suficiente para tomar una copa de champán—sonríe Tony que las pide en el puesto de bebidas.

—Este teatro forma parte del War Memorial Veterans Building y se llama Herbst Theatre desde mil novecientos setenta y siete.—

—Gracias por invitarme, Tony, es la primera vez que estoy en este edificio.

—Para contribuir a tus conocimientos de la ciudad te diré que aquí se firmó la Carta de las Naciones Unidas en Junio de mil novecientos cuarenta y cinco.

—Pues brindo por eso.

Apuran las copas mientras Tony le da algún otro detalle sobre el edificio y el tipo de música que suele darse en ese teatro.

—Bueno, me tengo que ir, te veré al final del concierto.

Manolita encuentra su asiento y pasea la vista por los candelabros del techo y sobre todo por los ocho grandes murales que adornan las paredes del teatro, cuatro a cada lado a la altura del primer piso, obra del pintor belga Frank Brangwyn. Conoce bien a este prolífico gran artista de murales aunque personalmente no es uno de sus favoritos.

Poco a poco se van cubriendo algunas filas de asientos pero llega poca gente y ella permanece sola en su fila. Es lunes y ya ha aprendido que el lunes por la noche está dedicado al fútbol en todo el territorio de los Estados Unidos.

Las luces se apagan y se hace el silencio, la música apasionada y romántica de Brahms se materializa inundando el espacio en penumbra del teatro. Manolita se sumerge y deja acariciar por ese lenguaje de los sonidos que al igual que los colores, las tonalidades, las sutiles capas de pintura que conforman la superficie y el interior de un cuadro le transportan a la intemporalidad de un espacio intermedio donde nada es como en la realidad del mundo habitual y la materialidad de las cosas deja de tener sentido convirtiéndose en una proyección de luz constante y difusa difícil de entender pero que hace aflorar lágrimas de emoción.

Terminado el concierto abandonan la sala las pocos personas que había en ella y Manolita sale al vestíbulo y camina por uno de los corredores laterales donde espera a Tony que se demora durante un buen rato, no queda ya nadie en el teatro y alguien ha apagado algunas luces.

Aparece por fin Tony por el fondo acercándose, sonriendo.

—¡Enhorabuena, me ha gustado mucho!—exclama Manolita yendo a su encuentro.—

Él se para junto a ella, la mira durante un largo instante sin decir nada. Luego la rodea con los brazos y la besa mientras ella le atrae hacia sí y le aprieta contra su pecho.

Gonzalo en otro espacio se asoma a la terraza del ático de Santo Domingo con una copa de vino que es tan bueno y la puesta de sol tan nostálgica que le afloran unas lagrimitas que llenan de agua el atardecer madrileño que titila y se vuelve evanescente mientras piensa en Federico.

Manolo deja la tabla de surf a medio limpiar, en la que estaba poniendo los cinco sentidos, cuando Silvia con un salto de cama mínimo por todo decoro le rodea la cintura y le atrae hacia el dormitorio.

Doña Josefa Alonso Pimentel de la Soledad, duquesa de Osuna y condesa de Benavente ríe rodeada de sus hijos que juegan saltando y corriendo entre los parterres del jardín.

Y el maestro Haendel, en camisa durante su siesta eterna, se toma un respiro y corre a reunir a unos cuantos músicos y todos juntos sobre grandes nubes de algodón tocan con mucho brío el allegro de la sinfonía en si bemol mayor HWV 339.

Cuando se separan, faltos de aire como si emergieran del fondo marino a la superficie azulada del mar, dejan que los pulmones se inunden del aire frío del corredor del Herbst Theatrer, se cogen de la mano y sin decir palabra cruzan la puerta de salida y caminan por la calle cada uno pensando en el beso del otro.

Manolita vuelve a la realidad dejando la taza de café vacía sobre la mesita de noche. Suena el teléfono y es Alan que le espera en la entrada del hotel para llevarla primero al estudio para supervisar el embalaje del cuadro y luego a la fiesta en la que se sentará con Tony que ha sido invitado expresamente por Lupe.

Manolita se reclina sobre la mesa que le ha servido durante estos meses para su trabajo cotidiano, ahora limpia y vacía de todos los productos de restauración. Enfrente de ella cuatro empleados embalan provisionalmente el cuadro del Santo Niño de Atocha para llevarlo al restaurante y de vuelta a la nave donde se preparará un embalaje definitivo para su traslado a Méjico.

Desde el cuadro el Santo Niño mira fijamente a Manolita algo impasible, rodeado de sus símbolos, flores y ángeles sobre un fondo radiante que ahora lo es más al haber salido a la superficie toda la luminosidad que en el siglo dieciocho le diera José Antonio de Ayala.

—Bueno amigo mío—comenta para sí Manolita— pues este es el momento para decirte adiós porque ya no te veré más a solas, ahora vas a estar junto a toda la gente que en su mayoría ya te conocen y te veneran. Yo no sabía nada de ti y me disculpo pero en este tiempo he aprendido sobre tu larga historia y tu traslado a Méjico que es ahora tu casa. Me ha gustado mucho tu compañía y compartir contigo estos meses de trabajo.

Manolita observa como terminan de embalar cuidadosamente el cuadro y lo colocan sobre una carretilla elevadora.

—Quizás algún día pueda hacerte una visita en tu casa de Plateros, hasta entonces, adiós Santo Niño de Atocha.

Vuelve al coche con Alan y se dirigen al restaurante que ya está en plena ebullición, en la puerta espera Tony que le coge de la mano y caminan juntos para sentarse cerca de la larga mesa principal presidida por el señor Huertas, el señor Sánchez, Lupe, y otras personas de la dirección de la compañía a las que no conoce incluyendo los serios miembros de la cofradía de Plateros.

Sobre la pista de baile un grupo de niños y jóvenes ataviados con vestidos de fuertes colores, caras de albayalde, velos, guirnaldas y oscuras ojeras en las que se hunden las cuencas de los ojos danzan en su metamorfosis de esqueletos al son de la música del mariachi recordando el Día de los Muertos que acaba de celebrarse hace muy poco coincidiendo en el tiempo con el día de los Fieles Difuntos y de Todos los Santos además del Halloween anglosajón en una mezcla sincrética que abre todos los años el mes de Noviembre.

Después de la comida y la presentación del cuadro del Santo Niño de Atocha que es entregado a la custodia de la cofradía de Plateros por el señor Huertas, de las fotos y los aplausos, Manolita y Tony salen al jardín y caminan alejándose del grupo en el que los niños saltan y ríen alrededor de las piñatas que de vez en cuando se quiebran en una explosión de confeti, caramelos, chocolates y pequeños juguetes que caen sobre sus cabezas llenándoles de alborozo.

Se sientan en un banco desde el que se contempla una larga franja de la zona industrial de la bahía y la bruma lejana sobre Oakland y Berkeley. Manolita le explica el ofrecimiento que le han hecho de quedarse a trabajar en la compañía, de iniciar ese proyecto, el sueño del señor Huertas.

—¡Pero eso es magnífico!—exclama Tony sonriente.—

—Sí que lo es. Pero ha sido tan de improviso que aún no he podido hacerme a la idea de lo que eso significaría y por el momento he decidido volver a Madrid.

—Entonces…¿Lo has rechazado?

—No, no exactamente, hablé con el señor Huertas y con Lupe y su padre y ellos me dijeron que me tomase un tiempo para pensarlo y que después de un mes les diera una respuesta definitiva.

—Entonces su oferta sigue en pie…

—Sí, parece mentira, son una gente encantadora…

—¿Y qué piensas hacer?

—Pues no lo sé…volver, mi trabajo sigue estando allí y me gusta mucho, hablaré con mi jefe Gonzalo, le pediré consejo.

Tony rodea con su brazo a Manolita y se quedan así largo rato sin decir una palabra más. Cae la tarde y también la fiesta toca a su fin, cesan las voces de los niños y se oyen los motores de los automóviles que arrancan en el parking dejando el restaurante.

Manolita, cansada por las emociones del día, se sienta al borde de la cama en su habitación del hotel Fairmont. Acaba de decir adiós a Tony en la puerta del hotel. Descuelga el teléfono y pide un par de botellas de agua mineral. Al final nunca deshizo la maleta del todo que sigue sobre una butaca esperando ahora el regreso que pareciera tan lejano.

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