sábado, 27 de noviembre de 2010

34 – EL CAMINO POR DELANTE.

Solo después de pasar el control de pasaportes y verse en la cinta de recogida de maletas Manolita despierta a la realidad de estar de nuevo en el Aeropuerto de Barajas de Madrid acentuado por el olor a tabaco que impregna todo el recinto aunque hayan establecido zonas específicas para fumadores.

El viaje se le ha hecho largo sobre todo por la demora de dos horas en New York pero ha sido lo suficientemente cómodo como para poder dormir a ratos o al menos cerrar los ojos en la penumbra de la cabina. Tras el pequeño caos y la sempiterna lucha para subirse a un taxi se dirige hacia el centro de Madrid que encuentra limpio y agradable a pesar de las críticas por las obras, remodelaciones y los vituperios al alcalde.

No está su compañera en el piso de Conde Duque, encuentra todo bastante desordenado, la cocina llena de cacharros sucios y restos de desayunos y comidas sin meter en la nevera. Pero su habitación está tal como la dejó, limpia y en orden, pone la maleta en un rincón y se sienta al borde de la cama suspirando hondo. Prepara un poco de café y recoge la cocina durante un buen rato. Su pequeña aventura ha pasado a una velocidad de vértigo.

Llama a Gonzalo diciéndole que irá al mediodía al estudio para así poder dormir durante la mañana. Pero él prefiere que descanse y que se acerque a su ático de Santo Domingo a media tarde o cuando esté despierta y lista para comer o cenar algo que va a cocinar para que se identifique de nuevo con la tierra que le vio nacer. Se mete en la ducha y después en la cama donde enseguida se queda dormida.

Gonzalo abre la puerta y antes de decir nada mira a Manolita durante un largo segundo. La encuentra algo pálida, ojerosa y circunspecta.

—Pero tu juventud y tu belleza te delatan—exclama Gonzalo riendo y abrazándola—.

—Ella le corresponde rodeándole el cuello con los brazos y sin saber porqué ni pretenderlo se hecha a llorar.

—¡Huy, huy! ¡Yo creía que te habían tratado muy bien esos americanos!

—Pues sí, sí que me han tratado muy bien…

—Pasa…anda, tú lo que necesitas es un buen copazo…y comer algo como Dios manda…

—No creas, allí estaba todo muy bueno.

—Sí, ya lo sé, pollo frito y Coca-Cola…

—¡No seas antiguo, Gonzalo! ¡Eso era en los años cincuenta!...

Gonzalo abre de par en par la terraza caldeada por un sol otoñal que mientras permanezca hace de ella el mejor lugar de la casa. Baja de uno de los estantes de la cocina una botella de vino tinto que abre y reparte en dos copas de calidad que reserva para los vinos buenos. Acerca una de ellas a Manolita y brindan en silencio.

¿Qué te parece?

—¡Vaya! ¡Es muy bueno!

—Sí, lo es, un “Viña el Pisón” de Laguardia, apropiado para una ocasión como esta.

Manolita se recobra un poco gracias a los efectos reconfortantes del vino que le sube a las mejillas devolviéndole el color de la vida que había quedado rezagada entre San Francisco y Madrid, navegando en las aguas del Atlántico, volviendo como en un vuelo de ave migratoria, más lentamente que el jet de Delta que por la mañana le había dejado en suelo español.

Gonzalo trastea en la cocina alegre con la presencia de Manolita, de repente veinte años más joven, sintiendo su espíritu revolotear entre la paellera y el cuchillo de cocina con el que corta tiras de pimientos rojos y los pone a freír con abundantes dientes de ajo en un dorado aceite de oliva.

Manolita deambula por el piso husmeándolo todo, sintiéndose reconfortada entre los recuerdos de Gonzalo, las fotos de sus padres en tiempos felices, los mil y un cachivaches que Gonzalo atesora, pequeñas piezas que han marcado momentos de la vida de los suyos y otros que tienen que ver con su soledad, con el encuentro de Federico, con la vida en fin que pasa terriblemente deprisa y va dejando esos detritus de amor por mesas y estanterías, en armarios y anaqueles, pedazos de la esperanza que descansan tímidamente en la precaria realidad de quien aún los disfruta.

Se detiene a mirar la música de Gonzalo y elige un cedé que pone subiendo un poco el volumen.

—¿Te parece bien algo de música de la corte de Felipe II?

—¿Armada?

—Ese mismo.

—Va muy bien para seguir hablando…

Gonzalo retira en un plato ajos y pimientos y saltea ahora trozos pequeños de pollo que también aparta, luego sofríe cebolla, añade tomate, perejil, prepara el arroz, mide el caldo y agrega todo lo demás que había apartado. Finalmente mete la paellera en el horno y regresa con la botella al lado de Manolita rellenando los vasos y trayendo un cuenco de aceitunas que pone entre los dos que se sientan en la terraza y hablan y hablan hasta que el arroz está hecho, se sirven en la cocina y regresan de nuevo a la mesa rodeados de las plantas de Gonzalo que ya se preparan para aguantar un invierno que está a la vuelta de la esquina.

Manolita cuenta a Gonzalo algunos pormenores de su estancia en Estados Unidos que no había tocado en sus conversaciones por teléfono. Le habla del ofrecimiento para volver y también de un amor incipiente…

—¿Incipiente?

—Bueno, sí, no le he conocido más allá de tres semanas pero creo que estoy…

—¿Enamorada?

—¡Qué palabra!

—No tenemos porqué avergonzarnos de las palabras cuando indican con precisión nuestros sentimientos…

—Tienes razón, pero hoy en día algunas de esas palabras dan como un poco de vergüenza al decirlas…

—¡Tonterías! Pero tienes razón, en una sociedad tan desvergonzada como la que nos ha tocado vivir sin embargo las palabras bien dichas causan un profundo rubor…pero…¿Qué fue de aquél otro joven…Manolo, que parecía interesarte?

—¡Huy! ¡Eso quedó en nada! Me da la sensación de que fue hace ya un siglo.

—Pues esa sería otra razón para que aceptases el trabajo que te ofrecen.

—Pero yo no quiero dejarte, estoy muy bien aquí y nunca voy a encontrar a nadie como tú…

—No dramatices, no me dejarías, como dices, seguiríamos en el mismo equipo. Nada tiene porqué cambiar, al menos de momento, sería un proyecto tuyo pero sin perder el contacto con nosotros, vendrías a ser nuestra sucursal en Estados Unidos…

—Gracias Gonzalo ¿Qué he hecho yo para que todos os portéis tan bien conmigo?

El mes de Noviembre trae una mezcla de días soleados y otros nublados y borrascosos con ráfagas de viento frío, es el anticipo de un invierno que ya ha entrado por las tierras de Castilla aunque no aún oficialmente en los calendarios.

Manolita se toma un café bien caliente y camina al estudio de Lavapiés, es temprano y sólo las cafeterías y bares están animados con todos aquellos que tienen la suerte de ir al trabajo, de tener uno.

Se da cuenta de que ya han pasado quince días desde su vuelta, que se ha metido otra vez de lleno en varias restauraciones alguna muy interesante como una nueva adquisición del amigo de Gonzalo, don Eduardo el banquero, que ha depositado en las manos de Gonzalo un pequeño retrato atribuido a Sofonisba Anguissola y una escena del juego de ajedrez de Bernardino Campi que fuera precisamente uno de los profesores de Anguissola en Cremona.

Se encuentra tan bien en el estudio, rodeada de sus compañeros y las herramientas de trabajo tan queridas, del espacio familiar en el que ha progresado y madurado profesionalmente que se le hace difícil volver a casa por las tardes.

Gonzalo se ha dado cuenta y le ofrece venirse con él al ático de Santo Domingo, al menos tendrá su compañía—le dice— pero ella piensa que tiene que superar esta especie de descompresión por si misma y tomar una decisión a no tardar mucho.

Por consejo de Gonzalo decide una mañana irse a andar sin rumbo por el viejo Madrid, sin prisas, deteniéndose en los escaparates, observando a la gente que transita por la Plaza Mayor, los turistas que se paran ante los escaparates de los bares donde se apilan fuentes de calamares fritos, boquerones, pirámides de ensaladilla rusa, croquetas y platos de guisos cuyo contenido es muy difícil de interpretar incluso para un avezado nativo; los camareros que terminan de colocar los manteles en los veladores de la plaza, los jóvenes que deambulan tomando el sol al igual que grupos de jubilados que charlan en los soportales o se sientan alrededor de la estatua de Felipe III.

Manolita recuerda que prometió a Alfonso, el religioso dominico, informarle sobre el cuadro del Santo Niño de Atocha y sin pensarlo un segundo baja caminando hacia la Basílica de Nuestra Señora de Atocha.

Encuentra a Alfonso en la rectoría que la reconoce al instante alegrándose de que haya ido a verle.

—¿Y esa cola tan grande que hay en la acera sigue siendo para el desayuno?

—No, no, esa es para el almuerzo. Sí—explica— es que ahora ofrecemos también la comida del mediodía.

—¡Pero cuanta gente! ¿Tan mal van las cosas?

—Pues para algunos, que van en número creciente, sí.

—¿Sigue ofreciendo churros en el desayuno?—Sonríe Manolita—.

—¡Ah! Ya no, hemos tenido que volvernos más prácticos para poder atender al mayor número de gente, ahora tienen que ser galletas, en fin, en estos meses que Usted ha estado fuera han cambiado un poco las cosas.

Manolita pasa alrededor de una hora con Alfonso explicándole todos los pormenores del cuadro, la restauración y su viaje de vuelta a Méjico para volver al pueblo de Plateros. Alfonso le escucha con gran interés y después de una hora de charla le acompaña hasta la verja de entrada donde se despiden.

—Gracias Alfonso por sus consejos y toda la información sobre el Santo Niño de Atocha que me vino realmente bien—.

—Pues yo también le quedo agradecido por su visita y ya sabe donde estoy para cualquier asunto relacionado con la Iglesia y su historia y por si quiere venir a echar una mano en la cocina, fue Usted de gran ayuda en aquel desayuno…

Manolita contempla la pantalla del ordenador portátil durante un momento ensimismada en sus propios pensamientos. Abre el correo, tiene muchos mensajes acumulados entre ellos de Lupe y Tony a los que da preferencia. No le apremian para que vuelva, Lupe le cuenta alguna historia cotidiana salpicándola con información para la construcción de la fundación del señor Huertas. Tony le habla de música y le deja saber tímidamente que le echa mucho de menos.

Leyendo estos mensajes le parece todo un poco irreal, como algo perdido en un túnel del tiempo aunque sólo hace un mes que ha regresado. Mira en torno, su habitación del piso de Conde Duque, el olor peculiar de Madrid, los ruidos, la forma de vivir a la que ha vuelto y se ha integrado sin siquiera pensarlo, formando parte de la vida cotidiana, del idioma, de lo bueno y lo malo que acontece cada día y que fluye con toda naturalidad por sus venas.

Este es su ambiente, donde tiene amigos y seres queridos, un trabajo que le apasiona, donde se siente cómoda y feliz. Manolita cierra el ordenador y se acuesta. Poco antes de quedarse dormida se acuerda de que hace ya tiempo que no sueña con la Duquesa. Es extraño—se dice—sus sueños eran tan reales…en el último iba con ella y las criadas y doncellas camino de Cádiz, cargados de armas con las que hacer frente a los peligros del camino…—Tengo que acercarme al Museo del Prado—piensa mientras se queda profundamente dormida—.

Está encantada de pasar el día en el Prado. Gonzalo pensó por un momento en irse con ella pero luego se excusó para dejarla deambular sola por las salas y así poder perderse por esa especie de segunda casa donde ha pasado tantos buenos ratos, de cruzar las habitaciones del arte reencontrando a viejos amigos, viejas historias.

Pasa la mayor parte de la mañana visitando la escuela flamenca: Van Orley, Hans Memling, Metsys, El Bosco, Brueghel, Van Dyck, Patinir del que contempla una vez más “El paso de la laguna Estigia”,Caronte que debe de llevar las almas de los muertos a través de las puertas del Hades, que de nuevo le hace meditar en que la vida del hombre es un continuo viaje, que el tiempo, la distancia y la fragilidad del momento hacen de los humanos seres en perpetuo movimiento, en constante búsqueda aunque quieran aferrarse a la comodidad de una rutina, aunque tozudamente pretendan cerrar los ojos al continuo cambio refugiándose en sus cuatro frágiles paredes del conformismo.

Sigue por las salas reencontrando muchos de sus cuadros favoritos, fijándose por primera vez en otros a los que casi no había prestado ninguna atención. Disfrutando desde el fondo de las salas de la enorme dimensión de esos cuadros de Velázquez que inundan todo el campo visual.

Pero el principal motivo de su visita al museo es sentarse frente a los Duques de Osuna y contemplar el cuadro mientras en su interior saluda a la condesa.

—Buenos días condesa…estoy de nuevo en Madrid… en el Museo del Prado, frente a su querido cuadro… he vuelto de California, he venido a saludarle, Usted sigue rodeada de sus queridos hijos y de su marido…

Permanece en el banco frente al cuadro, pero aquellos diálogos que tuvo, que soñó o se inventó no vuelven a ella. La condesa permanece en silencio, quieta en el tiempo junto a su familia, su mirada se dirige hacia donde está sentada pero no es a ella a quien mira. Sigue con la vista en Goya, en lo que acontece a su espalda, al otro lado de la habitación…en el escaparate de otro mundo congelado en un trozo de lienzo por el que se deslizan los ojos de miles de personas de todos los rincones del mundo, que lo contemplan brevemente, lo admiran y se van siendo sustituidos por otros grupos de turistas.

Sigue todavía unos minutos más, luego se levanta, se despide interiormente, sale a la calle y respira el frío aire del Madrid otoñal, llama a Gonzalo y queda con él para ir a comer juntos.

—¡Yo invito!— Exclama alegre Manolita mientras levanta la mano para detener un taxi libre que se acerca al bordillo adoquinado del Paseo del Prado.

Han pasado otros quince días, en realidad más de veinte y una hola de frío les ha hecho encender todas las estufas en el estudio de Lavapiés. Manolita ha aprovechado esos días gélidos para quedarse más tiempo charlando con Gonzalo, intercambiar correos con San Francisco y poner sus cosas más o menos al día.

Manolita se echa a reír:

—¡Ya estoy otra vez en el aeropuerto! ¡Me parece que llegué ayer!

Entrega su pasaporte y el billete de avión al empleado junto a sus dos maletas. Gonzalo espera unos pasos atrás y una vez terminados los trámites caminan sin hablar hasta el control de pasaportes. Se abrazan.

—Ya sabes, tenme al corriente de las cosas…

—Sí, no te preocupes, te estaré dando la lata todo el tiempo…

—Cuídate…

—Adiós Gonzalo…y recuerda, tienes que venir a verme…

Manolita recoge su pasaporte y entra en la zona internacional volviéndose y lanzando un beso con la mano a Gonzalo, luego desaparece entre la gente que camina deprisa hacia las puertas de embarque.

De regreso a Madrid Gonzalo pide al taxista que le deje en los aledaños de Cibeles, quiere dar un paseo, le viene muy bien hacer un poco de ejercicio físico, estirar las piernas y dejarse llevar por las calles mientras camina hacia sol; hace frío, cortante, típico del Madrid que conoce desde su infancia, así que no le asusta, va bien abrigado y le sientan bien esas agujas que siente en la cara y que vienen directas desde el Guadarrama, al menos a él le estimulan.

Camina entre las calles que van desde sol hacia Santo Domingo, sin prisa, parando en un par de bares conocidos para refrescarse y tomar unas tapas que serán ya su almuerzo.

Suena el móvil y contesta a la llamada. Es Federico que está camino de Madrid y que irá al ático directamente. Gonzalo guarda el móvil. Sonríe, echa un vistazo al cielo de Madrid y sigue caminando hacia casa.

Fin. San Francisco, 27 de Noviembre de 2010.

2 comentarios:

  1. Este relato ha sido el detonante para tomar mi aperitivo este domingo, acompañado de un buen vino del bierzo, en la tranquilidad que la soledad me brinda y de la que disfruto al máximo. Mientras mis vecinos están en misa y el pueblo queda, como quien dice y parece abandonado.
    Me ha gustado mucho.

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  2. ¡Brindo contigo, amiga Cani! José Luis

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