miércoles, 23 de septiembre de 2009

24 - LUZ. OSCURIDAD. SILENCIO. HORARIUM.


Solo la luminaria que arde permanentemente delante del Santísimo Sacramento parpadea en la atmósfera quieta, en la oscuridad de la iglesia donde los monjes acostumbrados a la repetición de sus actos, a la liturgia de las cosas, encuentran sus bancos de madera encendiendo a un lado y al otro las pequeñas lamparitas que iluminan los cantorales y libros de oración sobre los atriles.
La monodia del antifonario reverbera entre la piedra y la noche, las voces proclaman un canto interior reflejado durante siglos en la cuidada caligrafía en tinta negra y roja del texto musical. Un viaje en el tiempo que trasmite el dolor y el sufrimiento, el misterio, la alegría y la esperanza, la luz del éxtasis.
La transfiguración y el esplendor de la belleza, la sabiduría transmitida en las notas de esos pergaminos medievales, transportando las emociones y los pensamientos del alma del cantor, atrapando al hombre en su integridad.
El que no se desprende de todo no puede alcanzar la luz.
Al finalizar los Maitines los monjes vuelven despacio a la austeridad de sus celdas.
Las campanas suenan de nuevo para los Laudes, comienza la aurora, tras un intervalo suenan de nuevo las campanas para la hora Prima, a las cuatro de la mañana. De cinco a ocho los monjes trabajan en diferentes cometidos. De nuevo suenan las campanas para la hora Tercia, misa y lectura, después la hora Sexta y a las once de la mañana el almuerzo seguido de una siesta o período de lectura. Suenan las campanas para la hora Nona, trabajo y Vísperas. Cena y las campanas anuncian Completas después de las cuales los monjes regresan a sus celdas.
La vida se repite en una sucesión de días, meses y años, en la soledad, el silencio, la contemplación, la oración, la búsqueda interior, el hábito de las cosas, el alejamiento de la realidad, la separación de la realidad.
El que no se desprende de todo no puede alcanzar la luz.
El monasterio se alza en un pequeño valle entre colinas cubiertas de árboles, el conjunto de iglesia, cementerio, dependencias de trabajo y edificios y patios interiores parecen más una fortaleza que un monasterio cisterciense. Sus altas paredes de bloques de granito cubiertos de líquenes y musgos están tachonadas de balcones de hierro forjado que iluminan las celdas de los monjes.
Gonzalo ha llegado en taxi hasta la portería del convento después de atravesar unos grandes y cuidados jardines a cuyo lado izquierdo se sitúa la portada renacentista de la iglesia.
— Tengo a un amigo en este monasterio al que me gustaría ver— explica Gonzalo con un cierto tono de excusa.—
El portero que lleva un batón negro, algo más corto que una sotana y además de ocuparse de la portería enseña a los turistas el claustro y las dependencias abiertas al público, sonríe a Gonzalo.
—¿Él le espera?
—No, la verdad es que no, he venido a Santiago y he decidido en el momento venir a verle…
—Dígame su nombre, por favor.
—Hipólito, Hipólito Puelles.
—Pues espere un momento, hablaré con la comunidad…¿Y su nombre es?
—Gonzalo…muchas gracias…
Mientras espera a las puertas del claustro piensa en cómo Acuña, mientras comían, sacó a colación al amigo Hipólito que trabajó en su negocio durante muchos años en Madrid. Gonzalo le conoció muy bien en los quehaceres cotidianos de la Ribera de Curtidores y le recuerda como una persona soñadora, adicta a los libros, ocurrente y reservada.
Cuando Acuña se fue a Santiago él también decidió ir, el ambiente provinciano encajaba mejor con su personalidad y poco a poco se fue familiarizando con los pequeños pueblos, con los montes; siempre que el trabajo lo permitía se iba a andar por caminos y vericuetos que le llevaban hasta rincones en el bosque, ermitas retiradas.
—Un día —le comentó Acuña— me dijo que había entrado en el monasterio cisterciense  para preguntar sobre los monjes. Le impresionó el modo en que vivían y aunque no volvió a hablar de ello en unos meses, continuó subiendo hasta que una mañana poco antes de abrir la tienda me paró para hablar conmigo.
Me dijo que estaba decidido, si a mi no me importaba y no entorpecía el negocio, a entrar en el monasterio e intentar la forma de vivir de los monjes. Al menos durante un tiempo. Había algo que le atraía y sentía la necesidad de probar.
Naturalmente yo no era quien para impedírselo y le dije que en cuanto quisiese podía volver a su trabajo que yo siempre le guardaría. Y así, salió de la tienda una semana después, se volvió en medio de la calle empedrada para decirnos adiós a mi mujer y a mí y hasta ahora. Eso fue en mil novecientos ochenta y siete, si mal no recuerdo, tenía entonces cuarenta años, así que ahora está en los sesenta y dos.
Nunca pensé que duraría allí más de una semana, pero desde luego estaba muy equivocado. Le he visitado una vez cada año desde que se fue excepto dos veces cuando murió mi esposa, él me ayudó mucho a sobrellevarlo.
Después de oír la historia, Gonzalo pensó que después de comer podía coger un taxi y tratar de verle si ello fuera posible, las decisiones rápidas suelen ser a veces las mejores y en caso de no ser día de visita al menos se habría dado un paseo para bajar la comida que preparó Acuña y airearse antes de volver al parador.
Hipólito aparece al fondo del claustro acercándose a paso vivo hacia Gonzalo, aún dentro del hábito se nota que se conserva delgado, en buena forma y a los ojos de Gonzalo no ha cambiado excepto por el normal paso de los años y el llevar la cabeza afeitada.
—¡Qué sorpresa Gonzalo!—Le da la mano vigorosamente.—
—Te veo igual que siempre…
—También yo a ti…bueno los años pasan de todas formas…¿Qué te trae por aquí?
—Estoy en Santiago y he comido con Acuña, hablamos de ti y decidí acercarme a verte…espero no interrumpir…
—Desde luego que no, pero no dispongo de mucho tiempo, ven, vamos a la parte de detrás, al lado del cementerio que hay hierba y una buena vista.
Hipólito y Gonzalo se sientan en un banco de piedra cerca de un hórreo al lado de las lápidas del antiguo cementerio cubierto de líquenes y musgos. Durante un rato hablan de los viejos tiempos de Madrid, de cómo han cambiado las cosas, de los lugares que ambos compartieron.
—Imagino que estás esperando que te haga la pregunta de rigor, en fin, te la voy a hacer ¿Cómo es que decidiste entrar en un convento?
—Pues la verdad, Gonzalo, no lo sé, todavía no lo sé después de tantos años.
—Porque no recuerdo que fueses especialmente religioso, más bien creo que eras un ácrata, alejado de los convencionalismos sociales, aunque uno cambia desde luego.
—No, no, sigo pensando más o menos igual, en realidad soy tan ácrata que ya no lo soy ¿Tiene esto sentido?
—Pero ser monje significa aceptar una liturgia, un modo de vida…
—Bueno, Gonzalo, no soy monje del coro, sigo siendo un converso, participo en la comunidad pero dedico más horas al trabajo. Ellos me aceptan como soy.
—¿Y no quieres volver a la vida de la calle?
—No, aquí estoy más cerca de mi destino, a veces casi llego a la respuesta que busco.
—¿Y qué es lo que buscas?
—Qué pregunta Gonzalo, lo mismo que tú.
—Es verdad, perdona.
—La vida sencilla, la rutina de los días, si quieres, me ayuda a comprender las cosas. A veces en el silencio y la quietud de mi celda, sentado junto a la ventana, tengo momentos en que atisbo un esbozo de respuesta que me es difícil de definir, que en realidad no puedo definir pero que sé que está al alcance de mi mano. Es algo intimo, como saberte al otro lado del espejo en el que nos reflejamos.
—Quizás, Hipólito, es que no entendemos la vida, esta transición momentánea entre un pasado que no existe porque no recordamos y un futuro que no comprendemos porque quizás no existe. Puede que tuviera razón Teognis cuando escribió: "De todas las cosas la mejor es no haber nacido, ni ver como humano los fugaces rayos del sol, pero una vez nacido, cruzar cuanto antes las puertas del Hades y yacer tumbado bajo una espesa capa de tierra".
—Pero ese no es mi punto de vista, no lo comparto Gonzalo, estoy aquí porque me gusta la vida y mi búsqueda se rodea del paso del tiempo, de las estaciones, del movimiento del día y la noche que cobra un valor perdido ya en una sociedad que marca otro ritmo ajeno al natural, donde el ser humano no descansa ni aprecia la vida ni su sentido que es un corto viaje por la luz y no tiene tiempo ni paz para percibir otros destinos que también forman parte de su alma.
—Eres más optimista que yo.
—Cualquiera que se hace preguntas, que lucha por comprender es esencialmente optimista.
Ambos se miran, se echan a reír relajando el ambiente, Gonzalo mira alrededor.
—Nos estábamos poniendo demasiado solemnes…
—Cuéntame de tu vida Gonzalo…
Permanecen charlando durante una media hora hablando del entramado de los años que ambos han vivido, de cómo han llegado hasta el momento presente. Suena la campana y una bandada de pájaros pasa por encima de sus cabezas adentrándose entre los árboles del valle. Comienza a atardecer y la luz se remansa en el horizonte proyectando una nueva perspectiva a la arquitectura del monasterio. Hipólito se excusa porque tiene que volver al régimen de las horas.
Caminan de vuelta a la portería y Gonzalo abraza a Hipólito que le palmea la espalda y volviéndose se adentra en el claustro desapareciendo por el mismo lugar donde Gonzalo le vio llegar. Da de nuevo las gracias al portero y cruza lentamente el jardín hacia la entrada de piedra que asoma a la carretera. Suena el móvil.
—¡Manolita! ¡Como estás!...

23 - PEREGRINOS.


Gonzalo abre los ojos y lo primero que ve es el dosel de la cama, ese baldaquino o palio que está ahora tan de moda en los paradores y que a los ojos del cliente representa el conjunto de buen gusto, poder económico y presumible nivel intelectual tan deficiente en los días que corren y sin embargo tan fácil de aparentar al menos superficialmente equilibrando pequeñas informaciones recogidas de revistas de moda, usos de famosos con cierto caché y palabras buscadas y rebuscadas por las cabezas parlantes de las variopintas tertulias de la televisión que con sus colorines seudo intelectuales inoculan a través de los ojos y las entendederas del pasivo mirón esa capa de Titanlux cultural que tanto se lleva desde las gradas de los padres de la patria a los veladores de muslos tostados en los paraísos del ladrillo mediterráneo con cañas de cerveza y gambas a la plancha.
Se dirige hacia la ventana que da directamente a la Plaza del Obradoiro, el día está mustio, como tiene que ser en Santiago donde sin embargo suele lucir el sol contraviniendo el espíritu romántico al que Gonzalo siempre se acoge en sus estancias en Galicia, no llueve pero está muy nublado y la piedra, los grandes bloques de granito de los edificios circundantes adheridos de líquenes y verdines se tornan más grises, con reflejos de humedad que parece que vinieran del interior de la piedra.
 Es todavía temprano, mira el reloj de pulsera: las siete y media, pero ya por la vacía plaza cruza un peregrino lentamente, dos, tres, un pequeño grupo a los que sigue un perrillo zigzagueando de aquí para allá. Son los primeros que se han levantado al alba, seguramente inquietos en su última noche en Lavacolla, sabedores de que ya han cumplido prácticamente el camino, alegres y tristes porque la aventura física y espiritual se acaba, que no han podido esperar más, han recogido sus cosas por última vez y se han echado al camino con premura para llegar a su destino y abrazar al santo.
Gonzalo se prepara sin prisa, baja a la magnífica recepción del hotel saboreando los pasillos alfombrados, los cuadros y muebles, los arcos de piedra abiertos a la luz de los patios, los artesonados de nobles maderas, poligonales y cóncavos. Todo es arte y belleza en este parador de líneas góticas, renacentistas y barrocas que construyeran los Reyes Católicos como hospital de peregrinos.
Cruza la Plaza del Obradoiro y por Platerías baja entre los viejos soportales, las manos en los bolsillos recordando que solo ayer caminaba del brazo con Federico pisando esas mismas piedras. Entra en una cafetería y pide café y churros sentándose en una mesita al lado de la ventana, la barra está animada con peregrinos que comen grandes trozos de tortilla española y cañas de cerveza, hablan con voces vigorosas y tono entusiasmado del camino, de las anécdotas, otros escuchan y no dicen nada, sonríen levemente. Gonzalo los mira con nostalgia y no puede reprimir que un oleaje remansado de su ya pasada juventud aflore a la superficie recordándole que su camino, el de la vida, está ya muy avanzado y que atrás ha quedado una estela ya desaparecida que solo existe en sus recuerdos.
Termina de desayunar y baja por una de las calles hasta topar con la tienda de antigüedades de su amigo Acuña, viejo amigo con una historia parecida a la suya y que conoció en El Rastro muchas décadas atrás donde tenía también un chamizo de quincalla y que en los años ochenta decidió volver a su tierra y tomárselo con calma aunque la inercia de una región muy rica en historia y por ende en objetos de arte le hizo peregrinar no solo por las provincias gallegas sino más allá adentrándose incluso en Portugal y desde luego llegándose a Castilla.
Gonzalo saluda con efusión a su amigo al que encuentra leyendo el periódico sentado en un escritorio con un guardapolvos azul y una boina negra. Aparenta  más edad que él pero sus ojos brillan aún con ilusión y salta de la silla al verle entrar por la puerta.
—¡Qué sorpresa, Gonzalito! — sonríe abrazándole.—
—¡Te veo muy bien, veo que sigues con la boina de toda la vida, debéis ser cuatro en toda España!
—De toda la vida no, esta es una nueva, de hace un par de años, seguramente me enterrarán con ella… a mi lo de las modas me da igual, yo sigo con la boina, como mi padre, como mi abuelo…
—Ya debes de andar por los ochenta…
—Ochenta y tres largos…pero ya sabes ¡Bicho malo, nunca muere! ¿Y tú?
—Yo soy un crío Acuña, solo setenta y seis, casi, casi setenta y siete. ¿Y como te va?
—Bueno, hace un par de años murió mi mujer, fue rápido, algo inesperado, yo siempre pensé que me moriría antes que ella, pero eso no se puede predecir…
—Lo siento de veras…
—Sí, los chicos ya sabes que viven en Madrid, me llaman de vez en cuando y al menos una vez en verano o para las Navidades se descuelgan para que vea a los nietos, ya tengo cinco…el resto del tiempo estoy aquí, en la tienda, ya sabes que tengo la vivienda arriba, tú me ayudaste a encontrar esta casa.
—Hace casi treinta años…
—Sí, treinta años…pero te digo, no me quejo, me falta mi mujer, eso lo llevo mal, pero por lo demás aquí estoy bien, este es mi mundo y todavía me topo de vez en cuando con gente interesante, paseo mucho, me gusta observar a los peregrinos, me voy a la Catedral a ver subir y bajar el botafumeiro y ver las caras de los japoneses que entran en éxtasis con estas cosas…oye… y tú sigues con Federico…
—Si, seguimos juntos, aunque paso mucho tiempo en Madrid…
La tienda acumula la estela de las cosas que no se pueden llevar a la otra vida, que son todas, el fárrago de objetos de dudoso valor, planchas, candiles, lámparas, potes, instrumentos de labranza y enseres de una existencia cotidiana que fue y ya no es, arrinconados por otros cacharros que han inundado las casas con su pretendido valor utilitario y han elevado al rango de decoración a los dejados por inservibles pero que aportan pingües beneficios; entre todo este amasijo hay joyas escondidas que Acuña atesora con mimo y marca un nivel muy superior.
—Pero quiero que sepas que lo que ves en mi tienda está catalogado y adquirido en subastas oficiales, o comprado a propietarios que pueden justificar su procedencia — puntualiza Acuña.—
 En esta otra escala de antigüedades hay todo un resto de diferentes naufragios de edificios abandonados en pueblos dejados a su suerte, poblaciones con pocos vecinos en los que un simple candado guarda el portal de ermitas e iglesias sin control ninguno y donde gentes sin escrúpulos cargan con todos los objetos valiosos, donde el patrimonio se echa a perder porque no hay manos que lo cuiden.
—El expolio es enorme— explica Acuña — bueno, lo fue porque ya casi no queda nada, primero se llevaron los altares, los cuadros, las imágenes, luego sillas, bancos, confesionarios después lápidas, artesonados, vigas, hasta arrancaron frescos de las paredes…
—Pero hay cuerpos de funcionarios dedicados a la conservación, a los museos…
—Sí, pero o bien porque no son suficientes, o el patrimonio es inabarcable, o se dedican a hacer política, el caso es que no tienes más que irte de pueblo en pueblo para comprobar la realidad de las cosas…recuerdo que hace unos cinco años entré en una iglesia abandonada en una de las márgenes del Canal de Castilla, habían puesto tablas para tapar los huecos de las paredes que se desmoronaban, entré a la nave de la iglesia en donde todo había sido arrancado, un espectáculo patético, las tumbas situadas en el suelo cerca del altar habían sido abiertas y por el suelo desperdigados cráneos y huesos de los difuntos, y esto que vi no forma parte de una de esas fotos de la Guerra Civil sino de un día cualquiera del año dos mil uno o dos mil dos.
Mientras hablan Acuña ha sacado de una habitación contigua una imagen que coloca con cuidado encima del escritorio. Se trata de una Virgen con el Niño en madera policromada, sentada sobre un trono, lleva una túnica sobre el vestido, corona sencilla en la cabeza y sonríe sosteniendo al niño con el brazo izquierdo sentado sobre la rodilla, el niño tiene un librito cerrado en la mano izquierda y bendice con la derecha.
—¿Qué te parece, Gonzalo?
—Una imagen muy bella, ya sabes que tengo debilidad por estas vírgenes románicas o góticas.
—Bueno, tengo buen ojo para estas cosas pero no he dejado nunca de ser un chamarilero autodidacta…dame tu opinión…
—Pues…en principio coincidirás conmigo en que las vírgenes románicas son sedentes, ocupan una silla con escabel, o un trono como rasgo característico y que a partir del siglo XIII comienzan a presentarse erguidas, la postura suele ser solemne, mayestática, hierática que luego se suavizan en las imágenes góticas. La relación con el niño es muy significativa, en las primeras no hay una relación madre - niño sino madre - Dios, el niño ocupa el centro del trono. En la evolución hacia el gótico el niño se desplaza lateralmente sobre sus rodillas, el alejamiento del centro refleja el acercamiento a la madre que o bien le sujeta por el codo, o el hombro o la cintura, en una composición mucho menos rígida. Le abraza, educa o juega con él.
La moda aunque no cambia mucho en esos siglos es también importante, la talla de los pliegues de la ropa, el velo, al principio sin mostrar el cabello, la túnica cerrada en círculo sobre el cuello sin los adornos posteriores. La corona como símbolo de realeza es muy sencilla al principio, a veces como una simple diadema, el cetro real, la esfera de la mano derecha que se suele interpretar a veces como la manzana de Eva. El niño suele llevar también una esfera como signo de poder o un libro que abierto se interpreta como libro de la vida, otras veces está cerrado y algunos lo consideran como el libro de los siete sellos del Apocalipsis.
—Pues por lo que dices esta imagen parece tener un poco de mezcla de románico y gótico.
—Coincido contigo, posiblemente esté en la transición del siglo XII al XIII pero todo esto que hablamos es en la suposición de que fuese genuina, hoy no te puedes fiar con un simple vistazo, tendrías que someterla a un estudio serio.
—Quién mejor que tú ¿Te parece que os la mande al taller de Madrid?
—Pues mira, estoy pensando que para evitar riesgos en el transporte, que te parece si busco un hueco para acercarme con Alicia o Cosme, una limpieza tampoco le vendría mal.
—Esa sería una buena excusa para seguir poniéndonos al día ¿Ya no está esa chica…Manolita con vosotros?
—Sí, no la dejaría escapar por nada del mundo, está en California restaurando un cuadro. A ella le gustan aquellas tierras, y es una buena oportunidad para que se de un paseo por allí…oye Acuña, son las doce menos cuarto, a las doce hay misa en la catedral y me gustaría ir.
—Pues me voy contigo, hoy además hay botafumeiro— sonríe quitándose la bata y devolviendo la imagen a la habitación interior.
Entran en la catedral por la Plaza de las Platerías y encuentran un hueco para sentarse al lado del crucero de donde pende el inmenso incensario. La iglesia está llena de fieles y sobre todo peregrinos que ocupan la mayor parte de los bancos, por la zona de la girola deambulan turistas y más peregrinos muchos de ellos con mochilas y bordones.
Gonzalo vuelve la mirada hacia alguno de ellos que tratan de abarcar y fijar todo lo que inunda sus ojos sabedores de que han cumplido con el camino, que están por fin tras duras jornadas en el destino con el que han soñado desde el primer día. Las caras de muchos de ellos mostrando el cansancio, la intemperie, reflejando ese toque mágico que les hace ser especiales, que les diferencia del resto de los mortales, una experiencia breve, efímera que están viviendo fugazmente y en unos días desaparecerá para reintegrarlos a la maquinaria social de los días y las horas, a la esclavitud material e intelectual del engranaje de las acciones cotidianas.
Mientras el botafumeiro va y viene a lo largo del transepto subiendo cada vez más alto con los tirones que fuerzan en la soga los ocho tiraboleiros, por la mente de muchos peregrinos pasan ya en el recuerdo los lugares marcados en el siglo XII por Aymeric Picaud en el Códex Calixtinus o"Liber Sancti Iacobi".
"Roncesvalles, Viscarret, Larrasoaña, Pamplona, Puente la Reina, Estella, fértil en buen pan y excelente vino y abastecida de todo tipo de bienes. Los Arcos, Logroño, Villarroya, la ciudad de Nájera, Santo Domingo, Redecilla, Belorado, Villafranca - Montes de Oca, Atapuerca, la ciudad de Burgos, Tardajos, Hornillos, Castrogeriz, el puente de Itero, Frómista y Carrión, villa próspera y excelente, abundante en pan, vino y carne.
Sahagún, pródigo en todo tipo de bienes, donde se encuentra el prado donde, se dice, que antaño reverdecieron las astas fulgurantes que los guerreros victoriosos habían hincado en tierra, para gloria del Señor.
Viene luego Mansilla, después León, ciudad sede de la corte real, luego Orbigo, la ciudad de Astorga, Rabanal, por sobrenombre "Cativo", luego el puerto del monte Irago, Molinaseca, Ponferrada, Cacabelos, después Villafranca, en la embocadura del río Valcarce, y Castrosarracín, luego Villaus, después el puerto del monte Cebrero y en su cima el hospital, luego Linares de Rey y Triacastela, en la falda del mismo monte, ya en Galicia, lugar donde los peregrinos cogen una piedra y la llevan hasta Castañeda para obtener cal destinada a las obras de la basílica del Apóstol.
Vienen luego San Miguel, Barbadelo, Puertomarín, Sala de la Reina, Palas de Rey, Lebureiro, Santiago de Boente, Castañeda, Villanova, Ferreiros y a continuación Compostela, la excelsa ciudad del Apóstol, repleta de todo tipo de encantos, la ciudad que custodia los restos mortales de Santiago, motivo por el que está considerada como la más dichosa y excelsa de las ciudades de España".
Termina la ceremonia y Gonzalo y Acuña deshacen el camino de ida para entrar en un bar a tomar un par de vinos de Rivero en taza.
—Oye, te invito a comer, tu elige el restaurante— propone Gonzalo.—
—Pues mira, mejor te invito yo, en casa, tengo preparados unos garbanzos con espinacas y calamares en su tinta, ya sabes que a mi también me gusta cocinar.
—Hecho, me gusta el menú, así podremos hablar con más tranquilidad.

jueves, 3 de septiembre de 2009

22 - MANOLO.




No le han bastado dos cafés en el Fortuny. Sigue con una somnolencia remansada en los párpados que le hace mirar con fijeza la pantalla del ordenador abierto en el archivo de pedidos que le tiene hipnotizado desde no sabe cuanto tiempo y con el que mantiene un duermevela acunado por el runrún de algunos de sus compañeros que hacen más o menos lo propio a su alrededor. Es lunes y está justificado, implícitamente justificado, teniendo en cuenta sobre todo que don Tomás no aparecerá hasta muy entrada la tarde, después de que haya comido con algún diputado o consejero de banco o empresa al que ineludiblemente le colocará un buen pedido de reserva especial.
Buen jefe este don Tomás— piensa Manolo— vive y deja vivir, no es el clásico pijotero que fiscaliza al minuto a sus empleados controlando cada uno de sus movimientos, ni tampoco el ejecutivo tonto del haba adobado de emebeás, frío y absorbido por las estadísticas, los porcentajes de ganancia establecidos el uno de Enero estrictamente sacados del glamour de la revista Forbes y de otras zarandajas de la misma índole, objetivos anuales prácticamente inalcanzables y que hacen mucho en la creación de un ambiente hostil en el que todo el mundo quiere atizar un navajazo trapero a la altura de la goma elástica de la ropa interior a todo el mundo y la insolidaridad, el peloteo y la frustración son las negras aves que revolotean constantemente alrededor de la carroña corporativa.
Don Tomás es una persona instruida, o sea, con los conocimientos necesarios adquiridos a través de una vida edificada con el sentido común suficiente para saber estar, tener instinto y medrar en la vida sin comerle el bollo al que intenta desayunarse a su lado. Una mezcla que no lo da el leer los informes de Alan Greenspan precisamente.
Es además un hombre contento consigo mismo, que hace feliz o lo intenta a su mujer a la que no priva de nada, consiente y soporta con cariño de padre moderno a unos hijos que le ventilan los cuartos y, entretiene y le entretienen dos amigas, una en la nómina de la planta de etiquetado en Labastida, riojana simpática y que está como un tren, y otra de la que hay que hablar bajito porque es diputada del Partido Popular y aunque no está como un tren tiene su aquél y al menos de puertas para afuera, de acuerdo con lo que se le escapa a don Tomás, es una persona capaz, estimada y en sazón.
A Manolo se le caen los párpados mientras escucha el glú-glú de la pecera virtual que tiene abierta en una esquina de la pantalla y ve subir y bajar a los pececillos en torno al cofre del tesoro por el que asoman collares de perlas envueltos en algas y anémonas multicolores. El icono de la bolsa con el Ibex-35 y los del Dow Jones y Nasdaq son ya otra cosa. No inspiran el terror de hace unos meses, se han equilibrado y hasta han subido como la espuma aunque—según piensa Manolo— nadie las tiene consigo y después de las primeras polémicas para arreglar el entuerto reina un mutismo internacional en cuanto a la economía que hace ponerse nervioso al más pintado. Y no es que él tenga dos duros invertidos, ni le interesen demasiado los entresijos del mercado pero no es tan simple como para no darse cuenta de que esa línea quebrada, nerviosa, prima hermana de la que se desplaza en la escala de Richter, tiene mucho, muchísimo que ver con que las botellas se descorchen y él cobre a fin de mes.
Las risitas de Silvia y Esperanza unas mesas más allá le hacen subir por un momento a la superficie del letargo y se acuerda de su última bajada a Tarifa hace ya más de un mes. Eso fue después de ir a visitar la Cooperativa. No. La Sociedad Agraria de Transformación…y su noche con las dos. Noche que no puede recordar, que casi no puede recordar, sólo sabe que no le había pasado nunca algo parecido, que ni siquiera lo había soñado, pero pasó y sin embargo todo es como una nebulosa.
Luego se bajó a Tarifa, por alguna razón estuvo pensado casi todo el tiempo en Manolita, bueno, porque la conoció allí. Porque le gustó nada más verla, le atrajo de una forma especial que iba más allá del deseo de querer acostarse con ella, cosa que naturalmente quería hacer, quiere hacer con todas. Pero con Manolita había algo más, su forma de hablar, las cosas que decía, hasta hacía que se salieran un poco de lo normal. Bueno, de lo normal para él. Y luego sin embargo cuando estaba con ella no era capaz de sostener sus preciosos ojos, se atocinaba y no sabía muy bien que decir, y tampoco se atrevía a dar otro paso, a intentar algo más…íntimo.
El caso es que la echa de menos y sobre todo su estilo que es diferente, como si fuera más mayor de lo que realmente es. Después se fue a restaurar un cuadro, o eso al menos dijo ella, y no se han vuelto a comunicar, a veces tiene la tentación de llamarla o mejor escribirle un mensaje pero cuando lo tiene a medio hacer se interrumpe y lo borra.
Sin embargo en pocas semanas su vida ha dado un giro muy grande. Empezando con la tarde que al salir del trabajo pensando en ir andando hasta Colón, decidió mejor llegarse al bar donde la peña se reunía a partir de las ocho de la tarde. Como de costumbre, elaboraban estrategias para el partido del sábado amenizados con una cinta de video, allí estaban también Nicolás, Maribí y Silvia. Ella le sonrió y él pidió una caña. Era la primera vez que se veían fuera del trabajo después de la noche de marras. Los amigos ocupaban un par de mesas, unos diez entre chicos y chicas, uno de ellos gritó en alta voz mientras Manolo daba un trago a la cerveza:
—¡Eh, dónde has dejado a la megapija!
—¿Qué megapija?— contestó Manolo un poco amoscado luciendo la espuma en el labio superior—.
Todos se echaron a reír, Silvia se aproximó a la barra y pasándole un brazo por el hombro le sonrió.
—No te lo tomes a mal, ya sabes que siempre tienen que sacar punta a todo…
—Lo que es a mí… pueden decir lo que quieran…
Silvia y Manolo se quedaron un rato charlando en la barra mientras los demás, entre risas y bromas entonaban las canciones de rigor y hacían los usuales comentarios sobre las posibilidades de su equipo para el próximo fin de semana. Silvia hablaba del trabajo, de ir a bailar, de las últimas películas y él la miraba de forma que no pudiera advertirlo maravillándose al pensar que había estado en la cama con ella aunque seguía sin recordar nada, sólo unas horas precipitadas, una sensación parecida a cuando el viento le descontrolaba sobre la tabla, no podía hacerse con la vela y terminaba arrastrado por el mar, confuso, perdida la orientación, flotando y hundiéndose entre la espuma y el agua hasta que recuperaba el control y se hacia de nuevo con la vela.
El caso es que fue pasando la tarde y al final Silvia le pidió que le acompañase un rato, cuando llegaron a su apartamento se vio subiendo con ella y llamando a sus padres:
—No me esperéis a cenar, estoy con unos amigos en una fiesta y volveré tarde…
Silvia sacó de la nevera un par de cervezas y unas patatas fritas.
—¿Y Esperanza?
—¡Ah no! Ella aquí no pinta nada. Lo del fin de semana fue un regalito que te hicimos por ser tan caballero y conducir todo el camino. Pero aquello olvídatelo, fue como si te hubiera tocado un premio en una tómbola ¿Vale?
Aquella noche sí que se dio más cuenta de lo que hacía, no pegaron ojo y terminaron con una paliza encima que ni siquiera Manolo había sentido con los vientos del estrecho. Los siguientes diez días no apareció por casa mas que para cambiarse de ropa y contestar con monosílabos a las preguntas de su madre. Su padre no decía nada y se limitaba a mirarle desde el sofá enfrente de la televisión.
—A este chico le noto la cara más delgada y no aparece por casa— comentaba la madre—.
—Déjale mujer, antes te quejabas de que no salía de su habitación…
—Sí, pero ahora es que nunca está en ella ni para dormir…
Durante dos semanas Silvia y Manolo volvían del trabajo para encerrarse en el apartamento de ella con un par de bloques de pan Bimbo, unos fiambres y unas cuantas cervezas. La lucha era dura y sin cuartel con breves pausas para que el ritmo cardíaco se apaciguase. Luego poco a poco convinieron una tregua que empezaba a eso de las dos o tres de la mañana, charlaban un poco y se quedaban como troncos hasta que la cruda realidad de la vida, de la luz que se filtraba por la ventana les llevaba como autómatas al Fortuny donde se inyectaban por vena tres o cuatro cafés.
Las burbujas siguen subiendo desde el fondo arenoso de la pecera virtual y los peces rojos, amarillos, de profundos tonos azules van y vienen impulsados por las órdenes que reciben de las líneas escritas por algún programador que intenta ganarse unos duros en el mundo del shareware. Manolo no acaba de despertarse y del hipotálamo le van llegando una procesión continua de tazas de café humeante que le apremian a salir del sopor y bajar de un salto al Fortuny a por un barreño de café con leche.
Al cabo de un mes Silvia y Manolo estaban felices, seguían felices, sus batallas eran ahora más tranquilas y sosegadas lo que les había abierto otro mundo mejor que el anterior, diferente al menos, porque a la premura y el atosigamiento le había seguido la tranquilidad, el solazarse mutuamente, el charlar, el descubrir juntos otros aspectos que hasta ahora habían permanecido en la sombra.
En una palabra, Manolo estaba en la gloria, para que negarlo, Silvia de puertas para adentro era la monda y de puertas para afuera tenía una conversación que para sí quisieran muchos de sus amigos, hablaba de fútbol, de hacer marchas por la sierra, no hacía remilgos a nada y era el perfecto colega bebiendo, comiendo y soportando el calor o el frío en el estadio.
Y así estaban las cosas. Y la vaga sensación de pérdida hipotética de libertad se veía compensada con creces por el hecho de haber encontrado la vida fuera de su habitación; las fotos y los símbolos frikis, la playstation que acariciaba y manipulaba con las manos, que añoraba y necesitaba, que amaba en la soledad de su cuarto se había convertido en algo cálido, perfumado y excitante, en una boca tibia de labios turgentes y una lengua pequeña y sonrosada con más vocación de exploración y aventura que la que nunca tuviera el Coronel Tapioca.
Ya solo le quedaba bajarse a la vera del moro con su chica, compartir el campo, los kilómetros de ida y vuelta y ponerla frente al levante en uno de esos días de mar y olas, de naturaleza limpia y desbordante que traía a través del Estrecho el perfume de las montañas y las dunas africanas.




Pero de momento— piensa encajado en el sillón de su escritorio— ha vuelto a su vida regular en casa, yendo a dormir a una hora razonable, cenando la mayoría de los días con sus padres con los que ahora de vez en cuando se sienta a ver la tele en lugar de permanecer encerrado entre las cuatro paredes de su sarcófago friki. Su madre a menudo cuando Manolo se va a la cocina o a algún otro menester se queda mirando a su marido con los ojos como platos y dice remedando a su hijo: "¡Yo es que lo flipo! ¡Qué cambiazo ha dado este chico en cuatro días, si es que no parece mi Manolito!"
Los peces de colores son ya una sombra, unas estelas entre sonidos de aguas lejanas. Bruscamente Manolo se despierta, un poco más y se abre una brecha en la frente contra el borde de la mesa. ¡Esto no puede ser!— se dice — y molesto y airado por su comportamiento se levanta con aire de ejecutivo, se abrocha la chaqueta, da media vuelta y se baja a escape al Fortuny a por una buena dosis de cafeína.