jueves, 3 de septiembre de 2009

22 - MANOLO.




No le han bastado dos cafés en el Fortuny. Sigue con una somnolencia remansada en los párpados que le hace mirar con fijeza la pantalla del ordenador abierto en el archivo de pedidos que le tiene hipnotizado desde no sabe cuanto tiempo y con el que mantiene un duermevela acunado por el runrún de algunos de sus compañeros que hacen más o menos lo propio a su alrededor. Es lunes y está justificado, implícitamente justificado, teniendo en cuenta sobre todo que don Tomás no aparecerá hasta muy entrada la tarde, después de que haya comido con algún diputado o consejero de banco o empresa al que ineludiblemente le colocará un buen pedido de reserva especial.
Buen jefe este don Tomás— piensa Manolo— vive y deja vivir, no es el clásico pijotero que fiscaliza al minuto a sus empleados controlando cada uno de sus movimientos, ni tampoco el ejecutivo tonto del haba adobado de emebeás, frío y absorbido por las estadísticas, los porcentajes de ganancia establecidos el uno de Enero estrictamente sacados del glamour de la revista Forbes y de otras zarandajas de la misma índole, objetivos anuales prácticamente inalcanzables y que hacen mucho en la creación de un ambiente hostil en el que todo el mundo quiere atizar un navajazo trapero a la altura de la goma elástica de la ropa interior a todo el mundo y la insolidaridad, el peloteo y la frustración son las negras aves que revolotean constantemente alrededor de la carroña corporativa.
Don Tomás es una persona instruida, o sea, con los conocimientos necesarios adquiridos a través de una vida edificada con el sentido común suficiente para saber estar, tener instinto y medrar en la vida sin comerle el bollo al que intenta desayunarse a su lado. Una mezcla que no lo da el leer los informes de Alan Greenspan precisamente.
Es además un hombre contento consigo mismo, que hace feliz o lo intenta a su mujer a la que no priva de nada, consiente y soporta con cariño de padre moderno a unos hijos que le ventilan los cuartos y, entretiene y le entretienen dos amigas, una en la nómina de la planta de etiquetado en Labastida, riojana simpática y que está como un tren, y otra de la que hay que hablar bajito porque es diputada del Partido Popular y aunque no está como un tren tiene su aquél y al menos de puertas para afuera, de acuerdo con lo que se le escapa a don Tomás, es una persona capaz, estimada y en sazón.
A Manolo se le caen los párpados mientras escucha el glú-glú de la pecera virtual que tiene abierta en una esquina de la pantalla y ve subir y bajar a los pececillos en torno al cofre del tesoro por el que asoman collares de perlas envueltos en algas y anémonas multicolores. El icono de la bolsa con el Ibex-35 y los del Dow Jones y Nasdaq son ya otra cosa. No inspiran el terror de hace unos meses, se han equilibrado y hasta han subido como la espuma aunque—según piensa Manolo— nadie las tiene consigo y después de las primeras polémicas para arreglar el entuerto reina un mutismo internacional en cuanto a la economía que hace ponerse nervioso al más pintado. Y no es que él tenga dos duros invertidos, ni le interesen demasiado los entresijos del mercado pero no es tan simple como para no darse cuenta de que esa línea quebrada, nerviosa, prima hermana de la que se desplaza en la escala de Richter, tiene mucho, muchísimo que ver con que las botellas se descorchen y él cobre a fin de mes.
Las risitas de Silvia y Esperanza unas mesas más allá le hacen subir por un momento a la superficie del letargo y se acuerda de su última bajada a Tarifa hace ya más de un mes. Eso fue después de ir a visitar la Cooperativa. No. La Sociedad Agraria de Transformación…y su noche con las dos. Noche que no puede recordar, que casi no puede recordar, sólo sabe que no le había pasado nunca algo parecido, que ni siquiera lo había soñado, pero pasó y sin embargo todo es como una nebulosa.
Luego se bajó a Tarifa, por alguna razón estuvo pensado casi todo el tiempo en Manolita, bueno, porque la conoció allí. Porque le gustó nada más verla, le atrajo de una forma especial que iba más allá del deseo de querer acostarse con ella, cosa que naturalmente quería hacer, quiere hacer con todas. Pero con Manolita había algo más, su forma de hablar, las cosas que decía, hasta hacía que se salieran un poco de lo normal. Bueno, de lo normal para él. Y luego sin embargo cuando estaba con ella no era capaz de sostener sus preciosos ojos, se atocinaba y no sabía muy bien que decir, y tampoco se atrevía a dar otro paso, a intentar algo más…íntimo.
El caso es que la echa de menos y sobre todo su estilo que es diferente, como si fuera más mayor de lo que realmente es. Después se fue a restaurar un cuadro, o eso al menos dijo ella, y no se han vuelto a comunicar, a veces tiene la tentación de llamarla o mejor escribirle un mensaje pero cuando lo tiene a medio hacer se interrumpe y lo borra.
Sin embargo en pocas semanas su vida ha dado un giro muy grande. Empezando con la tarde que al salir del trabajo pensando en ir andando hasta Colón, decidió mejor llegarse al bar donde la peña se reunía a partir de las ocho de la tarde. Como de costumbre, elaboraban estrategias para el partido del sábado amenizados con una cinta de video, allí estaban también Nicolás, Maribí y Silvia. Ella le sonrió y él pidió una caña. Era la primera vez que se veían fuera del trabajo después de la noche de marras. Los amigos ocupaban un par de mesas, unos diez entre chicos y chicas, uno de ellos gritó en alta voz mientras Manolo daba un trago a la cerveza:
—¡Eh, dónde has dejado a la megapija!
—¿Qué megapija?— contestó Manolo un poco amoscado luciendo la espuma en el labio superior—.
Todos se echaron a reír, Silvia se aproximó a la barra y pasándole un brazo por el hombro le sonrió.
—No te lo tomes a mal, ya sabes que siempre tienen que sacar punta a todo…
—Lo que es a mí… pueden decir lo que quieran…
Silvia y Manolo se quedaron un rato charlando en la barra mientras los demás, entre risas y bromas entonaban las canciones de rigor y hacían los usuales comentarios sobre las posibilidades de su equipo para el próximo fin de semana. Silvia hablaba del trabajo, de ir a bailar, de las últimas películas y él la miraba de forma que no pudiera advertirlo maravillándose al pensar que había estado en la cama con ella aunque seguía sin recordar nada, sólo unas horas precipitadas, una sensación parecida a cuando el viento le descontrolaba sobre la tabla, no podía hacerse con la vela y terminaba arrastrado por el mar, confuso, perdida la orientación, flotando y hundiéndose entre la espuma y el agua hasta que recuperaba el control y se hacia de nuevo con la vela.
El caso es que fue pasando la tarde y al final Silvia le pidió que le acompañase un rato, cuando llegaron a su apartamento se vio subiendo con ella y llamando a sus padres:
—No me esperéis a cenar, estoy con unos amigos en una fiesta y volveré tarde…
Silvia sacó de la nevera un par de cervezas y unas patatas fritas.
—¿Y Esperanza?
—¡Ah no! Ella aquí no pinta nada. Lo del fin de semana fue un regalito que te hicimos por ser tan caballero y conducir todo el camino. Pero aquello olvídatelo, fue como si te hubiera tocado un premio en una tómbola ¿Vale?
Aquella noche sí que se dio más cuenta de lo que hacía, no pegaron ojo y terminaron con una paliza encima que ni siquiera Manolo había sentido con los vientos del estrecho. Los siguientes diez días no apareció por casa mas que para cambiarse de ropa y contestar con monosílabos a las preguntas de su madre. Su padre no decía nada y se limitaba a mirarle desde el sofá enfrente de la televisión.
—A este chico le noto la cara más delgada y no aparece por casa— comentaba la madre—.
—Déjale mujer, antes te quejabas de que no salía de su habitación…
—Sí, pero ahora es que nunca está en ella ni para dormir…
Durante dos semanas Silvia y Manolo volvían del trabajo para encerrarse en el apartamento de ella con un par de bloques de pan Bimbo, unos fiambres y unas cuantas cervezas. La lucha era dura y sin cuartel con breves pausas para que el ritmo cardíaco se apaciguase. Luego poco a poco convinieron una tregua que empezaba a eso de las dos o tres de la mañana, charlaban un poco y se quedaban como troncos hasta que la cruda realidad de la vida, de la luz que se filtraba por la ventana les llevaba como autómatas al Fortuny donde se inyectaban por vena tres o cuatro cafés.
Las burbujas siguen subiendo desde el fondo arenoso de la pecera virtual y los peces rojos, amarillos, de profundos tonos azules van y vienen impulsados por las órdenes que reciben de las líneas escritas por algún programador que intenta ganarse unos duros en el mundo del shareware. Manolo no acaba de despertarse y del hipotálamo le van llegando una procesión continua de tazas de café humeante que le apremian a salir del sopor y bajar de un salto al Fortuny a por un barreño de café con leche.
Al cabo de un mes Silvia y Manolo estaban felices, seguían felices, sus batallas eran ahora más tranquilas y sosegadas lo que les había abierto otro mundo mejor que el anterior, diferente al menos, porque a la premura y el atosigamiento le había seguido la tranquilidad, el solazarse mutuamente, el charlar, el descubrir juntos otros aspectos que hasta ahora habían permanecido en la sombra.
En una palabra, Manolo estaba en la gloria, para que negarlo, Silvia de puertas para adentro era la monda y de puertas para afuera tenía una conversación que para sí quisieran muchos de sus amigos, hablaba de fútbol, de hacer marchas por la sierra, no hacía remilgos a nada y era el perfecto colega bebiendo, comiendo y soportando el calor o el frío en el estadio.
Y así estaban las cosas. Y la vaga sensación de pérdida hipotética de libertad se veía compensada con creces por el hecho de haber encontrado la vida fuera de su habitación; las fotos y los símbolos frikis, la playstation que acariciaba y manipulaba con las manos, que añoraba y necesitaba, que amaba en la soledad de su cuarto se había convertido en algo cálido, perfumado y excitante, en una boca tibia de labios turgentes y una lengua pequeña y sonrosada con más vocación de exploración y aventura que la que nunca tuviera el Coronel Tapioca.
Ya solo le quedaba bajarse a la vera del moro con su chica, compartir el campo, los kilómetros de ida y vuelta y ponerla frente al levante en uno de esos días de mar y olas, de naturaleza limpia y desbordante que traía a través del Estrecho el perfume de las montañas y las dunas africanas.




Pero de momento— piensa encajado en el sillón de su escritorio— ha vuelto a su vida regular en casa, yendo a dormir a una hora razonable, cenando la mayoría de los días con sus padres con los que ahora de vez en cuando se sienta a ver la tele en lugar de permanecer encerrado entre las cuatro paredes de su sarcófago friki. Su madre a menudo cuando Manolo se va a la cocina o a algún otro menester se queda mirando a su marido con los ojos como platos y dice remedando a su hijo: "¡Yo es que lo flipo! ¡Qué cambiazo ha dado este chico en cuatro días, si es que no parece mi Manolito!"
Los peces de colores son ya una sombra, unas estelas entre sonidos de aguas lejanas. Bruscamente Manolo se despierta, un poco más y se abre una brecha en la frente contra el borde de la mesa. ¡Esto no puede ser!— se dice — y molesto y airado por su comportamiento se levanta con aire de ejecutivo, se abrocha la chaqueta, da media vuelta y se baja a escape al Fortuny a por una buena dosis de cafeína.

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