miércoles, 23 de septiembre de 2009

24 - LUZ. OSCURIDAD. SILENCIO. HORARIUM.


Solo la luminaria que arde permanentemente delante del Santísimo Sacramento parpadea en la atmósfera quieta, en la oscuridad de la iglesia donde los monjes acostumbrados a la repetición de sus actos, a la liturgia de las cosas, encuentran sus bancos de madera encendiendo a un lado y al otro las pequeñas lamparitas que iluminan los cantorales y libros de oración sobre los atriles.
La monodia del antifonario reverbera entre la piedra y la noche, las voces proclaman un canto interior reflejado durante siglos en la cuidada caligrafía en tinta negra y roja del texto musical. Un viaje en el tiempo que trasmite el dolor y el sufrimiento, el misterio, la alegría y la esperanza, la luz del éxtasis.
La transfiguración y el esplendor de la belleza, la sabiduría transmitida en las notas de esos pergaminos medievales, transportando las emociones y los pensamientos del alma del cantor, atrapando al hombre en su integridad.
El que no se desprende de todo no puede alcanzar la luz.
Al finalizar los Maitines los monjes vuelven despacio a la austeridad de sus celdas.
Las campanas suenan de nuevo para los Laudes, comienza la aurora, tras un intervalo suenan de nuevo las campanas para la hora Prima, a las cuatro de la mañana. De cinco a ocho los monjes trabajan en diferentes cometidos. De nuevo suenan las campanas para la hora Tercia, misa y lectura, después la hora Sexta y a las once de la mañana el almuerzo seguido de una siesta o período de lectura. Suenan las campanas para la hora Nona, trabajo y Vísperas. Cena y las campanas anuncian Completas después de las cuales los monjes regresan a sus celdas.
La vida se repite en una sucesión de días, meses y años, en la soledad, el silencio, la contemplación, la oración, la búsqueda interior, el hábito de las cosas, el alejamiento de la realidad, la separación de la realidad.
El que no se desprende de todo no puede alcanzar la luz.
El monasterio se alza en un pequeño valle entre colinas cubiertas de árboles, el conjunto de iglesia, cementerio, dependencias de trabajo y edificios y patios interiores parecen más una fortaleza que un monasterio cisterciense. Sus altas paredes de bloques de granito cubiertos de líquenes y musgos están tachonadas de balcones de hierro forjado que iluminan las celdas de los monjes.
Gonzalo ha llegado en taxi hasta la portería del convento después de atravesar unos grandes y cuidados jardines a cuyo lado izquierdo se sitúa la portada renacentista de la iglesia.
— Tengo a un amigo en este monasterio al que me gustaría ver— explica Gonzalo con un cierto tono de excusa.—
El portero que lleva un batón negro, algo más corto que una sotana y además de ocuparse de la portería enseña a los turistas el claustro y las dependencias abiertas al público, sonríe a Gonzalo.
—¿Él le espera?
—No, la verdad es que no, he venido a Santiago y he decidido en el momento venir a verle…
—Dígame su nombre, por favor.
—Hipólito, Hipólito Puelles.
—Pues espere un momento, hablaré con la comunidad…¿Y su nombre es?
—Gonzalo…muchas gracias…
Mientras espera a las puertas del claustro piensa en cómo Acuña, mientras comían, sacó a colación al amigo Hipólito que trabajó en su negocio durante muchos años en Madrid. Gonzalo le conoció muy bien en los quehaceres cotidianos de la Ribera de Curtidores y le recuerda como una persona soñadora, adicta a los libros, ocurrente y reservada.
Cuando Acuña se fue a Santiago él también decidió ir, el ambiente provinciano encajaba mejor con su personalidad y poco a poco se fue familiarizando con los pequeños pueblos, con los montes; siempre que el trabajo lo permitía se iba a andar por caminos y vericuetos que le llevaban hasta rincones en el bosque, ermitas retiradas.
—Un día —le comentó Acuña— me dijo que había entrado en el monasterio cisterciense  para preguntar sobre los monjes. Le impresionó el modo en que vivían y aunque no volvió a hablar de ello en unos meses, continuó subiendo hasta que una mañana poco antes de abrir la tienda me paró para hablar conmigo.
Me dijo que estaba decidido, si a mi no me importaba y no entorpecía el negocio, a entrar en el monasterio e intentar la forma de vivir de los monjes. Al menos durante un tiempo. Había algo que le atraía y sentía la necesidad de probar.
Naturalmente yo no era quien para impedírselo y le dije que en cuanto quisiese podía volver a su trabajo que yo siempre le guardaría. Y así, salió de la tienda una semana después, se volvió en medio de la calle empedrada para decirnos adiós a mi mujer y a mí y hasta ahora. Eso fue en mil novecientos ochenta y siete, si mal no recuerdo, tenía entonces cuarenta años, así que ahora está en los sesenta y dos.
Nunca pensé que duraría allí más de una semana, pero desde luego estaba muy equivocado. Le he visitado una vez cada año desde que se fue excepto dos veces cuando murió mi esposa, él me ayudó mucho a sobrellevarlo.
Después de oír la historia, Gonzalo pensó que después de comer podía coger un taxi y tratar de verle si ello fuera posible, las decisiones rápidas suelen ser a veces las mejores y en caso de no ser día de visita al menos se habría dado un paseo para bajar la comida que preparó Acuña y airearse antes de volver al parador.
Hipólito aparece al fondo del claustro acercándose a paso vivo hacia Gonzalo, aún dentro del hábito se nota que se conserva delgado, en buena forma y a los ojos de Gonzalo no ha cambiado excepto por el normal paso de los años y el llevar la cabeza afeitada.
—¡Qué sorpresa Gonzalo!—Le da la mano vigorosamente.—
—Te veo igual que siempre…
—También yo a ti…bueno los años pasan de todas formas…¿Qué te trae por aquí?
—Estoy en Santiago y he comido con Acuña, hablamos de ti y decidí acercarme a verte…espero no interrumpir…
—Desde luego que no, pero no dispongo de mucho tiempo, ven, vamos a la parte de detrás, al lado del cementerio que hay hierba y una buena vista.
Hipólito y Gonzalo se sientan en un banco de piedra cerca de un hórreo al lado de las lápidas del antiguo cementerio cubierto de líquenes y musgos. Durante un rato hablan de los viejos tiempos de Madrid, de cómo han cambiado las cosas, de los lugares que ambos compartieron.
—Imagino que estás esperando que te haga la pregunta de rigor, en fin, te la voy a hacer ¿Cómo es que decidiste entrar en un convento?
—Pues la verdad, Gonzalo, no lo sé, todavía no lo sé después de tantos años.
—Porque no recuerdo que fueses especialmente religioso, más bien creo que eras un ácrata, alejado de los convencionalismos sociales, aunque uno cambia desde luego.
—No, no, sigo pensando más o menos igual, en realidad soy tan ácrata que ya no lo soy ¿Tiene esto sentido?
—Pero ser monje significa aceptar una liturgia, un modo de vida…
—Bueno, Gonzalo, no soy monje del coro, sigo siendo un converso, participo en la comunidad pero dedico más horas al trabajo. Ellos me aceptan como soy.
—¿Y no quieres volver a la vida de la calle?
—No, aquí estoy más cerca de mi destino, a veces casi llego a la respuesta que busco.
—¿Y qué es lo que buscas?
—Qué pregunta Gonzalo, lo mismo que tú.
—Es verdad, perdona.
—La vida sencilla, la rutina de los días, si quieres, me ayuda a comprender las cosas. A veces en el silencio y la quietud de mi celda, sentado junto a la ventana, tengo momentos en que atisbo un esbozo de respuesta que me es difícil de definir, que en realidad no puedo definir pero que sé que está al alcance de mi mano. Es algo intimo, como saberte al otro lado del espejo en el que nos reflejamos.
—Quizás, Hipólito, es que no entendemos la vida, esta transición momentánea entre un pasado que no existe porque no recordamos y un futuro que no comprendemos porque quizás no existe. Puede que tuviera razón Teognis cuando escribió: "De todas las cosas la mejor es no haber nacido, ni ver como humano los fugaces rayos del sol, pero una vez nacido, cruzar cuanto antes las puertas del Hades y yacer tumbado bajo una espesa capa de tierra".
—Pero ese no es mi punto de vista, no lo comparto Gonzalo, estoy aquí porque me gusta la vida y mi búsqueda se rodea del paso del tiempo, de las estaciones, del movimiento del día y la noche que cobra un valor perdido ya en una sociedad que marca otro ritmo ajeno al natural, donde el ser humano no descansa ni aprecia la vida ni su sentido que es un corto viaje por la luz y no tiene tiempo ni paz para percibir otros destinos que también forman parte de su alma.
—Eres más optimista que yo.
—Cualquiera que se hace preguntas, que lucha por comprender es esencialmente optimista.
Ambos se miran, se echan a reír relajando el ambiente, Gonzalo mira alrededor.
—Nos estábamos poniendo demasiado solemnes…
—Cuéntame de tu vida Gonzalo…
Permanecen charlando durante una media hora hablando del entramado de los años que ambos han vivido, de cómo han llegado hasta el momento presente. Suena la campana y una bandada de pájaros pasa por encima de sus cabezas adentrándose entre los árboles del valle. Comienza a atardecer y la luz se remansa en el horizonte proyectando una nueva perspectiva a la arquitectura del monasterio. Hipólito se excusa porque tiene que volver al régimen de las horas.
Caminan de vuelta a la portería y Gonzalo abraza a Hipólito que le palmea la espalda y volviéndose se adentra en el claustro desapareciendo por el mismo lugar donde Gonzalo le vio llegar. Da de nuevo las gracias al portero y cruza lentamente el jardín hacia la entrada de piedra que asoma a la carretera. Suena el móvil.
—¡Manolita! ¡Como estás!...

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