martes, 7 de julio de 2009

17 - NIEBLA SOBRE SAN FRANCISCO.

—¿Lleva algún dispositivo electrónico dentro de la maleta?

—¿Ha dejado el equipaje sin su supervisión en algún momento?

—¿Ha aceptado paquetes o regalos de alguien y que lleve en la maleta?

El mostrador de la compañía Delta está al fondo de la segunda planta del viejo terminal de Barajas. Manolita se alegra de no tener que ir al T-4 que será todo lo moderno que se quiera pero se deja uno los zapatos hasta que por fin se llega a la puerta de embarque.

Gonzalo le ha instado a comprar un billete en clase preferente o primera o ejecutivo o business o como quiera que se les antoje llamarlo en estos días; el caso es que es un gran detalle del bueno de Gonzalo y en un viaje tan largo se nota mucho la diferencia. Tenía dos opciones, volar por Atlanta o por New York, como aún quedaban billetes se decidió por el vuelo de New York así seguramente podrá ver desde la ventanilla un trocito de Manhattan y recordar su breve estancia en esa magnífica ciudad.

Sin apenas haber tenido tiempo de identificar su asiento y colocar su bolso de viaje en el compartimiento superior le aborda una sonriente azafata que le ofrece una copa de cava que rechaza aceptando sin embargo un par de botellitas de agua. El avión parece estar completamente lleno y desde la cabina el comandante saluda a los pasajeros e informa de las condiciones del vuelo que será de casi nueve horas con buen tiempo y alguna ocasional turbulencia sobre el atlántico, dicho lo cual, invita a todos a relajarse y disfrutar del viaje.

Manolita está bastante sorprendida de haber entendido casi todo lo que ha dicho el piloto en ese inglés gutural de los estadounidenses y piensa que con un poco de práctica quitará la herrumbre depositada por la falta de uso del idioma con el que en sus días en New York llegó a sentirse bastante segura y confortable.

Despega el setecientos sesenta y siete dejando la cruz blanca de Paracuellos del Jarama a su derecha, girando hacia el pueblo de Colmenar Viejo y tomando altura por el Valle de Cuelgamuros hacia el noroeste. Antes de que empiece el servicio de comidas han pasado Santiago de Compostela, el Finisterre y el azul del Atlántico es ya todo lo que se puede ver desde la ventanilla del avión.

De nuevo el comandante se deja oír en la cabina con los datos habituales de altura, velocidad y el tiempo en New York que al parecer está algo tormentoso pero que no impedirá el llegar conforme al horario establecido.

Comienza el servicio de comida y Manolita acepta un vaso de vino tinto con los entremeses y otro con el plato principal. Todos los asientos están ocupados, un rápido vistazo alrededor le hace comprobar que abundan los pasajeros en viaje de negocios seguido de dos o tres parejas de turistas de mediana edad y alguno que otro en bermudas, chanclas, lleno de tatuajes desde la cabeza rapada a los tobillos desnudos o calada la gorra de béisbol hasta las orejas.

Tras la comida la cabina queda en penumbra y Manolita se acomoda en el asiento tratando de relajarse, a su alrededor los colores de las pequeñas pantallas individuales se entremezclan atrayendo la mirada de cada pasajero y un único sonido sordo y a veces más intenso de los motores del avión. Saca el ipod del bolso y cierra los ojos escuchando a Mahler pensando que lleva levantada desde las cinco de la mañana, de su breve conversación con Gonzalo que insistía el día anterior en ir al aeropuerto con ella pero al que persuadió de la inutilidad de hacerlo ya que una vez en él el tiempo que se necesita en superar los controles de todo tipo hace que el estar sólo sea la mejor opción para agilizar los trámites.

Se queda en un duermevela a través de las notas de Mahler recordando los buenos momentos pasados en New York, los paseos interminables bajo un frío intenso a través de las avenidas en la neblina azulada iluminada por un sol pálido y difuso de atardecer entre los innumerables globos de luz del tráfico que se entrecruzan, bailan, oscilan y desaparecen en el bosque cambiante de ámbar, rojo y verde; los edificios que vencen con su luz artificial la menguante del cielo neoyorquino, las espadas del edificio Chrysler que aparecen y desaparecen entre las nubes bajas mientras el día se va del todo y la ciudad se convierte en el sol artificial que ilumina las sombras de la oscuridad nocturna.

Los edificios Art-deco, con su estilo opulento, futurista, geométrico, trapezoidal, de líneas rectas y quebradas reminiscentes del Egipto antiguo, elegante y funcional, que se imponía y luchaba desde los años veinte a la austeridad forzada por las guerras y las depresiones económicas; la apetencia por el gozo de los placeres de la vida en un mundo frágil y de futuro incierto.

Los paseos por Gramercy Park, Tribeca o el Whitney Museum of American Art en busca de las obras de Hopper, uno de sus pintores favoritos, que en un paisaje urbano como el de New York, la ciudad más dinámica, próspera y futurista del mundo plasma en sus cuadros la soledad y la imposibilidad de comunicación de las personas que permanecen sepultadas en el silencio y el vacío de los espacios interiores y urbanos, bien desde una habitación desnuda donde la enorme ventana desprovista de cortinas se abre a un urbanismo austero de tejados, chimeneas y depósitos de agua, o desde la mesa de un restaurante donde los clientes beben una taza de café separados por la brecha invisible de la incomunicación, como corpúsculos de vida que en el rigor de su soledad mantienen una distancia infinita con los otros, un silencio profundo y frío que forma parte de un espacio real y metafísico al mismo tiempo.

Y recuerda, como no, las cenas en el Carnegie Deli entre las calles cincuenta y cinco y la séptima donde elegía una mesa junto a la cocina, las camareras dicharacheras, vocingleras, hablando en inglés y en español con el mismo desparpajo, los sandwich de corned beef, roast beef, pastrami o jamón con queso, las ensaladas de coleslaw y patatas, los tazones de pepinillos. El pastrami — le comentó en cierta ocasión una de las camareras — tuvo su origen en Turquía y lo trajeron a New York los inmigrantes judíos. Le explicaba a Manolita que es carne de vaca a la que se le somete a un laborioso proceso de curación tanto con sal como dejándola durante un período de tiempo al aire, se cubre con un adobo de alholva, también llamado heno griego, ajo y pimientos de chile y cuando ya está listo se corta en capas muy delgadas con un cuchillo muy afilado, nunca con máquina, y se sirve con generosidad formando un considerable grosor entre las tapas del sandwich.

Manolita nunca podía tomar más de medio acompañado con un pepinillo y guardaba la otra mitad para la comida del día siguiente en la Hispanic Society donde trabajaba en el equipo de restauración de la obra de Sorolla. La Hispanic Society que se encuentra en el Audubon Terrace entre las calles 155 y 156 al oeste de Broadway en la parte alta de Manhattan, un centro cultural construido por Mr. Archer Milton Huntington que desde mil novecientos cuatro ofreció terrenos a otras instituciones culturales contribuyendo además a la construcción de sus edificios.

Mr. Huntington fue un enamorado de España que recorrió a finales del siglo XIX y principios del XX las estepas de Castilla siguiendo los pasos del Cid desde Burgos a Valencia, recogiendo manuscritos, artesanía, llenando el museo con mapas, fotografías, cuadros y cerámicas, magníficos ejemplos de muebles, textiles, cristal, joyas así como una librería con más de doscientos cincuenta mil libros y documentos que van desde el siglo doce hasta la actualidad recogidos durante un período de cincuenta años.

Estas y otras cosas piensa acurrucada en el asiento que de vez en cuando le transmite las turbulencias en las que entra el avión pero que duran solamente uno o dos minutos para volver al ronroneo suave de los motores y la quietud de la cabina por la que de vez en cuando va y viene una de las azafatas repartiendo botellas de agua. Las horas van pasando lentamente.

La aproximación al aeropuerto J.F. Kennedy se hace desde el Atlántico, después de sobrevolar bosques reverdecidos por la primavera, playas aisladas que se pierden en el horizonte, urbanizaciones de casas individuales que simetricamente se salpican entre canales, meandros y un sinfín de pequeños lagos conectados por donde navegan lanchas y gabarras en todas direcciones. Al fondo entre la contaminación y la pátina fría de la atmósfera se perfila Manhattan como un bastión de acero y hormigón de puntas afiladas emergiendo de un paisaje plano y difuso densamente poblado pero que no da esa sensación por la vegetación que lo cubre.

En la cabina ya está todo recogido y las azafatas se preparan para el aterrizaje inminente, el avión desciende sobre las autopistas cargadas de un tráfico rápido y constante, sobrevolando zonas industriales y marismas entrando en las capas de aire usado dando algunos saltos bruscos hasta enfilar la pista donde se posa suavemente iniciando el frenado hasta situarse a la altura de las terminales del aeropuerto.

Los trámites del control de pasaportes son lentos e irritantes, recogidas las maletas Manolita se dirige al vuelo doméstico donde tiene que volver a pasar todos los controles de seguridad que son mucho más minuciosos que los que pasan las autoridades españolas.

Afortunadamente ha tenido tiempo para todo y el segundo vuelo a San Francisco está dentro del horario previsto, desde su ventanilla ve de nuevo los alrededores del aeropuerto, atardece sobre New York, el avión describe un amplio círculo y entre la neblina distingue los rascacielos lejanos como tallos de apio concentrados en un pequeño círculo. Luego va tomando altura de crucero y dejando atrás los núcleos de población, el paisaje en penumbra del atardecer se vuelve una mancha lejana, parda con algunos puntos de luz en la distancia. Comienza a acusar el cansancio del viaje y se queda dormida a ratos, le quedan más de seis horas de vuelo por delante.

Las tres horas de diferencia con New York hace que el descenso en la bahía de San Francisco se haga también en el atardecer casi anochecido, Manolita se refresca en el baño, acumula el cansancio de un viaje que se hace muy largo y eso que todo ha discurrido sin ningún retraso, cumpliendo sus horas, sin incidentes que señalar.

De nuevo se inician las maniobras de descenso y aproximación al aeropuerto, Redwood City, Menlo Park, Belmont, Foster City, San Mateo cuyo puente hacia Hayward cruzando ese tramo de la bahía marca el tramo final del viaje, se distingue claramente el movimiento de las aguas por el viento de costado, paralelamente al avión circula un tráfico denso por la carretera 101, en el horizonte un brazo de niebla sube por la costa entrando por el Golden Gate, cubriendo la ciudad y desplazándose hacia Oakland. El Boeing 767 aterriza suavemente.

Manolita se encamina hacia el exterior de la zona de seguridad donde un grupo de gente espera a los pasajeros de ese y otros vuelos que llegan a estas horas, entre las personas que esperan distingue a una joven de su edad, alta, de complexión atlética, tez morena y rasgos exóticos. Sujeta entre sus manos un pequeño trozo de cartón donde escrito con rotulador Manolita reconoce su nombre: Srta. Madrid.

—Yo soy la Srta. Madrid— le sonríe Manolita.—

— Guadalupe, Lupe, encantada de conocerte— le sonríe a su vez .—

—¿Qué tal el viaje? Imagino que vendrás cansada.

— Sí, bastante, pero el viaje ha sido bueno, muy bueno.

— Vamos a por tus maletas, y deja por ahora todo en mis manos, primero te llevaré al hotel, descansas y mañana te llamo y hablamos con tranquilidad ¿Te parece?

— Me parece muy bien, la verdad es que estoy muy cansada…

Guadalupe conduce hacia el centro de San Francisco, Manolita mira en silencio el tráfico circulando en tantos carriles, al fondo la autopista se divide en múltiples direcciones y Guadalupe continúa pegada a la derecha describiendo una amplia curva elevada en cuyo frente se perfilan todos los edificios iluminados del centro de San Francisco y las luces del puente de la bahía que cruza al lado universitario e industrial de Berkeley y Oakland.

Descienden hacia la sexta avenida dejando a la derecha las múltiples vías de ferrocarril del Townsend, el campo de béisbol ATT y la zona industrial convertida poco a poco en apartamentos y urbanizaciones donde la falta de tranquilidad y zonas verdes es sustituída por el atractivo de las saunas, los gimnasios y los múltiples destellos impactantes del confort y sofisticamiento dirigidos a una sociedad volcada en las tecnologías y el consumo.

El centro de San Francisco está callado y tranquilo, Guadalupe sube por Taylor hasta Nob Hill torciendo en California y de nuevo en Mason para parar a la entrada del hotel Fairmont; se encarga de gestionar la habitación y acompaña a Manolita a su cuarto en donde ya han depositado su equipaje. Guadalupe se despide.

—Pues lo dicho, te llamo mañana, hacia el mediodía para que puedas descansar.

—Gracias Guadalupe.

—Mis amigas me llaman Lupe o Lupita.

—Pues gracias de nuevo Lupe ¿Tú eres mejicana?

—Sí pero también soy de aquí, miti-miti como yo digo. A ti ni te pregunto tienes un acento típico de España ¿Hablas inglés?

—Me defiendo, estuve en New York trabajando durante unos meses.

—¡Ah! Muy bien, aquí podrás practicar aunque hay mucha gente que habla español.

—Sí, eso tengo entendido.

—Hasta mañana, ya sabes, te llamaré hacia las doce.

—Buenas noches y gracias por todo.

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