martes, 23 de junio de 2009

16 - CAMPANAS QUE AÚN SE TAÑEN

Gonzalo despidió a Federico en la estación al día siguiente de tener la fiesta en el estudio. Es cierto que le había dejado bien claro que debía de volver porque no podía dejar el trabajo que tenía entre manos sobre todo en estos tiempos de incertidumbre económica donde las cosas pueden cambiar de un día para el otro.

Pero a Gonzalo le hubiera gustado que se quedase unos días más, ir juntos a la exposición de Sorolla, tenerle en el estudio, pasear por el Madrid antiguo y acercarse a alguno de sus bares y restaurantes escondidos por las viejas calles de Lavapiés, cenar juntos en el ático que fuera de sus padres en la Cuesta de Santo Domingo, charlar en la terraza rodeados de geranios contemplando las chimeneas y los tejados, escuchar a Monteverdi…sí, Federico siempre le dice que es demasiado romántico y eso le hace vulnerable en este mundo frío y despiadado donde Cronos es devorado por sus hijos. Pero ¿Porqué tendría que volverse más tosco e invulnerable a estas alturas? La sensibilidad por lo material e inmaterial le ha llenado la vida, la capacidad para emocionarse le ha hecho feliz y le sigue produciendo ilusión y una cierta esperanza intelectual en el ser humano.

Mientras Manolita ultima su viaje han entrado al estudio dos obras para restaurar de las que se harán cargo Alicia y Cosme, una es un cuadro de John Webber que pertenece al Museo Marítimo de Londres y fue pintado en mil setecientos ochenta, es un bello retrato de una princesa tahitiana con los senos descubiertos, melena rizada negra adornada con flores y una túnica blanca a media cintura, el brazo derecho sostiene un abanico de plumas y el izquierdo descansa en su regazo. Una de aquellas bellezas que posiblemente estuvo a punto de hacer naufragar la carrera de algún oficial inglés apegado a la enseña de Britannia que finalmente descartó la posibilidad que raramente se ofrece de vivir la vida en toda su pureza y sinsentido para seguir la lógica atávica de su educación y buenas costumbres en pos del mandato sublime de la patria.

Por otro lado, y dicho sea de paso, una nación poco proclive a mezclarse con otras etnias como sí lo hicieran conquistadores de más relumbrón algunos siglos antes, súbditos aquellos del rey de las Españas y del orbe. Manolita y sus compañeros coinciden en que sólo necesita una limpieza prácticamente superficial con lo que está de acuerdo Gonzalo.

El otro lienzo es del pintor mejicano José de Alcibar pintado en mil setecientos noventa y tres y muestra a una joven de dieciséis años de edad tomando los votos de una orden religiosa. Ricamente vestida con encajes y bordados, lleva también una cofia de los mismos materiales y sobre ella una gran corona tachonada de flores. Los brazos están ocupados por retratos queridos de santos y en el derecho sostiene una pequeña figura de un niño adornado con sombrero en cuyo brazo izquierdo lleva un bordón de peregrino con la correspondiente calabaza para el agua.

—¡El Santo Niño de Atocha! — exclama entusiasmada Manolita a quien le es enteramente familiar después de ver las estampas que le diera Alfonso, el padre dominico.

—Si— comenta Gonzalo— de ahora en adelante vas a tener ocasión de verle muy a menudo.

—¡Cierto!— comprueban Cosme y Alicia que comparan el lienzo con las estampas de Manolita.

Los días van pasando al igual que en esas películas en blanco y negro en las que un grueso calendario como una marca de agua, difuminado entre los acontecimientos de cada día, va dejando caer las hojas con sus grandes y negros números, ocho, nueve, diez… mientras las personas caminan por la calle ensimismadas en sus tareas, los automóviles circulan en cualquier dirección como los locos coches de una verbena, los cierres de los establecimientos suben y bajan, la luz del día inunda las calles o desaparece dando paso a la noche con sus farolas y anuncios luminosos que a su vez se irán apagando cuando el sol vuelva a iluminar el asfalto y las fachadas de los edificios, reflejando su luz rojiza en los cristales de los escaparates.

Manolo ha pedido un día de vacación para estirar un poco el fin de semana y se ha embaulado todo el paisaje de viñas, olivares, pueblos y ciudades hasta llegar a la línea azul que separa Tarifa de las cercanas tierras africanas. Mientras lucha con el viento o se sienta en el bar tiene la sensación de que las cosas no son como antes, es verdad que ha vuelto al mar, a las ráfagas del estrecho, pero en su interior lo percibe de forma diferente. Nota que se le escapa, que el impulso hacia la costa que hacía atractivo el largo viaje de ida y vuelta se aleja a más velocidad que la que imprime el viento a la vela de su tabla de surf.

Últimamente ha tenido algunas experiencias que le han hecho reflexionar, el trabajo que ahora le ocupa más tiempo; su habitación, reducto amurallado donde esconder sus días ha perdido mucho de su sentido, sus iconos, carteles, incluso la playstation se le hace ahora banal y ya no siente el mismo atractivo por recluirse entre esas cuatro paredes donde se sentía reflejado. Y piensa sobre todo en Manolita con la que ha salido varias veces y se siente muy bien pero al mismo tiempo le inquieta.

Manolita vuelve cansada a casa, los días son solo el reflejo de los colores y texturas en los que ahora trabaja, cada cuadro que restaura le introduce en un túnel del tiempo del que emergen imágenes de un mundo perdido para siempre, de los breves momentos de un acontecimiento magnífico en el que se ganaron o perdieron guerras o países, o del rincón recoleto en el que una mujer cose un viejo vestido bajo la tenue luz que entra por una claraboya mientras un niño sentado sobre las baldosas del suelo la mira con un juguete en las manos, o los ojos de alguien perdido mucho más allá de los recuerdos que el destino o el azar que son reflejo de si mismos han dejado sobre la superficie de un lienzo intemporal, como los de esa joven de dieciséis años y trece días de edad, la madre María Anna Josefa religiosa en el convento de San José de Gracia como reza al pie del cuadro y que mira ahora cada día a Manolita desde un mundo paralelo con ojos y semblante tristes quizás porque se separaba de sus padres, o por la tremenda decisión que acababa de tomar a tan temprana edad mientras abrazaba los objetos de su religión, como juguetes de una niña que está creciendo pero aún no ha salido de su infancia.

Su compañera de piso no ha llegado todavía, se quita los zapatos y anda descalza a la cocina donde se prepara una tortilla francesa y un par de rebanadas de pan con mantequilla que come despacio mientras oye Les Plaisirs de la Table de Telemann, luego se lava los dientes, se pone el pijama y cierra tras de sí la puerta de su habitación metiéndose en la cama. Se duerme hasta tres veces encima del libro que intenta leer y termina por cerrarlo y apagar la luz.

Pasea entre los álamos con la duquesa, anochece y una cierta brisa refresca los árboles y las plantas del calor del estío.

—Los niños ya están en la cama —comenta alzando la mirada hacia los balcones de la segunda planta— mientras se abanica despacio y las varillas entrechocando contra el pecho de la duquesa producen un sonido rítmico que acompaña al producido por las hojas de los álamos.

Manolita mira a la duquesa cuya belleza frágil e intemporal se realza con el velo de seda negro que se ha puesto sobre la cabeza. Llegan al final del paseo donde la capilla con la puerta entreabierta deja ver los cirios que arden en su interior, la duquesa se arrodilla en el primero de la media docena de bancos junto al pequeño altar de la Virgen de la Paloma, ella se sienta en el último y pasea la mirada por las paredes encaladas y el techo en donde unos querubines la observan semiescondidos entre un retazo de cielo y nubes goyescas. En el lado izquierdo hay una pila bautismal de origen románico y en el derecho otro altarcito de la Virgen que sostiene entre sus brazos un niño Jesús vestido de peregrino con sombrero, bordón y calabaza. Desde el exterior llega el sonido de una pequeña campana que uno de los criados tañe nueve veces.

Gonzalo, sentado en un banco de un pequeño jardín junto a la tapia de ladrillo de un convento cercano a su casa, escucha las campanadas que le llegan desde su interior. Mira el reloj, las nueve de la noche, se levanta despacio y se encamina a uno de los bares cercanos donde toma un par de tapas con una cerveza, entabla una pequeña conversación con el dueño y luego se dirige a su casa donde se sirve un vaso de vino acompañado de un cuarteto de cuerda que escucha sentado entre los geranios de la terraza. Sobre los tejados de Madrid aún reverbera la tenue luz del ocaso que se pierde entrelazada a la que sube de las calles y al sonido del tráfico que poco a poco va adelgazándose hasta dejarlas vacías y silenciosas.

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