jueves, 11 de junio de 2009

14 - ENCUENTRO

—He quedado a las dos con Eduardo— se dirige Gonzalo a Manolita acercándole una taza de café.

Manolita, sentada en un taburete, observa el cuadro de José de Ribera que en su opinión está ya terminado. Gonzalo arrima una silla y escruta en silencio la superficie oscura, algo abismal o podría decir abisal, de los oleajes acromáticos en los que parece flotar el cuerpo semidesnudo del santo eremita.

Han pasado tres semanas de concentración y trabajo, tres semanas desde la pequeña reunión en la que Gonzalo y Federico lo pasaron muy bien guisando para los amigos, a la que también fue Manolo aunque, hay que decir, brevemente. Pero eso no le preocupa y ahora que lo piensa no ha sabido nada de él en todo este tiempo aunque bien es verdad que ella tampoco ha tenido libre un minuto excepto para tratar de terminar el trabajo que tiene entre manos.

—¿Vais a comer a algún restaurante de postín?

—Vamos a ir los tres, quiero que vengas conmigo, te presentaré a uno de los banqueros más importantes del país, siempre es interesante conocer a alguien conectado con el poder…fáctico o no fáctico. Además tu presencia hará más suave la factura que pienso pasarle.

—¿Le vas a cobrar mucho?

—Claro que sí ¡Es un Ribera! Y aunque todos los banqueros son tacaños por principios inherentes a la profesión, de otro modo no podrían ser banqueros, se sentiría ofendido si le cobrase poco, una abultada factura halagará su ego proporcionándole además el confort de ver aumentado su patrimonio artístico que a estos niveles siempre se cotiza al alza.

—Tomo nota Gonzalo…quiero decir, para cuando tenga mi propio estudio y las decisiones dependan de mí.

—Muchas decisiones ya dependen de ti y tú lo sabes…

—Gracias Gonzalo pero por ahora me siento más cómoda sin mucha responsabilidad.

A media mañana supervisan a los empleados de mudanzas de obras de arte que embalan cuidadosamente el cuadro y se lo llevan del estudio, luego salen a la calle a esperar el taxi que han pedido por teléfono.

—Vamos a la calle Lagasca, al restaurante La Chalupa.

—Si señor— responde el taxista que baja la bandera así como el volumen de la radio.

—Y no corra, no tenemos demasiada prisa, así podremos disfrutar mejor el trayecto.

—Desde luego, no se preocupe.

Gonzalo se arrellana en el asiento y contempla la mañana soleada madrileña, los turistas que desde la parte superior abierta de los autobuses toman fotos de La Cibeles, del Palacio de Comunicaciones ahora Ayuntamiento, de la gente que ocupa las aceras algunos de ellos caminando deprisa, con un objetivo determinado y otros, la mayoría, indolentemente, parando en los puestos de periódicos, caminado hacia algún museo o simplemente dejándose llevar sin rumbo definido.

Tras dar la vuelta al monumento de La Cibeles el taxi enfila el Paseo de la Castellana, en los parterres centrales los tulipanes se alinean en todo su esplendor de rojos y amarillos.

—¡Qué de gente…y a la una y pico del mediodía! Parece como si nadie trabajara en esta ciudad…

—En parte es así, Manoli, debemos andar por los cuatro millones y pico de parados…pero por otro lado tengo que decir que siempre he visto las calles de Madrid llenas a las horas en que normalmente se debería estar trabajando, es una pregunta que siempre me hacía de joven y de eso hace ya mucho tiempo.

—Pues tendrás razón pero ¿Cómo sobrevive la gente?

—Otro misterio, pero yo tengo la teoría de que nuestro país ha sido siempre de tener gran apego a la familia y posiblemente eso haga que en muchas cuatro, cinco o más personas vivan a la sombra de un único miembro que conserva su trabajo; con las posibles enfermedades cubiertas por la Seguridad Social, alguna pequeña subvención y un trabajo ocasional en la economía sumergida pues se va tirando, ya sabes, donde comen cuatro comen cinco…

—Cuando estuve en Nueva York, con ser un país más adelantado que nosotros vi a gente sin techo durmiendo en las aceras, una pobreza de gente solitaria vagando por las calles empujando uno de esos carritos de supermercado con sus pocas pertenencias, me llamó mucho la atención…

—Sí, es una sociedad en la que los lazos familiares se han ido perdiendo en la lenta desintegración que causa el materialismo que los aísla y enfrenta en una continua lucha personal por sobrevivir, que los ha vuelto más individualistas y por tanto han dejado de ser fuertes.

—"Every man for Himself"— contesta Manolita— recuerdo además que alguno de esos indigentes llevaba orgulloso la bandera americana bien visible entre lo poco que arrastraban en el carrito.

—Es parte de su filosofía de la que aparentemente están muy orgullosos pero también presenta, como a menudo suele ocurrir, dos caras, por un lado aún mantienen ese espíritu de frontera, la libertad personal, aunque la libertad es más un concepto que una realidad. Por otro lado es también una sociedad en la que la gente se une para luchar y discutir todo tipo de cosas, saben organizarse mucho mejor que nosotros y votar sus decisiones.

—Si no vivimos juntos, moriremos solos.

—No te quepa duda, por desgracia aquí están llegando también la insolidaridad y el concepto de que cada uno se las apañe como pueda, que dirían los castizos, aunque por el momento hay muchas organizaciones de ayuda, pero el problema crece cada día.

El taxi frena enfrente de La Chalupa y mientras pagan y suben a la acera llega un Audi negro que se detiene delante del taxi, se abren las dos puertas delanteras de las que bajan un joven bien vestido que se para a medio camino de la puerta del restaurante escrutándolo todo y el chofer que da la vuelta al vehículo y abre la puerta de atrás por la que desciende un hombre delgado, de unos sesenta y tantos años, de calva bronceada, con un terno oscuro impecable y mostrando una amplia, blanca sonrisa a Gonzalo que le extiende la mano.

—¡Esto es puntualidad anglosajona!

— ¿Cómo estás Eduardo?— le estrecha la mano.—

—Muy bien, y observo que tú también, hace tiempo que no nos vemos…

—Te presento a Manolita, que ha llevado todo el trabajo de tu obra de arte.

—Encantado, Manolita.

Atraviesan el local, sobre la barra de roble con motivos marineros y ocupada por una amplia clientela, bandejas de nécoras, cigalas, pulpos enteros, pimientos de padrón, conservas y encurtidos. El comedor está en plena actividad, el dueño del restaurante, vieja amistad de don Eduardo, les lleva a un saloncito privado de los varios de que disponen para ocasiones especiales.

—Bueno, aquí estaremos tranquilos, estos ratos son un pequeño lujo para disfrutar con amigos lejos de personajes y personajillos, consejeros de administración y demás fauna incluyendo la política que suele ser, salvo raras excepciones la más insufrible.

—Gracias Eduardo, sé que estás muy ocupado pero salió de ti el vernos y estoy encantado y he querido traer a Manolita para que cada vez que eches un vistazo a tu Ribera te acuerdes de las manos que lo rejuvenecieron sin que lo parezca.

—Desde luego, desde luego, gracias Manolita, no será de todas formas el último, ya os mandaré algún otro a no tardar mucho, puede que algo impresionista o flamenco pero aún no os puedo adelantar nada…¿Me has traído la factura? Ya sabes que esto del arte me gusta llevarlo personalmente…

Gonzalo le entrega un sobre que guarda en el bolsillo interior de la chaqueta que a continuación se quita acomodándola en el respaldo de otra silla.

—¿Os parece bien un poco de marisco para empezar?

Manolita y Gonzalo asienten con la cabeza. Eduardo pide que traigan angulas, percebes y cigalas, pimientos de Padrón y un botella de Dom Perignon.

—¡Ah! ¿Tenéis buenos bocartes?

—Claro que sí— afirma el dueño del restaurante.

—Pues tráenos unos al estilo de mi tierra.

—Y cómo te va todo Eduardo…

—A mí y a la familia bien…los negocios, bueno, eso ya sabes, quizás hoy más complicado que antes pero siempre difícil sean buenos o malos tiempos, la cuestión es salir al patio de recreo de vez en cuando, ahora cada vez me gusta más estar en el patio… ¿Sabes?— mirando a Manolita— conozco a tu jefe desde principio de los setenta, hace más de treinta y cinco años, nos conocimos en La Rioja en El Ciego…

—En San Vicente de la Sonsierra— rectifica Gonzalo.—

—Eso es. Yo andaba interesado en el vino y buscaba inversiones en la zona; Gonzalo en el arte, en el arte en general fueran lámparas, cuadros, muebles…a mi ese mundo me tocaba de cerca porque lo había tenido alrededor desde que nací. Bueno, pues nos hicimos amigos…y hasta hoy.

—Últimamente te he visto en los periódicos con todo este lío de la economía— comenta Gonzalo.—

—Sobre todo con las inversiones en Hispanoamérica, allí no nos va mal aunque tenemos que estar siempre templando gaitas con los gobiernos y están a punto de darnos la patada en algunos países…con toda esta catástrofe económica las cosas van a tardar un poco en reconducirse, pero yo sigo las directrices familiares: optimismo, trabajo y ajustarse a las reglas del juego; desgraciadamente mi forma de pensar no parece coincidir demasiado con lo que está ocurriendo en España desde hace ya algunos años.

—En España la juventud lucha por ser funcionario, tener un puesto fijo de por vida— comenta Manolita.

—¡Qué mal síntoma! Los jóvenes deberían estar abriendo nuevos caminos, usando la imaginación, emprendiendo negocios, viajando a otros países para contrastar formas de vida, pero tengo que reconocer que no se les puede culpar cuando no se crean esos estímulos desde el colegio, no se les da la educación ni la ética del esfuerzo y para remate este dislate lingüístico que va a impedir a muchos dominar el idioma español importantísimo hoy en día junto con el inglés.

—¡Un brindis por la amistad!— propone Gonzalo levantando la copa.

Las entrechocan los tres y ponderan la buena calidad de los productos que el camarero prepara sobre la mesa. Mientras comen Manolita entra en algunos detalles sobre la restauración del cuadro que Eduardo escucha atentamente, le comenta también que a petición de Gonzalo se irá pronto a California para negociar una restauración cosa que le produce un gran interés ofreciéndole ponerse en contacto con él a través de su oficina central en el caso de que necesite algún contacto o ayuda. Eduardo entonces dedica su atención a Gonzalo que le pone al día de su salud, del estudio, de sus relaciones con Federico con el que Eduardo mantiene también una buena amistad.

Luego deciden que ninguno quiere comer nada más y traen café, frambuesas y bombones renunciando a las copas. Hacen un poco de sobremesa y Eduardo mirando el reloj se excusa anunciando que tiene que irse.

Manolita y Gonzalo se quedan tomando otro café, se miran y sonríen. Aunque la habitación está bien aislada se escucha afuera el murmullo de las mesas, de los comensales para los que, al menos ese día, no parece haber crisis.

—Es una pena.

—¿El qué?

—Que ninguno de los dos fumemos, ahora sería el momento ideal para encender un puro de aquellos a los que nos tenía acostumbrados el compañero Fidel en sus discursos de ocho horas…

—Él tampoco fuma desde hace tiempo…además está muy malito…

—Cierto, cierto…¿Nos vamos? Ya está vendido todo el pescado…

—El pescado no sé, pero el marisco estaba excelente…y tu amigo Eduardo nos ha tratado muy bien y veo que te tiene mucha confianza… ni siquiera ha visto todavía el cuadro.

—Sí, es un viejo zorro, amigo de sus amigos, al que tengo un gran aprecio.

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