miércoles, 20 de mayo de 2009

13 - GUATEQUE.

"The Shrimp Factory" lleva bordado el delantal blanco que Federico se trajo de Cabo San Lucas cuando estuvo con Gonzalo hace más de diez años, en medio unos langostinos rojos con sombreros amarillos y gafas de sol sonríen y bailan entre globos de colores, más abajo "The world´s greatest shrimp" y en azul Mazatlán, Cabo San Lucas, Mexico; el de Gonzalo es amarillo y lo adornan un sinnúmero de copas de martini seco en cuya transparencia descansan dos aceitunas verdes con pimiento rojo atravesadas por un palillo.

—¿Y cómo lo llaman ahora?

—¿A qué?

—Al guateque, a los guateques.

—Pues no sé…movida…reunión…party…yo que sé…pero recuerda que lo del guateque era más bien una cosa de chicos jóvenes con unas patatas fritas y unas coca - colas alrededor de un tocadiscos del que se encargaba siempre el más tímido, el que menos ligaba del grupo.

—¿Entonces lo nuestro de hoy no va a ser un guateque —insiste Federico riéndose— .

—Lo nuestro es la reunión de dos ancianos, o casi, con unos profesionales jóvenes que quieren saber porqué tienes tú más trabajo que ellos, querido Federico.

—Es evidente, porque soy más viejo, mucho más viejo.

Gonzalo y Federico toman café, charlan y se afanan en sus tareas culinarias en el piso que Gonzalo tiene encima del estudio abierto en todo su espacio excepto el dormitorio y el cuarto de baño. A estas horas de la tarde del sábado comienza a decrecer la luz que se oculta tras los plátanos y las casas de ladrillo rojo. Gonzalo no puede evitar mirar por la ventana y pensar en lo mucho que ha cambiado el barrio que él conoció casi como un descampado, una serie de chamizos donde se acumulaban los residuos de un Madrid que parecía detenido en el tiempo para crecer después de tal manera que a veces le es difícil reprimir una dulce y amarga nostalgia al reconocer que ahora es todo mucho más civilizado y razonable pero su tiempo se quedó en aquellos andurriales de un Madrid acogedor y canalla.

Gonzalo sube el volumen de su ipod y las notas del Concerto grosso de Haendel se mezclan con los olores de la cocina envolviendo el piso y bajando hasta el último rincón del estudio que permanece quieto, en cierta penumbra, envueltas las obras de arte en lienzos y tarlatanas, descansando de una meticulosa semana de trabajos quirúrgicos.

Sofríe cebolla y ajo al que un vez dorado añade carne picada de la mejor calidad con un poco de cerdo, lo aparta y prepara una bechamel dándola unos toques de nuez moscada y sal que una vez en su punto envuelve con la carne aglutinándolo todo para ir rellenando pimientos del piquillo con ayuda de Federico que cierran con uno o dos palillos. Después los fríen con huevo batido depositándolos en una amplia fuente de barro.

Para ellos es el mejor momento de una reunión, la excusa de sentirse vivos entre los olores, los colores, las texturas de los alimentos, para volver a la cocina de la infancia, de las madres atareadas en la sopa de picadillo o la carne con alcachofas, cocineras de todos los días que les dejaban meter el dedo en la salsa y robar un boquerón recién salido de la sartén que saltaba entre sus manos con el cosquilleo del aceite hirviendo.

Luego se ponen a la tarea de preparar dos o tres tortillas de patatas, esas ruedas doradas imprescindibles en cualquier fiesta donde haya que compensar el fluir del vino con algo sólido y contundente que equilibre el estómago predisponiendo a la conversación.

Tras el ritual de freír una bandeja de croquetas, mitad de bacalao y mitad de jamón enteramente artesanales que para Federico y Gonzalo no pueden faltar hace su aparición Manolita con Alicia y Cosme llevando entre todos botellas de vino tinto y blanco, cava y bolsas de patatas fritas.

Para las siete de la tarde ya han llegado amigos y algunos clientes y el guateque está en todo su apogeo. Manolo es de los primeros en llegar y Manolita le presenta a Gonzalo y Federico. Suena Vivaldi airoso y refrescante mientras Gonzalo explica a Manolo los fundamentos de su trabajo de restauración, él permanece atento mirando el reloj muy a menudo. Manolita le rescata llevándole al sofá.

—¿Qué te parece mi jefe?

—Muy simpático.

—Sí, además tiene muchas cosas que decir.

—Ya lo creo— comenta mirando el reloj furtivamente— sabes, puede que me vaya a Estados Unidos.

—¿Por tu trabajo?

—Sí, la cooperativa quiere ampliar la venta, exportar, ya hay empresas que venden allí sus vinos y aunque la oferta es muy grande también lo es la demanda.

—Sí, eso es verdad, ahora los americanos se han aficionado al vino. Fíjate, no hace tanto casi ni lo conocían excepto en sitios como California y todavía en los cincuenta, poco después de la segunda guerra mundial, lo vendían en las farmacias, bueno, el equivalente a las farmacias nuestras y creo que hasta tenías que tener receta.

—¡No me digas, no sabía eso!

—¿Y te irías mucho tiempo?

—No creo, un par de meses.

—Pues mira, puede que yo también me vaya.

—¿Y eso?

—No hay nada definitivo, pero alguien en California quiere que le restauremos un cuadro, tengo que hablarlo con Gonzalo, todo está en el aire.

—¡Qué casualidad! Si yo me voy también sería a California.

—Te lo he dicho— sonríe Manolita— ¡Es el destino!...Y…¿Te apetece ir?

—Por un lado sí, pero por el otro no estoy muy seguro, nunca he estado fuera, quiero decir por trabajo.

—No te preocupes, es una buena experiencia, yo ya estuve en New York y todo resultó muy bien.

—Si, claro, que tontería, hoy todo el mundo viaja…

—Desde luego, ya no hay fronteras como en los tiempos de nuestros padres ¡Estamos en la aldea global y todos esos rollos…!

—Pues sí, pero cuesta salir de tu ambiente, aquí estás en casa, con los amigos…

—Claro, pero ya no nos podemos permitir el lujo de rechazar trabajos por la comodidad de estar en tu barrio con tus amigos.

—Si, si, tienes razón…Manolita…habéis montado muy bien esta fiesta, las velas, la música clásica, la comida…

—Gonzalo y Federico disfrutan mucho cocinando.

—El caso es que— mira de nuevo el reloj— el caso es…

Manolita sonríe a Manolo y le da una palmada en la pierna.

—El caso es que te llama el partido de fútbol…¿A qué hora empieza?

—Pues— Manolo consulta el reloj— faltan unos cuarenta minutos…

—¡A qué esperas entonces! ¡Sal corriendo!

—¿De verdad no te importa? Me sabe mal, prometí venir a la fiesta…

—Y has venido, yo te despediré de los demás, ya hablaremos…¡Gracias por venir!

Manolo se levanta agradecido, mira a Manolita, duda y se arranca con un beso en la mejilla. Luego desaparece en busca de un taxi.

—Se te ha ido el novio — comenta Gonzalo cogiendo de los hombros a Manolita—.

—No es mi novio— protesta—.

—Ya, ya…pero te gusta.

—Eso sí.

Manolita se sienta entre Gonzalo y Federico y explica el asunto del cuadro del Santo Niño de Atocha. A los tres les parece interesante, Federico que se siente relajado ha terminado su quinta croqueta y se reclina en el sofá cerrando los ojos y dejándose llevar por Vivaldi. Gonzalo confiesa que está algo cansado, llegaron por la mañana de Orense sin apenas echar un par de cabezadas, el mercado, la compra, la cocina…apoya la cabeza en el hombro de Manolita y le pide más explicaciones del Santo Niño de Atocha.

Sobre las once de la noche se van los últimos rezagados, Manolita busca la entrada de Les fétes de Polymnie de Jean-Philippe Rameau en el ipod de Gonzalo y vuelve al sofá, por la ventana se filtra un largo grito colectivo de gol que se apaga entre las notas románticas de Rameau y el crepitar de las velas que tiemblan en la penumbra del apartamento. Poco a poco los tres se quedan dormidos.

La música lleva a Manolita a sentarse junto a la duquesa que le habla por el movimiento de sus labios pero a la que no puede oir. En el centro del salón dos criados agachados sobre la alfombra recogen cuidadosamente los trozos esparcidos de los vasos y la jarra de cristal tallado poniéndolos sobre la bandeja de plata. La duquesa se descalza y apoya los pies enfundados en medias bordadas de seda sobre un taburete forrado de terciopelo y cierra los ojos. Manolita pasea la vista por la habitación que poco a poco desaparece ante sus ojos quedándose profundamente dormida.

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