lunes, 11 de mayo de 2009

2 - TARIFA

Ahora que Manolo dispone de un sueldo fijo se ha metido en un cuatro por cuatro de segunda mano con el que en puentes y pequeñas vacaciones cogidas por los pelos se lanza a toda mecha por la nacional en busca del paraíso tarifeño.

Son las seis de la mañana del sábado, recoge a toda prisa la bolsa que preparó antes de irse a dormir y echa un vistazo alrededor por si se le olvida algo.

—¿Llevas el móvil? —pregunta la madre—.

—Sí mamá y no me pongas un bocadillo que no tengo hambre y además pararé en La Carolina o Linares a comer algo.

Manolo baja las escaleras de tres en tres y monta en el coche, arranca y sale por el Paseo de Santa María de la Cabeza para coger la rampa a la M-30, llega hasta la salida 12 para emerger en la A-4, Autovía del Sur.

—Veamos… La tabla, el traje de neopreno, el carné, la pasta…

Amanece sobre la autovía que a estas horas y en sábado parece una de aquellas calles vacías de la película de Charlton Heston "El último hombre vivo sobre la tierra".

—Bueno, pues ya estoy enfilado. Nada, total seiscientos noventa kilómetros… Una fruslería. No, si mis padres deben de pensar que estoy un poco gilipollas, o un mucho. Pero con la música voy distraído y además este fin de semana no tenemos ningún buen partido y para ir a un bar de copas a hacer el chorra… Si todo va sobre ruedas para las dos estoy poniéndome el neopreno, sí, me iré a Casa de Porro que sopla bien el levante, ¡qué ganas! Tres horitas no hay quien me las quite…

Han pasado unas horas, la aguja del depósito de gasolina está una raya por debajo de la mitad, Manolo va camino de Tarifa feliz, pletórico, presintiendo el mar desde los olivares andaluces. Ya va siendo hora de tomar algo y llenar el depósito. Aparca en una venta saliendo de la autovía, después de repostar busca un hueco en la barra del bar, hay un grupo del Imserso ocupando las mesas, algunas parejas con niños y un pequeño grupo que a todas luces se ve que son surfistas con cara de querer llegar cuanto antes.

—Montado de lomo y pincho de tortilla, por favor ¡ah, y una cerveza sin alcohol!

Engulle el montado con trozos de tortilla que está reciente y muy jugosa entre trago y trago de cerveza. Entra más gente, trajeada, con pinta de ir a una boda. Apura el tentempié y tras pasar por el lavabo vuelve al coche poniéndose en la autovía que ahora está más concurrida pero se sigue circulando con mucha rapidez. Son las doce y cuarto de la mañana.

Manolo recuerda cuando empezó con el windsurfing, los tiempos de ir al pantano de San Juan; eso, desde luego pillaba mucho más cerca que Tarifa, pero a medida que practicaba y se iba sintiendo cómodo el pantano se le iba quedando pequeño, muy pequeñito y fue cuando todos le empezaron a hablar de Tarifa. Al principio bajaba con algún curtido veterano y los dos o tres primeros viajes le parecieron una locura, tantos kilómetros para unas horas de prácticas. En los puentes y sobre todo en las vacaciones era otra cosa, pero los fines de semana eran para pirados. Y sin embargo lo hacía al menos un par de veces al mes. Porque cuando llegaba al mar se olvidaba de la carretera, de los kilómetros, de todo, el mar le envolvía, la tabla se deslizaba veloz y la vela tiraba de sus brazos y se convertía en flecha, en un acerado delfín que volaba sobre la espuma de las aguas oscuras, el viento le envolvía, le acunaba y zarandeaba sintiéndose un hijo del agua y de los vientos.

Manolo aparca frente al hotel en la misma playa, mira el reloj: las dos y media, unas siete horas y pico de volante. Echa un vistazo al mar, está ligeramente picado, hay un levante moderado.

—Y que va en aumento —dice el recepcionista que ya le entrega la llave y que hace al menos dos años que le conoce.

—¿Dando un salto o tranquilito?

—Dando un salto, mañana domingo vuelta a casa.

—Qué le vamos a hacer… El que algo quiere, algo le cuesta.

Asiente Manolo y va a cambiarse.

Ya en la playa lleva la tabla hasta el agua, toma el cabo de izar, dobla un poco las rodillas y con los brazos rectos saca el aparejo del agua estirando gradualmente las piernas y enseguida comienza a deslizarse. Va pasando así el tiempo, subiendo y bajando por unas vías imaginarias acordadas por los surfistas; muchos de ellos se han pasado al kitesurf, esa especie de parapente que se controla desde la tabla y permite elevarse en el aire, dar giros, efectuar movimientos con más libertad, pero Manolo sigue con la vela tradicional, aún no ve llegada para él la hora de cambiar.

Sobre las seis de la tarde el levante ha crecido mucho, Manolo empieza a sentirse saturado, el atracón de windsurf le ha llenado por completo el cuerpo y el espíritu. Es hora de volver a la playa —piensa.

Llega hasta el cuatro por cuatro y abre el portón trasero haciendo esfuerzos para colocar la tabla lo mejor posible, a su lado escucha el abrir y cerrar de las puertas de otro coche, es un yogurcito en neopreno, sus miradas se cruzan.

—¡Qué viento! —sonríe mientras saca un par de bolsas del maletero—.

—¡Sí! —responde Manolo al que le ha pillado de improviso y no se le ocurre qué decir—.

Manolo, que ya tiene sus cosas en la habitación, cierra el portón y está en un trís de irse cuando sin saber porqué se vuelve diciendo:

—¿Estás aquí en el hotel?

—Pues sí.

—Déjame que te ayude a llevar las bolsas.

—Gracias, toma ésta que es más pesada y tú pareces un chico fuerte...

Caminan el uno al lado del otro los pocos metros que les separa de la recepción.

—¿Vienes mucho por aquí? —pregunta ella.

—En fines de semana un par de veces al mes, pero luego en vacaciones y algún puente largo suelo estar al menos cinco o seis días ¿y tú?

—Yo es la tercera vez que vengo, naturalmente sigo sin tener ni idea pero el mar aquí me encanta y también el viento —dice—, pero no sé cuanto aguantaré.

—¿De dónde eres? —pregunta Manolo en el colmo de la locuacidad.

—De Madrid, ¿y tú?

—De Madrid también.

La cosa no parece dar para más. Se quedan mirándose en el vestíbulo durante unos instantes, del bar contiguo salen ya risas y voces que auguran la tarde-noche de copas y charla.

—Bueno, me voy a dar una ducha —dice ella.

—Yo también… Toma tu bolsa.

—Gracias, ya nos veremos —señalando el bar.

—Eso...

Manolo se dirige a la habitación pensando que es un imbécil redomado —¡cretino! ¡es que no espabilas!—, cabreándose consigo mismo. En lo tocante al sexo femenino siempre está en la luna, pero eso tiene que cambiar. Después de una ducha bien caliente se viste y mientras lo hace piensa en que está bastante cansado, la carretera, la sesión de windsurf… Lo mejor será tomar alguna cosilla y meterse en la cama, mañana hay que aprovechar hasta la una o las dos y luego otra vez a la carretera.

La barra del bar está llena de deportistas que se entusiasman hablando de las técnicas del surfing, de las diferentes playas, del viento. Al fondo unas cuantas mesas con velas alrededor de una pequeña chimenea que crepita alegre destacando sobre dos grandes ventanales por los que la tenue luz del horizonte aún deja ver el brusco vaivén de las olas que rompen en la playa cercana. Manolo se dirige a la barra pero una mano desde una de las mesas llama su atención, es ella que le anima a reunirse con el grupo sentado al lado del fuego. Está con unas amigas que hablan animadamente medio en inglés, medio en español con dos con pinta de alemanes o suecos. Sobre la mesa vino y cervezas, tortilla española, unos choricitos asados y una ración de atún encebollado cortado en pequeños tacos.

—Me llamo Manolo…

—¡Huy! es verdad, si no nos habíamos presentado… Yo me llamo Manolita.

—¡No puede ser! ¡Qué casualidad!

—No, no, no es casualidad ¡es el destino! —contesta entre risitas Manolita que está para comérsela: el pelo suelto, la tez curtida por los vientos moros, los senos ni grandes ni pequeños, la sonrisa dejando ver unos preciosos dientes blancos y perfectos fruto del esfuerzo del odontólogo.

A Manolo le da un vuelco el corazón, se revuelve nervioso en la silla y volviéndose al camarero le pide un vino tinto. ¡Por favor!

—¿Y quién eres tú que, en medio de las sombras de la noche, vienes a sorprender mis secretos?

—¿Cómo dices?

—Pocas palabras son las que aún he oído de esa boca, y sin embargo te reconozco…

—Nos hemos conocido en el parking…

Manolita entorna un poco los ojos y esboza una sonrisa entre maliciosa y divertida.

—Si el manto de la noche no me cubriera —dice—, el rubor de virgen subiría a mis mejillas recordando las palabras que esta noche me has oído. En vano quisiera corregirlas o desmentirlas… ¡Resistencias vanas! ¿Me amas? Sé que me dirás que sí, y que yo lo creeré…

Manolo la mira buscando qué decir mientras se lleva lentamente el vino a los labios.

—Tranquilízate Manolo ¿no conoces Romeo y Julieta ?

—¡Ah sí, claro! ¡Romeo y Julieta!

—Mi hermana y yo nos lo sabíamos casi de memoria, de pequeñas hacíamos teatritos en el portal de casa ¡era muy divertido!

El ambiente, el vino, la compañía risueña y divertida de Manolita le hacen sentirse cómodo, olvida el cansancio de los kilómetros y el mar, el tozudo aire del estrecho, al cabo de un rato las dos amigas de Manolita deciden irse con los dos guiris a algún otro sitio, ellos prefieren seguir un rato más junto al fuego, a medida que pasa el tiempo se va despejando el bar, Manolo no se ha sentido tan a gusto en su vida…

—Las dos de la mañana…

—¿Tienes prisa? Podemos quedarnos un ratito más —sugiere Manolo sorprendiéndose de sus propias palabras—.

Durante un tiempo no hablan de nada, miran el fuego que es ya un rescoldo, la barra esta vacía y un camarero trajina recogiendo vasos y limpiando el mostrador, el viento sigue soplando fuerte, sobre el oscuro mar hay lucecitas desperdigadas, puntos de luz que se confunden con el cielo estrellado formando un conjunto casi homogéneo.

A las cuatro deciden levantar el campo, se dicen adiós hasta la hora del desayuno, Manolo camina tambaleándose un poco, no por efecto del vino, que no ha bebido mucho, si no por el cansancio que le tiene rendido. Entra en la habitación y va directamente a la cama, quitándose los zapatos por el camino, en donde se desploma como un saco. A los pocos minutos está durmiendo como un bendito.

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