martes, 12 de mayo de 2009

9 - DICOTOMÍA.

El tren Talgo sale con puntualidad de la estación de Chamartín, circula lentamente entre el laberinto de vías que le van situando en la línea de Segovia, Gonzalo encuentra su asiento junto a la ventana, nadie más se sienta a su lado, el vagón está medio vacío. El tren acelera su marcha dejando atrás urbanizaciones construidas en medio del campo, constreñidas a la especulación del suelo que apila piso sobre piso, como termiteros levantados en prietos racimos, la obra de constructores agorafóbicos determinados a sacar el mayor rendimiento al espacio. Junto a estos edificios, unos habitados y otros abandonados a su suerte a medio construir víctimas del derrumbe del ladrillo, los poblados de cascote y planchas de aglomerado, los viejos descampados de chabolas cubiertas de Uralita sujeta con grandes piedras, de suelos apisonados de tierra y mantas colgadas del techo a modo de tabiques.

Entonces, en los años jóvenes de Gonzalo, eran gitanos autóctonos y portugueses los que las habitaban en su mayoría y atados a las puertas o sujetas las patas delanteras por una atadura de cuerda salpicaban el paisaje burros y mulas que eran su medio de vida, de transporte o de negocio. Ahora muchos de los que pueblan estos campamentos son gitanos rumanos y aparcados junto a las chabolas es fácil observar, además de furgonetas y caravanas, automóviles de alta gama que dan una idea del tipo de negocios a los que se dedican algunos de ellos.

A Gonzalo los extrarradios de cualquier lugar siempre le producen melancolía y por alguna razón esta se acrecienta desde el asiento del tren. Hubo unos años, los primeros de conocer a Federico, que subía a Galicia en su coche Renault - 5 al que tenía mucho apego, el camino se hacía largo y pesado en aquellas carreteras de doble sentido, llenas de curvas, interminables. Para cuando se empezaron a abrir las nuevas autovías ya había renunciado al coche prefiriendo hacer los viajes en tren y en Madrid era mucho más sencillo y a la larga más barato coger un taxi o cualquier transporte urbano.

Federico influyó y dio un giro muy grande a su vida, además del cambio que su amistad y compañía significaron se vio yendo a Galicia con mucha frecuencia, él, que siempre había amado esa parte de España por su sabor antiguo y romántico, su mar encrespado, las aldeas perdidas y sobre todo la espiritualidad que despertaba en todo su ser, se vio formando parte de sus horas y sus días.

Pronto conoció a sus padres que por su comprensión, buenas maneras e inteligencia resultaron ser el calco gallego de los suyos. A menudo comían en su casa del pueblo. El caldo gallego y las largas veladas charlando junto a la estufa después de que sus padres se retiraran a dormir les mantenía en conversación hasta que les cogía las claras del día y tocaba la campana de la parroquia de San Esteban para la misa de siete a la que solían ir juntos.

Federico que ya entonces era uno de los arquitectos mejor considerados de la zona tenía grandes planes para renovar el pueblo y poco a poco convertirlo en un lugar más habitable y turístico sin modificar un ápice el carácter tranquilo y medieval de sus calles, el Monasterio de Santa Clara, sus iglesias de San Benito, Santiago y San Esteban, el Barrio Judío, la Torre de Castro Ojea o los restos de murallas de finales del siglo XV.

Se instalaron en el piso que Federico tiene en el centro de Orense desde el cual se disfruta de un panorama completo del río Miño con sus innumerables puentes y los suaves montes que rodean la ciudad. Estaba tan entusiasmado que decidió quedarse a vivir al menos durante un tiempo.

Pasaron — recuerda Gonzalo — tres largos años en los que los días eran cicateros con las horas que no bastaban para dar satisfacción a todas las cosas que tenían que hacer, se encargó de decorar el piso y de atender todos los asuntos de Madrid mientras Federico ocupaba gran parte de su tiempo en las obras que llevaba a cabo en los pueblos cercanos. Incluso hicieron algún viaje internacional sin omitir el ritual de navegar por el Nilo inundados por la luz plateada de la luna llena.

Suena el móvil y Gonzalo sale de su ensimismamiento, a través de la ventana va quedando atrás el Castillo de la Mota de Medina del Campo, pronto entrarán en la provincia de Zamora para seguir hacia la Puebla de Sanabria. Es Federico, está terminando una casa y negociando la reforma de otra para unos franceses que quieren quedarse a vivir en Galicia.

—Federico, voy camino de Orense.

—¿Vienes a verme?

—Claro, para que otra cosa iba a ir…

—Pues no sabes cuanto me alegro, porque te tengo preparada una sorpresa.

—¿Y eso?

—No te lo voy a decir hasta que estés aquí.

—Pues llegaré sobre las seis de la tarde…

—Te iré a buscar a la estación.

—No, mejor vete directamente al piso, así te doy más tiempo, además querré darme una ducha y descansar un poco…

—Pues estupendo, allí te veré sobre las siete o siete y media…

Fue poco el tiempo que Federico vivió con Gonzalo en el piso de Orense, después de las primeras semanas comenzó a quedarse con sus padres, argumentaba que eran mayores y no quería dejarlos solos, además tenía el trabajo fuera de la ciudad. Gonzalo pensó que era razonable lo que decía pero poco a poco se vio confinado entre las cuatro paredes de aquél piso esperando los fines de semana para ver a Federico. Por otro lado estaba su negocio de Madrid que había descuidado y necesitaba de su presencia.

Hablaron mucho sobre su situación y llegaron a la conclusión de que ninguno de los dos tenía derecho a imponer al otro su específica forma de vivir por lo que decidieron que Gonzalo se volviese a Madrid y establecieron un sistema de alternancia razonable visitándose mutuamente siempre que fuese posible. Resultó ser una buena solución, la separación aunque lacerante a veces les permitía felices reencuentros y la oportunidad de vivir dos situaciones diferentes enriquecedoras para ambos.

Aunque todo ha cambiado mucho a través de los años, Gonzalo sigue sintiendo la misma emoción que le nubla los ojos cuando comienza a pisar la tierra gallega, los años pasados tuvieron la intensidad del amor compartido y la determinación para no dejarse vencer por las reticencias de una sociedad cerrada que implícitamente les marginaba haciéndoles sin embargo más fuertes. Ahora— piensa — es todo lo contrario, aunque tampoco le gusta porque es reacio a movimientos y consignas que todo lo convierten en basura, si antes la represión impedía expresar los sentimientos en público ahora tampoco es partidario de reivindicar un orgullo innecesario desfilando con las vergüenzas al aire contoneándose con una boa de colores por el Paseo de la Castellana de Madrid.

El Talgo llega a su hora a Orense y Gonzalo cruza la estación hacia la parada de taxis. Al entrar en el piso la sensación es de frío y una cierta humedad, sube las persianas y entreabre algunas ventanas, está claro que Federico no ha ido por allí desde que él estuvo por última vez hace ya dos meses.

Una hora más tarde, después de darse una ducha caliente y descansar un rato tumbado encima de la cama suena el timbre y se levanta a abrir, Federico aparece en el dintel de la puerta sonriente y abraza a Gonzalo que nota la incipiente barba de Federico en su mejilla y el suave olor a la colonia que él siempre le trae de Madrid.

—¡Qué sorpresa!

—De repente me entraron ganas de venir a cenar contigo.

—¡Bien hecho! — le estrecha los hombros vigorosamente.

—Si quieres vamos ya a tomar algo, no he comido al mediodía.

—Claro que sí, pero antes tengo que hablarte de la sorpresa.

—¡Ah, claro!

—Bueno, más que hablarte…vamos a verlo. No hace falta que te pongas la cazadora, no vamos a ningún sitio, sólo coger el ascensor a la última planta.

Federico abre la única puerta que da acceso a un local diáfano que da la vuelta a todo el edificio, los techos son mucho más altos que en los demás pisos y está cerrado por paneles de cristal y aluminio desde el techo al suelo, las planchas de madera que dividían despachos y salones han sido quitados e incluso los baños desmontados.

—Esta es la sorpresa —indica Federico con la mano extendida hacia el espacio que se abre ante ellos —te acordarás que hubo aquí un club de hombres de negocios durante varios años y luego se cerró y ha estado vacío mucho tiempo, hace unos meses un poco por casualidad se me ofreció la oportunidad de comprar toda la planta a cambio de unas obras que llevo en el pueblo.

—Sí, recuerdo que me hablaste algo sobre ello, de pasada, sin especificar.

—Quería que fuese una sorpresa…imagínate que estupendo piso podemos montar, tú puedes tener tu propio estudio y yo el mío, además ya sabes que siempre he querido tener una biblioteca grande, con estanterías desde el techo al suelo, tiene múltiples posibilidades…

—El sueño de un arquitecto…

—Sí, mi sueño, y el tuyo.

—Federico, tengo setenta y cinco años…

—Y qué con eso…

—Pues que me falta tiempo…que, como decís los que os gusta el fútbol: estoy en el descuento…

—Pero realizaríamos un gran proyecto, fíjate en el potencial de todo esto.

—Ni siquiera vivimos juntos y además—mira a los ojos a Federico— no necesito, no quiero tener más cosas…no quiero ser esclavo de ellas, no quiero crearme necesidades, el tiempo de mis días, sólo eso es lo que me atrae, para sentir que pasa, para mirar y respirar, para gastarlo en las menudencias de la vida que cada vez son más importantes para mí.

El restaurante está cerca así que van andando por una de las viejas calles del centro, es un poco temprano y son los únicos que ocupan una mesa al fondo del salón. Contemplan la carta que ya conocen de otras ocasiones. Ambos eligen caldo y rodaballo con cachelos. Se miran en silencio y sonríen.

—No era mi intención atosigarte.

—Lo sé, es un proyecto bonito…a ti que siempre te rondan nuevas ideas por la cabeza tiene que hacerte mucha ilusión…

—Claro, pero no es el fin del mundo, quiero decir, si decidimos no hacerlo.

—Te lo agradezco Federico.

—Quien sabe, quizás cambies de opinión y si no es así maldita la gracia que me haría estar sólo en un espacio tan grande.

El camarero aparece con una botella de la Ribera Sacra que descorcha y sirve. Federico levanta un poco su vaso.

—A tu salud, gracias por venir, eso si que es una sorpresa…y un regalo.

—A la tuya.

Y charlan sin parar mientras el local va animándose con la presencia de turistas y naturales del lugar entremezclándose las conversaciones mientras los camareros vienen y van atareados en el servicio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario