martes, 12 de mayo de 2009

6 - LA CONVERSACIÓN.






Atardece, Gonzalo arrellanado en uno de los sillones dormita y lee, Manolita apoyada en el borde de una de las pilas tiene extendidas las manos bajo el chorro caliente, sus dedos juguetean con el agua que deshace la pintura que los cubre en hilos multicolores que forman meandros en el dorso y la palma de sus manos deslizándose entre los dedos para precipitarse en cascada al fondo de la pila blanca que los recoge en remolinos de ocre, negro y azules oscuros mezclados con glóbulos grasos.

Gonzalo mira con ojos somnolientos a Manolita que agita una mano y sale a la calle cerrando la puerta suavemente. Se ha puesto la cazadora porque aún refresca en la tarde madrileña que se acerca sin embargo a una abierta primavera. Con el bolso colgado del hombro y las manos en los bolsillos camina sin prisas pero a paso vivo por la Ribera de Curtidores hacia la calle de Toledo, la luz anaranjada de la tarde salta de tejado en tejado iluminando las azoteas desde las que la figura de Manolita se empequeñece entre las sombras que van ganando terreno a los portales cerrados, los negocios que comienzan a encender las luces mortecinas de sus escaparates y los balcones cuyos geranios aún reciben algunos destellos dorados que al poco les abandonan para seguir trepando a las más altas terrazas.
Manolita terminará visitando El Prado, es estupendo que ahora esté abierto por las tardes— piensa —pero antes disfrutará de uno de sus recorridos preferidos por el Madrid antiguo. Desde la calle de Toledo atisba las escalinatas del Arco de Cuchilleros que tantas nostalgias le traen más por los libros leídos que por haber vivido en sus cercanías. La Plaza Mayor congrega como siempre a un buen número de turistas, algunos sacando fotos de la fachada de la Casa de la Panadería o sentados alrededor de la estatua de Felipe III, un Austria que dedicó su tiempo a la caza, el teatro, la pintura y el tálamo nupcial donde con la colaboración de su esposa la archiduquesa Margarita de Austria - Estiria sacaron del horno a ocho hijos para engrandecer la corte mientras el poder lo dejaba en manos del duque de Lerma que hizo de su capa un sayo pues al rey no le quedaba tiempo ni ganas para dedicarse a las agrias tareas de las Españas.
Sonríe y mira a su alrededor no pudiendo evitar la herida agridulce que produce el paso del tiempo, tantas gentes que han pisado esos suelos de adoquines y baldosas que antes fueran de tierra, los edificios que acumulan entre el sedimento de enfoscados y pinturas las vidas y vivencias que empezaron y terminaron entre sus balcones, escaleras, rincones, cuartos oscuros al final de largos pasillos, cocinas donde se alimentaron y reunieron las familias al calor de las ilusiones que parecían eternas pero se diluyeron sin que nadie apenas lo notase. Otras muchas calles han cambiado, han sido arrasadas por otros modos de vida pero estas permanecen casi inalterables, aún es fácil imaginar las carrozas de Palacio atravesando Bailén, Mayor, Alcalá para ir a los toros. O algo más atrás en el tiempo sentir las carreras de los madrileños cuchillo en mano, blandiendo un hacha, fusilados por las descargas de los mosquetes, luchando contra un número desmedido de franceses para conservar lo suyo, su modo de vida que a los reyes españoles parecía importarles un ardite. O casi a la vuelta de la esquina del tiempo la lucha feroz entre españoles en una sangría innecesaria por el eterno pecado de no comprender la convivencia.
Atraviesa la Puerta del Sol y sube por la Carrera de San Jerónimo, vendedores, turistas, desocupados, todas esas gentes que están siempre en la calle, que consideran la plaza el salón de su casa, las calles laterales el pasillo y los innumerables bares la cocina en la que apoyados en el mostrador pasan buena parte de sus vidas. La vivienda para muchos es sólo un lugar donde dormir un rato, darse una ducha y prepararse para echarse de nuevo a las aceras.
Manolita hace un alto en Lardhy, le gusta su fachada de caoba, su ambiente antiguo de maderas, bronces y baldosas claras cubriendo el suelo, pide una taza de caldo y un canapé. Al abrir el bolso para pagar encuentra el trozo de papel con el correo electrónico de Manolo, lo mira despacio, se queda pensativa durante un tiempo, luego lo dobla cuidadosamente y lo mete entre las páginas de su libreta de direcciones.
La vista del Museo del Prado siempre le ensancha el corazón, es el lugar que más quiere, que más aprecia, un palacio amigo en el que ha pasado muchas de las mejores horas de su vida, donde acudía en compañía de sus padres o algún profesor del colegio cuando estudiaba el bachiller, luego sola para aprender el oficio, para impregnarse de las técnicas, los estados de ánimo de los pintores, las diferentes escuelas de pintura pero sobre todo –como ella dice –para entrar en el túnel del tiempo donde el pasado se hace realidad, donde su mundo se desdobla y es capaz de acercarse y casi tocar esos otros tejidos de la historia recreados por los pinceles que han congelado sobre el lienzo un instante, un parpadeo sutil y fugaz al que ella puede aferrarse para volver a vivirlo como si estuviera envuelta en los pigmentos y el óleo que componen las figuras y los paisajes formando parte de la escena, transmutándose en otro personaje más de la evocación histórica.
Se detiene en una de las salas de Goya desprendiéndose de la cazadora que dobla del revés y coloca en uno de los bancos de madera donde se sienta y respira hondo, la sala está vacía y sólo se oyen los pasos tenues del vigilante en la siguiente sala. Manolita tiene por costumbre dedicarse a un único cuadro, estudiarlo reposadamente durante el tiempo y las visitas que necesite hasta comprenderlo en sus más insignificantes detalles que a menudo resultan ser la voz del pintor diciéndonos, apuntándonos el significado de lo que quiere transmitir.
Está ante una de las obras más conocidas de Goya, uno de los cuadros que más agrada al público por su ambiente de familia, tranquila, sosegada, donde los niños con sus abanicos y juguetes se sienten protegidos por el suave contacto de las manos de sus padres.
Permanece un buen rato en la quietud de la sala paseando la vista por el lienzo que conoce muy bien, los niños parecen mirarla con la dulzura de sus ojos inocentes, todos parecen mirarla excepto el pequeño Francisco de Borja que montado en su pretendido caballo de madera tiene la vista perdida en el lado izquierdo de la habitación.
—Buenas tardes condesa —susurra Manolita volviéndose para comprobar que no hay nadie en la sala.
—Buenas tardes Manolita, me parece que hace tiempo que no vienes a charlar un rato conmigo.
—Dos semanas, condesa, hace dos semanas que no vengo por El Prado— contesta nerviosa.—
—Claro, claro, no es un reproche, sabes que no tengo la medida del tiempo, al menos del tiempo en el que tu vives, Manolita, yo sólo percibo sensaciones que fácilmente olvido.
—Me encanta sentarme aquí a ver este cuadro tan esperanzador, tan lleno de vida.
—Sí, es también uno de mis favoritos, aunque ya casi no lo recuerdo pero sé que fue uno de esos momentos inolvidables cuando los hijos son pequeños y parece que la vida no tiene fin, como un bosque por el que se camina recibiendo los rayos del sol a través de los pinos, un bosque ilimitado, indefinido, infinito.
Doña Josefa Alonso Pimentel sentada en un sillón de tapicería verde está rodeada de tres de sus hijos, su rostro pálido, hierático refleja su elegancia y compostura, su inteligencia, su suave belleza.
—Me hubiera gustado vivir en esa época — afirma Manolita.—
—Puede que sí, pero la vida no era fácil para la mayoría de la gente, nosotros éramos unos privilegiados, pudimos estar cerca de la música, la pintura y los libros, junto a la belleza. Todo estaba a nuestro favor y al menos nosotros teníamos conciencia de ello.
—He leído que usted era la más encopetada dama de España y de mayor elegancia y rango de Europa.
—De Europa no lo sé, pero no me duelen prendas en decir que éramos una de las familias de más abolengo y ringorrango, la literatura y la pintura eran mis dos grandes pasiones pero también estoy orgullosa de no haber descuidado las obras de caridad, sí, éramos importantes…para que rabiase Cayetana…Cayetana…en fin, que más da, pobre Cayetana…de qué sirvió todo…
—Se refiere a la duquesa de Alba…
—Si hija, a ella también la inmortalizó Paco, fue una mujer de una pieza ¡ella si que era una mujer de rompe y rasga! …se contaban muchas cosas…¡ba! ¡ba!…tenía un gran corazón y toda la corte y lo que no era corte bebía los vientos por ella.
— Si condesa, de ustedes se dice que eran cultos, exigentes, atrevidos, descontentos…
—Y antojadizos e insoportables y progenie de lechuguinos impertinentes y puntillosos, plantas de estufa, emperifollados caprichosos…pero Manolita, todo es relativo…no digo que no fuese verdad…pero todo es relativo…entre la vanidad y el orgullo nosotros fuimos esto último, orgullosos.
—Me gusta mucho hablar con usted, condesa, bueno, no sé si me está hablando a través de su retrato en el cuadro o me lo estoy yo inventando todo…
—No sabría decirte, Manolita, desde luego no estoy en ese cuadro, mejor dicho, sí estoy pero es sólo una pintura…pero te diré que tampoco te lo estás inventando, quizás en parte, pero yo a través de tus ojos que se fijan en ese cuadro recibo tus pensamientos y puedo incluso transmitirte los míos. Mi vida, Manolita, fue larga y tuve todo lo que pude desear en la vida pero eso fue hace casi doscientos años… ahora estoy dormida, quiero decir muerta, y sólo en contadas ocasiones, cuando alguien me recuerda con insistencia, algo de mí que ya no existe se despierta brevemente…recuerdo la primera vez que nuestros pensamientos se cruzaron, te levantaste bruscamente y te fuiste corriendo por las galerías del museo como si hubieses visto un espectro, bueno, no lo habías visto pero lo habías oído en tu cerebro.
—Si, la verdad es que me sentí aterrorizada y confusa pero no pude frenar el impulso de volver…
—Los muertos, Manolita, somos inofensivos, aunque seamos muertos de alta alcurnia.
—Lo sé condesa y me apena mucho…
—¿Te apena que estemos muertos?
—Si, mucho…
—¡Ah, Manolita, no te apenes! Vive tu vida mientras dure y hazlo con alegría, no está en nuestras manos cambiar las cosas, los hombres inventan las respuestas a estos misterios porque no los comprenden, fabrican corralitos para la vida y la muerte, todos juntitos dentro de las alambradas protectoras. Pero no es así, estar fuera de la vida es como estar dormido, como estábamos antes de nacer, en la inmensidad de la nada.
Después el silencio. Manolita pasea la vista sobre el grupo familiar, se fija en los dos perritos, uno de espaldas y el otro asomando el hocico entre las faldas de las niñas. Sobre el lienzo un aura comienza a desplazarse de izquierda a derecha, y las figuras se deforman y descomponen, algunas partes de las caras se desdibujan y desaparecen, cierra los ojos y permanece así largo rato.
Manolita da un respingo y abre los ojos cuando una mano le toca en el hombro. Es la vigilante de la sala.
—¿Se encuentra bien? Lleva sentada aquí mucho rato, casi dos horas…
— Sí, estoy bien, gracias.
—Vamos a cerrar el museo —le dice con una amable sonrisa.—
—¡Ah! Si, si…ya me voy…
Manolita se levanta, se pone la cazadora y mira el cuadro, todos excepto el pequeño Francisco siguen con la mirada perdida al frente contemplando un mundo que desapareció hace doscientos años.
— Adiós condesa, me voy, van a cerrar el museo.
Manolita no recibe respuesta, se queda de pie unos minutos, la vigilante al fondo espera pacientemente. Se cuelga el bolso, mete las manos en los bolsillos y se da la vuelta caminando hacia la salida.
En la calle ha anochecido, alrededor del museo los árboles dibujan sombras a la luz de las farolas, el tráfico es intenso por el centro de la calzada. Hace algo de frío y huele a primavera en el aire. Manolita comienza a andar por el Paseo de Recoletos, siente que lo peor de la migraña ha pasado ya.

No hay comentarios:

Publicar un comentario