martes, 12 de mayo de 2009

5 - GONZALO.

Can anybody find me somebody to love?

Each morning I get up I die a little

Can barely stand on my feet

Take a look in the mirror and cry

Lord what you're doing to me

I have spent all my years in believing you

But I just can't get no relief, Lord!

Somebody, somebody

Can anybody find me somebody to love?

I work hard every day of my life

I work till I ache my bones

At the end I take home my hard earned pay all on my own -

I get down on my knees

And I start to pray

Till the tears run down from my eyes

Lord - somebody - somebody

Can anybody find me - somebody to love *

* Canción del grupo Queen.

—Ya sabes que los domingos es un día que siempre me ha deprimido— comienza Gonzalo—.

—A mí me pasa igual, no los soporto…

—Y le ocurre a mucha gente, al menos a toda la que yo conozco… debe de ser porque después viene el lunes y hay que volver a la tiranía del trabajo. Sin embargo, no es así para mí que estoy deseando volver al estudio pero el efecto que me produce el domingo es el mismo…

Bueno, pues aquél día hace veinticinco años, sí, sí, veinticinco años, salí de mi piso de la Cuesta de Santo Domingo a dar mi paseo habitual por la Gran Vía, me fui andando lentamente hacia Callao parándome a mirar las tiendas, a observar a la gente que ahora es mucho más internacional. El eterno tráfico de taxis, coches particulares, autobuses urbanos y esos otros con el techo abierto como una lata de sardinas en los que los turistas admiran el bullicio de las calles y los inverosímiles atascos tiritando de frío en invierno o asados por la canícula madrileña en el jolgorio veraniego bañado por un sol abrasador que castiga implacable el asfalto y los viandantes compensan con ríos de cerveza en esos bares oasis más numerosos que todas las iglesias, oficinas del gobierno y puestos del top - manta juntos; para mí una avenida muy entrañable por donde de pequeño iba de la mano de mis padres descubriendo el bullicio de la vida que allí era más alegre que en los barrios, las luces lo iluminaban todo especialmente las carteleras de los cines, aquellas enormes carteleras que cubrían por entero las fachadas con su mensaje de aventura, erotismo disimulado y viajes por tierras inalcanzables para nosotros.

Bajábamos a Los Sótanos que a mí siempre me llamaban la atención, tiendas de moda con artículos importados, un laberinto de pasillos en donde pasar el rato sobre todo cuando estaba lloviendo. Muchos nos conformábamos con mirar aquellos escaparates con bolsos y abrigos, perfumes, lencería, zapatos colocados estéticamente entre pañuelos franceses, pipas inglesas y botes aromáticos de tabaco con relucientes anclas en la tapa o veleros surcando un mar agitado y alegre, era un mundo de belleza más allá de las posibilidades de casi todos, separado por un cristal que no se podía traspasar mas que con dinero pero que al menos llevaba la imaginación durante unos minutos a un universo alejado del blanco y negro de la vida cotidiana. Y a mi madre le brillaban los ojos y se le asomaba una lágrima que apartaba con el dedo.

Cuando entrábamos en las tiendas era para comprar cosas esenciales pero que me hacían la misma ilusión que si fueran el mayor lujo, en Callao esquina con Gran Vía estaba " Segarra " la tienda de zapatos más popular de todo Madrid donde acudían los madrileños para calzarse zapatos y botas que necesitaban un rodaje de al menos un mes para dominar su rigidez y contundencia, eran zapatos de batalla pero no feos, después de sufrir los rigores de la doma se convertían en fieles compañeros de las caminatas interminables por el asfalto hasta que se caían de viejos y había que decirles adiós con harto pesar.

El templete de la Red de San Luís albergaba el ascensor de la estación de metro de José Antonio que subía y bajaba incesantemente abarrotado de público y cuando estaba con amigos perdiendo dulcemente el tiempo por esas calles subíamos y bajábamos en él por divertirnos y hacer el gasto. A finales de los sesenta desapareció el templete y con él el ascensor o montacargas que bajaba a los andenes del metro, ahora la pequeña plaza que tiene enfrente el edificio de La Telefónica con sus reminiscencias neoyorquinas está ocupada por una variopinta fauna de prostitutas y chulos con collares de oro que permanecen pegados al móvil, oficina de sus transacciones. Siempre ha habido esa clase de comercio en la zona pero en mi tiempo, mucho más autóctono, se escondía en la calle de la Ballesta y aledaños.

Los domingo mis padres me llevaban a ver algún estreno y después tomábamos tortitas con nata en " Nebraska " que nos quitaban las ganas de cenar. Fueron los años risueños en los que la infancia me hacía ver todo como a través de un caleidoscopio donde las amarguras de una época triste se suavizaban vestido de domingo, cogido de la mano de mis padres que me transportaban en volandas por aquellas calles llenas de gente apresurada, de guardias de tráfico, automóviles de marcas americanas en manos de los que vivían bien e imitaban los usos extranjeros; entre ellos se mezclaban los triciclos de reparto, las bicicletas y vespas, los carros tirados por un burro o una mula que aún cumplían su cometido transportando balumbas de muebles, las primeras neveras y lavadoras eléctricas, las cajas de madera llenas de pescado entre trozos de hielo que iban dejando un reguero rumbo a los mercados populares del centro.

En mis lentos paseos de domingo he rememorado muchas veces aquellos tiempos del pasado andando por las mismas avenidas y calles, contemplando los mismos edificios, asistiendo a los mismos atardeceres nostálgicos del cielo de Madrid que siendo ya un hombre me producían un sentimiento indefinido de tristeza y melancolía que se hicieron más apesadumbrados cuando la soledad llegó a mi entorno y me atenazó el corazón.

No pretendo ser melodramático, Manolita, pero las cosas hay que expresarlas en palabras como uno realmente las siente, si es que se tiene esa capacidad que muchas veces nos falta…el caso es que yo a los treinta años me sentía solo, tenía amigos, claro está, y algunas veces esas amistades subían un escalón en la afinidad y casi llegaban a rozar la palabra amor, pero nunca del todo.

Así, en el paso de los días, de los quehaceres, de los años, me puse en los cincuenta, y esa tarde de domingo subía tranquilamente hacia Callao pensando en diferentes cosas que es como decir que sin pensar nada en concreto. Siguiendo mi ruta normal bajé por Preciados y a la altura del Corte Inglés me atrajo la presencia de un hombre de unos cuarenta años, alto, de complexión fuerte, con pelo entrecano y algunas entradas, me llamó la atención su aspecto sencillo pero muy personal. Debí mirarle con atención porque en un momento dado se volvió y se fijó en mí sosteniéndome la mirada, volví la cabeza hacia otro lado, pero no pude dejar de mirarle de nuevo brevemente y seguí adelante hacia la Puerta del Sol.

El corazón me daba unos saltos tremendos ¡parece mentira! —pensaba yo— Gonzalo que no eres un crío, que eres ya un cincuentón…

—Espera —interrumpe Manolita— déjame ir a por otro par de tazas de café…

—Claro, claro, perdona todo este monólogo literario…

—¡De ninguna manera, vuelvo enseguida!

­—Ya sabes que soy una persona religiosa— afirma Gonzalo dando unos pequeños sorbos a la taza de café humeante — después de mi paseo por el centro calculo mi tiempo para llegar a la iglesia de San Ginés a la misa de siete. Tengo especial predilección por esta iglesia de la calle Arenal, me gusta la lonja de entrada con sus tres arcos en estilo neoplateresco y me agrada su interior que no es lúgubre ni mortecino, sin duda por su reforma después del incendio que sufrió en 1824 que destruyó toda la cabecera, sin embargo su historia se remonta al siglo XII en cuyo suelo ya había una antigua ermita y a lo largo del tiempo ha sufrido diversos avatares naturalmente en paralelo a los muchos acontecimientos de Madrid.

Así que me encaminé hacia allí cruzando la Puerta del Sol y entrando en la calle Arenal no dejaba de pensar en ese cruce de miradas, en la soledad que me ha acompañado tantos años y en mi deseo de encontrar a alguien con quien compartir mi vida, pensaba que había tenido suerte en mi trabajo, en tener tantos amigos y llenar mi vida de arte, de belleza y creatividad pero todo eso me impulsaba a quererlo reflejar en un compañero de viaje, en poder transmitir lo mejor de mi alma a alguien a quien quisiera.

Entré en San Ginés dándole vueltas a estos pensamientos, la nave estaba ya llena de un público heterogéneo formado por familias jóvenes con sus hijos, personas mayores y turistas, unos para oír misa y otros simplemente para deambular unos minutos visitando la capilla del Santo Cristo y echar un vistazo al entorno.

Me senté en uno de los últimos bancos y mis pensamientos fueron calmándose a medida que transcurría el oficio. De pronto, dejando vagar mi vista por los bancos, me pareció ver la espalda de aquél hombre de pelo entrecano que me llamara la atención en la puerta de los grandes almacenes, el corazón volvió a latirme con fuerza haciéndome sentir un poco molesto.

La misa transcurrió en un vuelo y al darnos la paz él, que estaba dos filas más adelante, se volvió estrechando la mano de las personas que tenía alrededor y fijándose en mí alargó el brazo ofreciéndome su mano. Durante un dilatado segundo me quedé suspenso pero algo ajeno a mi voluntad hizo que a mi vez ofreciera mi mano que se juntó con la suya entre los dos bancos, me sonrió afablemente y volviéndose de nuevo fue lentamente saliendo con el resto de la gente.

Me quedé sentado en el banco un poco confuso y nervioso hasta que todos hubieron salido. Algo me decía que al cruzar la puerta hacia las escalinatas de la entrada mi vida iba a encontrarse en otra encrucijada del camino.

Afuera era ya de noche, la gente que había estado en la misa se iba dispersando lentamente por la calle Arenal y allí, apoyado en la barandilla de hierro del segundo tramo de escaleras estaba él esperándome.

—Llevas ya veinticinco años con Federico— ¿No es así?—

—Efectivamente, aunque ya sabes que él sigue viviendo en Orense con sus padres que ya son muy ancianos, pero hablamos cada día y pasamos también temporadas juntos, quizás esa distancia impuesta por las circunstancias mantiene mejor nuestras relaciones, no lo sé, el caso es que las cosas están bien así y los dos somos felices.

—Me alegro mucho por ti, por los dos— se levanta Manolita con las dos tazas vacías— ¿Qué tal si trabajamos un poco?—

—¡Desde luego, para eso te pago! — sonríe abiertamente Gonzalo—.

Manolita vuelve al cuadro del Españoleto, trabaja ensimismada durante dos horas largas sin cruzar una palabra con nadie, apenas oye el murmullo de las conversaciones en voz baja de los otros, el pincel se desliza suave entre la marea de oscuros que entenebrecen el cuadro en todas direcciones hasta tocar el marfil desvaído de la piel macilenta del eremita semidesnudo cuya mirada trasciende a otro universo lejano que sólo él puede alcanzar en la profundidad de su soledad y su alejamiento del cuerpo que se diluye en un universo acromático.

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