martes, 12 de mayo de 2009

4 - EL OFICIO.

Desliza el pincel suavemente, con mimo, como la caricia de una mano sobre el rostro envejecido, agrietado, surcado por las marcas del rigor del tiempo y las contracciones y estigmas que produce el vivir en el ser a quien se ama.

Se trata de un trabajo monótono, piensa Manolita, pero no por eso menos importante. Hoy dedicará muchas horas a eliminar el barniz envejecido de un cuadro de José de Ribera que pertenece a un prominente banquero que al parecer lo adquirió en Italia a través de alguien emparentado, al menos eso dice él, con el Duque de Osuna.

El cuadro es triste, tenebroso, como corresponde a los gustos del pintor que parecía entusiasmarse con temas de horror. Las sombras ocupan la mayor parte del lienzo, los trazos son toscos y ordinarios pero correctos. Quizás una buena muestra de arte para engalanar el despacho sobrio y austero de un financiero al estilo clásico.

Pero el trabajo es siempre variado y nunca sabes qué te vas a encontrar, pérdida de la capa pictórica, descamaciones, cambio en los colores a causa de radiaciones ultravioletas o de la contaminación, exposición al calor, suciedad de todo tipo, alteración del barniz de protección por oxidación, roturas, desgarrones, humedades, moho.

Además en esta profesión surgen oportunidades como la que tuvo el año pasado yendo a Nueva York durante cinco meses a la Hispanic Society of America gracias al "outsourcing" y al bueno de Gonzalo. Cinco estupendos meses trabajando con Sorolla, la primera vez que las "Visiones de España" se verían por entero en su país de origen: España.

Las pinturas estaban en muy buenas condiciones y la restauración se limitó a una buena limpieza, llevaban en la misma habitación desde mil novecientos veintiséis. Usaron técnicas no agresivas, soluciones enzimáticas y disolventes con muy poco poder de penetración y alta volatilidad.

La restauración reveló algunos detalles escondidos después de quitar la suciedad y los restos de cera. Manolita y el resto de los restauradores pudieron comprobar la luminosidad y el brillo de los colores usados por Sorolla y la existencia de varios centímetros de pintura original escondidos en los bordes en dos de los fragmentos que forman el trabajo "Castilla. La fiesta del pan".

Fue un viaje inolvidable que le enseñó muchas cosas de la profesión y que estaría dispuesta a hacer de nuevo en cualquier momento.

En algunas ocasiones Gonzalo aparece en el estudio acompañado de un par de personas que acarrean una obra envuelta en mantas, la apoyan cuidadosamente y retiran la protección dejando al descubierto una obra en estado lamentable de conservación, con daños que a simple vista son o parecen irreversibles. Casi siempre se espera al último momento para restaurar una obra, cuando casi ya no es identificable y muchas veces es demasiado tarde para devolverle la vida.

Manolita, Alicia y Cosme suspenden su trabajo, miran el cuadro, se miran entre ellos, y finalmente fijan los ojos en Gonzalo que les devuelve la mirada muy serio. Pero solamente por unos segundos porque enseguida esboza una amplia sonrisa y cerrando un puño les dice —¡Aquí está el reto, duro con él!—.

Gonzalo es un joven de setenta y cinco años, delgado, con poquito pelo distribuido encima de cada oreja, con un cierto aire tierno y melancólico que es sin embargo la pátina tras la cual anida un espíritu siempre dispuesto a luchar, a darlo todo, a continuar cada día venciendo los fantasmas de la apatía y el desconsuelo que produce el roce constante con la vida.

Gonzalo heredó el estudio en el que trabaja con sus empleados, Manolita, Alicia y Cosme — que en realidad son sus socios y, como él dice, parte de su familia —de sus padres que vivieron en lo que fue un corralón al final de la Ribera de Curtidores dedicado a la venta de verjas, cancelas, utillaje de diferentes oficios y que fueron transformando poco a poco en depósito de muebles viejos, lámparas, camas antiguas, lavabos de época, maquinas de coser y otro sinfín de objetos de arte y cacharros en general.

Al final de los años sesenta y principios de los setenta con Gonzalo ya frisando los cuarenta, tomó las riendas del negocio familiar en donde había echado los dientes y consciente por sus estudios en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y su percepción de que los tiempos estaban cambiando y había que dar un giro al negocio se dedicó a convertirlo en estudio de restauración de obras de arte en general y pinturas en particular ayudándose durante los primeros años con la venta de objetos más o menos antiguos que tan de moda se pusieron al iniciarse la Transición política.

A menudo viajaba por los pueblos de España comprando todas las sillas viejas que encontraba, arcones, trabajos de bordados en tela, repujados en cuero, forjados al uso Cervantino, anaqueles, atriles, cerámicas, almireces…todos éstos objetos desaparecían de sus manos al doble de su precio y la moda los llevaba a los grandes almacenes de Alemania, Inglaterra y Estados Unidos.

Pero siempre fue consciente que en aquello, como en tantas cosas de la vida, había que marcarse un límite ético y moral y comprender que no todo está permitido por muy corrupta y falta de valores que aparezca la sociedad. Y así se lo decía a compañeros de la profesión que entraban a saco en iglesias de pueblecitos perdidos y menos perdidos donde con la anuencia de un cura o un alcalde sin escrúpulos o sencillamente en lugares donde nadie era responsable y solamente había que saltar un par de candados, desaparecían sagrarios que se convertirían, en países extranjeros, en urnas de plata para el whisky o el bourbon de más de diez años, joyas talladas en madera policromada de cualquiera de los siglos de esplendor del románico, gótico, barroco; santos, vírgenes, ángeles, zócalos y frisos de altares, voluminosos cantorales y colecciones de libros eclesiásticos, históricos, tratados de medicina y botánica con bellas ilustraciones de plantas e insectos, de grupos sociales indígenas que aparecían en los caminos de la expansión y conquista del imperio español.

Por llevarse hasta desaparecieron de la noche a la mañana estelas romanas de aquellos jubilados y sus familias que cumplieron en las legiones como la Séptima Gémina asentada en la zona de Astorga y León. Y no se llevaron en aquél momento los miliarios romanos esparcidos y abandonados por toda España debido a su volumen y peso.

Nada de eso era nuevo, generaciones de depredadores han pasado y seguirán pasando por una España rica en tesoros artísticos de valor inconmensurable para quienes vienen de fuera y rutinariamente despreciados por los naturales del país que o no poseen un mínimo nivel de apreciación o simplemente les importa un ardite la conciencia nacional y los valores que entraña el pertenecer a un lugar y una cultura. Algunos se lo llevaron como botín de guerra, por la rapiña o el expolio, otros lo pagaron, como William Randolph Hearst que transportó desde España techos artesonados de capillas, conventos e iglesias creando en su castillo de San Simeón en California habitaciones con las medidas exactas donde darles cabida. Incluso desmontó algún castillo que transportó piedra a piedra a los Estados Unidos.

Gonzalo pensaba a menudo en esto y solía llegar a la conclusión nostálgica de que quizás todas esas obras de arte estaban mejor cuidadas y apreciadas en California que lo hubieran estado en el solar patrio.

Pasados aquellos primeros años de adaptación Gonzalo abrió a pleno rendimiento su nuevo estudio de restauración que en el momento actual esta asociado a la firma AngloartUsa que a su vez trabaja directamente con Sotheby´s.

Manolita, Alicia y Cosme cuentan con otros compañeros de trabajo que oscilan entre cuatro y seis, son siempre estudiantes en el penúltimo o último curso de su especialidad que trabajan las horas que les permiten sus clases y de los que Gonzalo no se aprovecha y paga religiosamente por un trabajo del que en raras ocasiones queda descontento.

Manolita hace una pausa al tiempo que Gonzalo entra por la puerta saludando a todos, el estudio, muy amplio y de techos altos, dispone de varias mesas de trabajo, caballetes, estanterías con todo tipo de productos, dos grandes pilas y en uno de los rincones una pequeña cocina con todo lo indispensable, cafetera, nevera y una mesa con cuatro sillas, al otro extremo está el rincón de Gonzalo, su escritorio, dos estanterías con libros, un sofá y dos butacas en donde a menudo se sientan a discutir algún proyecto o reciben a los clientes.

Alicia y Cosme están ocupados en el forrado o reentelado de un cuadro, el forrado consiste en tender el lienzo antiguo sobre una tela nueva, debidamente preparada, sobre la que irá pegada la tela antigua pintada. Este procedimiento aparentemente sencillo requiere mucho oficio y mucha práctica y tiene sus riesgos. Gonzalo pasa unos minutos a su lado y Manolita desde el rincón de la cocina le hace una seña ofreciéndole café a lo que afirma indicándole que lo lleve al sofá.

Manolita y Gonzalo se sientan cada uno con una taza en la mano, Gonzalo se estira y frota los ojos.

—¿Qué tal el fin de semana? —pregunta tomando un sorbo de café—.

—Bien…estuve con mis amigas en Tarifa.

—¡Qué paliza para tan poco tiempo!

—Sí, pero me apetecía salir un poco de Madrid…

—¡Ah! La juventud lo puede todo.

—No creas, estoy rendida...

—Y que tal las clases de windsurfing…

—El sábado estuve practicando con mis amigas pero el domingo por la mañana me fui a Baelo Claudia.

—¡Me encanta!.

—Sí, a mí también…me acompañó un chico…

—¡Hombre! Un chico, hace tiempo que no te oigo hablar de chicos…

—Pues no, es que no salgo con ninguno, son unos panolis…

—Y este ¿qué tal?

—Pues majo, se llama Manolo…

—¡Hombre! Manolo…Manolita…es una señal…

—Sí, ya, eso es lo que le dije…¿Sabes que mis abuelos se llamaban Nicasio y Nicasia?.

—¡Vaya por Dios!.

—Pues como lo oyes…

Gonzalo sorbe su café y mira al frente pensativo, entra el sol por las ventanas y aunque el estudio tiene buen aislamiento se puede oír un runrún apagado que se cuela desde la calle. Gonzalo se vuelve y mira a Manolita.

—¿Te he contado alguna vez cómo conocí a Federico?.

—No —responde Manolita sonriéndole con picardía—pero estás a punto de hacerlo—.

—Sí —responde Gonzalo, que deja la taza sobre la mesa y junta las manos—.

—Pues mira, resulta que…

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