viernes, 28 de agosto de 2009

20 - LA TORMENTA




Guadalupe acompaña a Manolita al hotel Fairmont, son apenas las diez de la noche, la despide en el salón de entrada y sube a su habitación cerrando tras de sí y desplomándose en la cama vestida. Apenas tiene tiempo de quitarse los zapatos que quedan sobre la colcha sin retirar mientras ella entra instantáneamente en un sueño profundo.
Doña María Josefa de la Soledad, Duquesa de Osuna, Condesa Duquesa de Benavente entra airosa, con paso decidido en la luminosa habitación orientada en la dirección solar en donde recibe a modistas y peluqueras, donde intercambia pareceres sobre sombreros, diseños, modas; en el centro una gran mesa donde poder extender las telas y los vestidos sin agobios, donde ver patrones y modificar detalles. En los lados dos grandes armarios llenos de trajes y sombreros, corpiños, faldas largas y abiertas, drapeadas, un par de aparadores con herramientas de trabajo y cajones con guantes y mantillas, velos y un sinfín de medias.
Acaba de llegar a "El Capricho" después de traquetear por el camino polvoriento que le ha traído de Madrid, unos nueve kilómetros nunca exentos de peligros como refleja uno de los encargos que los duques hicieran a Don Francisco "Asalto de Ladrones" que cuelga en uno de los laterales del salón principal con su escalofrío de violencia y muerte en el camino, canallas y bandidos infestando todas las vías y que una vez en sus manos la suerte está echada, la compasión nunca va a pasar por sus cabezas aunque fuera abundante el botín; la histeria, el terror de una posible violación, el apuñalamiento frío y certero sin piedad, el trabucazo descerrajado a quemarropa se adivinan en la escena violenta del cuadro. Esta imagen atrae e impresiona a la duquesa que a menudo tiene que verse en el brete de desplazarse a sus citas como la que había tenido que hacer unas horas antes yendo a la Junta de Damas de la Sociedad Económica de Madrid.
Con todo, no son sus salones mortecinos o lúgubres, muy al contrario, se inspiran en las tendencias del Rococó Francés cercano a Fragonard pero con un toque distintivo, algo ácido, un toque de realismo español que a través de la obra de Goya se hace hueco en ese sueño pastoral francés de colores cremosos y escenas amables.
—¡Vengo furiosa! —exclama dirigiendo la mirada a Manolita que mantenía la vista perdida sobre los parterres del jardín y se ha dado la vuelta dirigiéndose al centro de la habitación donde dos criadas jóvenes ayudan a la duquesa a desembarazarse del amplio sombrero coronado de lazos azules y una pluma de garza que se curva elegantemente desde el centro del sombrero hasta tocar el borde—.
—¡Por la junta!— explica a Manolita — por la decisión de hacer llegar las vacunas a la mayor cantidad posible de gente, incluso la de Alba está de acuerdo conmigo, tengo que admitir que en estas cosas siempre coincidimos, no en otras muchas que nos pilla siempre enfrentadas, las dos de uñas…pero estaban allí esos dos pánfilos de médicos que trataban de convencernos de que es peligroso, que la técnica es demasiado nueva y que además puede ser anticristiano…¡Habráse visto! Mi amiga Lady Holland se levantó airada diciéndoles que en Inglaterra se aplican las vacunas y están dando buenos resultados, pero como quien oye llover…lo malo es que hay muchos médicos en esta bendita España que opinan lo mismo.
—Las vacunas son muy importantes, esenciales en muchos casos— responde Manolita—.
—Lo sé, lo sé… el problema es que en este caso necesitamos la aprobación de los médicos, no así en otras materias, y nos estamos dando contra un muro…no puedo con la estupidez, la superstición y la hipocresía…
Entran en la habitación dos nuevas criadas con una cesta rectangular de grandes dimensiones pero liviana por la aparente facilidad con que la llevan entre las dos dirigidas por un ama de llaves entrada en años. La depositan sobre la mesa y levantan la tapa sacando de su interior varios paquetes primorosamente envueltos. La duquesa indica a las criadas que vayan abriéndolos, son los vestidos confeccionados llegados de París, la duquesa ríe ilusionada y despliega delante de Manolita algunos de los modelos: transparencias, luminosidad, densidad, colores, pliegues y ondulaciones, encajes, sedas, cintas de profundo azul, rosa, pastel, pequeñas flores bordadas, que extraen un lenguaje social de las telas, que imprimen un estilo francés a ese envoltorio sutil que ocupará un cuerpo español, que sacará a la luz connotaciones, implicaciones, evocaciones eróticas como las que por otro lado también puede producir una chaqueta de maja, de aspecto dulce y truculento como la misma España.
La duquesa sabe muy bien, como todas las damas de su época, de la importancia y valor de los vestidos a la altura de Londres y París y por eso desde la Reina María Luisa al frente de la escala social los encargos se hacen en esas ciudades de la moda, los importantes, los que se lucirán como primicias dejando los menores para las modistas locales.
—Anda, pruébate alguno— insiste la duquesa viendo que Manolita mira fascinada a su alrededor sin decir palabra—.
Se prueba uno liviano, vaporoso, una muselina de seda blanca de talle muy alto adornado por una cinta azul y blanca, escote discreto y mangas por encima del codo.
—Te queda muy bien, déjatelo puesto, está al llegar Luigi, hoy tenemos concierto y quiero que mis amigas admiren tu juventud y tu belleza.
Desde los jardines llega el sonido de las ruedas de los carruajes, las risas de las damas que descienden de ellos, de los caballeros que les acompañan hablando más alto, engolando un poco la voz para captar la atención, para dejarse oír por sirvientas y criados. La duquesa coge de la mano a su invitada y sale a recibirlos, hace las presentaciones de su joven amiga desconocida por todos pero a la que halagan con la mejor de las sonrisas y la admiración de las damas hacia el vestido y la cara fresca, resplandeciente, algo diferente a las que están acostumbradas a ver.
Pasada la espléndida biblioteca con más de veinticinco mil volúmenes muchos de ellos de literatura inglesa, que pretenden donar a su muerte a la nación pero a lo que el gobierno se opone arguyendo que está llena de libros prohibidos por la Inquisición, se sitúa la sala de música donde ya están afinando los instrumentos y Boccherini hablando animadamente con el duque. En una de las esquinas dos criadas hacen guardia a ambos lados de una mesa adornada con búcaros de cristal de La Granja, arreglos de flores recién cortadas del jardín, alrededor un completo servicio de té y chocolate además del nuevo competidor: el café, introducido recientemente desde Italia y que ya hace furor en Barcelona y Madrid. Pastas inglesas y nacionales, pestiños, churros, buñuelos, bombones y chocolates ingleses.
Muchas de las damas se reúnen alrededor de los platos alabando con mohines la delicadeza y dulzura de la merienda que se extiende delante de ellas, las criadas atienden respetuosas y diligentes las peticiones de ese revuelo de colores, encajes, perfumes y risas que como una espuma de mar va y viene burbujeante envolviendo la sala de música.
Boccherini atiende con solicitud al duque pero no está en el mejor de sus momentos, hace poco que ha muerto su mujer Clementina dejándole al frente de su prole. Sin embargo anuncia al duque que esta tarde va a estrenar para él y la duquesa un quinteto compuesto en Arenas de San Pedro. El duque lo agradece y se muestra especialmente receptivo con su amigo en las presentes circunstancias al que por otro lado apoya y aprecia desde que se conocen.
La batahola de conversaciones y risas disminuye y damas y acompañantes van tomando asiento alrededor del quinteto de cuerda, dos violines una viola y dos violonchelos en lugar de dos violas, al gusto de Boccherini. Se hace el silencio, en el ínterin resuena un prolongado trueno precursor de una tormenta de verano que se acerca.
Los instrumentos como un milagro mágicamente repetido comienzan a inundar la sala con las vibraciones del espíritu de su compositor. Sobre la estancia cae la penumbra de los negros nubarrones, las notas saltan alegres de los violines a los chelos, se entrelazan en el sonido de la viola y se magnifican sobre los altos techos, resbalando por los cortinajes como las gruesas gotas que comienzan a tamborilear a ambos lados de los parteluces de los grandes ventanales. El trallazo de una chispa restalla contra las paredes de la habitación en fogonazos de claros y oscuros que se reflejan con tal viveza en los cuadros que la tormenta parece venir de sus fondos de bosques y montañas. Los arcos se deslizan con energía mientras los dedos caminan por los trastes con diligencia, sabiendo perfectamente el camino que tienen que recorrer. La tormenta arrecia, dos hojas de ventana se abren dejando entrar con estrépito el sonido de un trueno cercano y los remolinos de aire que acompañan a la lluvia, escapan de sus atriles las partituras que suben como palomas hacia los querubines pintados en el techo cayendo poco después sobre las cabezas de las damas y los caballeros que las recogen al vuelo. Pero no por eso cesa la música que Boccherini sigue dirigiendo con ímpetu ante los anfitriones y sus invitados.
Manolita, como tantas veces, se despierta de repente, con las notas aún sonando en sus oídos, entreabriendo lentamente los ojos mientras la música se hace más lejana, se desprende de su somnolencia y se retira hacia los pabellones lejanos donde sigue la tormenta, hacia otro mundo, otra dimensión perdida, que sólo pertenece a los sueños.
Mira el despertador sobre la mesita de noche: las 2:45 AM calcula que lleva más de cuatro horas durmiendo, el cambio de horario va tocando fondo, nota que está vestida, que el cansancio después de cenar con Lupe le impedía mantenerse en pie. Se levanta y va al baño, vuelve entre los vapores del sueño y se queda mirando la maleta abierta sobre el sofá, se desnuda y saca uno de los camisones que se pone volviendo a la cama, cubriéndose con la manta ligera hasta los hombros. Afuera, desde algún lugar que aún no sabe determinar llega el sonido de dos sirenas, las mismas que oyera la noche anterior y que le indican que la niebla sigue cubriendo la ciudad, o al menos la entrada del Golden Gate. El sonido de una es aflautado y el de la otra profundo, se imagina con los ojos cerrados a un león marino y una gran ballena tocando largos clarines como las que llevaban aquellos pajes en las películas medievales a las que solía ir con sus padres de pequeña.
Lupe baja por Jones a través de parte del Tenderloin para cruzar Market y enfilar la sexta avenida que les llevará al comienzo de la autopista 280. No dice nada, deja que Manolita se despierte del todo con el escenario que pasa a ambos lados del automóvil, a la izquierda una fila larga de turistas hace cola en la acera para entrar en Dottie´s uno de esos lugares que se han puesto de moda y en el que hay que esperar como poco treinta minutos para conseguir una mesa, el espacio es reducido y la preparación de la comida lenta lo cual hace que la calidad sea mejor pero que el desayuno se prolongue más de una hora.
En la parte derecha un par de camiones de basura vacían los contenedores ralentizando el tráfico al tiempo que la calle se estrecha en varios tramos ocupados por máquinas y obreros que cortan trozos de viejo asfalto agrietado por el tiempo y extienden capa sobre capa de otro nuevo, humeante, por el que circula lentamente una pequeña apisonadora sellando el remiendo.

A lo largo de la sexta avenida las aceras se van llenando de personas que van a sus trabajos, de madres con varios niños de la mano en la tarea diaria de llevarlos al colegio. Lupe arranca por fin en el último semáforo y enfila la autopista subiendo la rampa que enlaza con la 280.


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