viernes, 20 de agosto de 2010

30 - INAUGURACIÓN.

Gonzalo se ha despertado temprano. Muy temprano. Mira el reloj sobre la mesita de noche: las cuatro de la mañana. Afuera todo permanece oscuro excepto las farolas de las calles que iluminan el centro irradiando sus destellos hacia los montes aún invisibles. Sobre las aguas del Miño reverberan los focos de luz caramelizada de los puentes.

Mira a su alrededor en la penumbra. Esta solo. Como de costumbre Federico pasa las noches en casa de sus padres. No se lo tiene en cuenta, las cosas son así. Cierra los ojos y reflexiona por un momento en el sinsentido de estar en ese piso, en esa habitación a la que nunca se ha acostumbrado ni se acostumbrará.

Nunca le ha herido la soledad aunque es una fiel compañera de su vida, pero venir aquí sólo tiene el propósito de verle a él. En Madrid también está solo aunque allí le ocupa su trabajo profesional. El estudio. Sí, eso llena su vida. Fuera de allí está Federico, pero lejos, a veces aquí, en su territorio, también está lejos.

La soledad es mala cuando se piensa en ella. Peor a las cuatro de la mañana cuando te coge por sorpresa en el despertar del sueño interrumpido. Él lo sabe y trata de rechazar esa sensación. Mira el techo de la habitación que casi no distingue. Se acuerda de Manolita que estará trabajando…no…allí serán…las siete de la tarde, si sus cálculos son correctos. Habrá salido a dar una vuelta, le gusta andar. O estará cenando. Esos americanos cenan casi cuando nosotros terminamos de comer.

También ella está sola. Pero contenta con su trabajo. El trabajo es una de las cosas que acompañan al hombre y le hacen sentirse útil y vivo, naturalmente no todos son iguales, gran cantidad de ellos son solamente una esclavitud para poder sobrevivir en un mundo hasta en el que la cosa más insignificante cuesta dinero. Pero no siempre es así, para muchos, aunque sea rutinario, poco creativo, es el motor que les mueve a salir de su casa cada mañana, a tener un porqué en su vida, a socializar y darle un sentido al conjunto de las horas y los días. Desgraciadamente el sistema depredador en el que vivimos quiere prescindir de las personas para ganar más dinero, para ahorrar más dinero, aunque los servicios se deterioren, aunque la calidad de vida se deprecie.

Es curioso—piensa Gonzalo en la incipiente luz del amanecer— que la última vez que estuve en Santiago me di cuenta de la cantidad de peregrinos entre los cincuenta y los sesenta años que abarrotaban la Plaza del Obradoiro. El ejército de prejubilados que se han echado al Camino muchos de ellos posiblemente para evitar deprimirse en sus casas, para recuperar la gratificante sensación de aquella juventud pasada en los pueblos, subiendo a los montes, haciendo hogueras en los campos junto a sus zarrapastrosos amigos de aventuras.

Para algunos será un nuevo renacer y ya estarán preparando otras rutas, en otros recorridos que contemplar y completar, una tarea para emprender cada mañana, paso a paso, más feliz la jornada cuanto más lejos está el final porque no es el final lo que interesa. Una jornada en la que se descubren muchas cosas, entre ellas, lo poco que se necesita para vivir, para ser feliz. Algo de salud, alguna cosa que comer, el camino.

Otros volverán al peligro de la ciudad, de la rutina de ir al mercado cada día, de transformarse en hipocondríacos en sus más que frecuentes visitas al médico, en cuidar a los nietos que terminarán conociéndoles a ellos mejor que a los padres, en pasear sin rumbo por las grandes superficies como almas en pena matando la mañana, esperando el mediodía para volver a casa a comer y arrastrarse por la tarde aletargados frente al televisor.

Las cinco. Se levanta. Encuentra el molinillo del café, mientras este se prepara se mete en la ducha. Ya ha amanecido del todo, cielo azul con jirones de nubes como el día anterior. Toma un par de tazas de pie frente a la ventana, desde ella domina todo el centro, el río, los montes suaves, un paisaje que se le antoja melancólico, quizás porque está más acostumbrado a su ático de Santo Domingo, a los tejados de su Madrid entrañable que acumula los recuerdos de juventud, el bullicio urbano, los atardeceres que dan paso a las luminarias de la vida nocturna.

Se pone la cazadora de cuero, echa un vistazo alrededor, sale a la escalera cerrando la puerta. Al bajar los peldaños se cruza con varios trabajadores que suben al ático algunos muebles, estanterías, objetos que Federico ha elegido minuciosamente, detalles finales de la decoración que estará lista en un par de horas. Gonzalo no ha querido subir, prefiere verlo en la inauguración que será en la tarde-noche, a la que Federico ha invitado a lo más selecto de la sociedad orensana.

—Unas copas de cava y algo para picar—le dijo Federico.— En cualquier caso a Gonzalo le gustará ver a algunos de ellos que son antiguos amigos comunes. Por lo demás no cabe duda que a Federico le hace ilusión todo este asunto y no va a ser él el que le amargue la fiesta.

Ya en el portal respira hondo y sale a la mañana tibia, algo nublada, comienza a caminar hacia las calles antiguas, adoquinadas, subiendo y bajando hasta llegar a la Catedral de San Martín, es aún temprano y solamente se cruza con algunas personas que con paso vivo caminan hacia sus trabajos.

Entra en la Catedral por su parte occidental que accede al Pórtico del Paraíso que es la prueba más evidente del alcance que en el tiempo y en el arte inspiró el Maestro Mateo, obra que permanece en un segundo plano debido a aquel excepcional Pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela que tan bien conoce Gonzalo.

Se para a observar los gruesos pilares que sirven de apoyo al arco central reforzado por un parteluz y los arcos laterales representando a los Apóstoles en el lado de la Epístola y los Profetas en el del Evangelio así como los veinticuatro ancianos algo más animados ya que conservan la policromía efectuada en el siglo XVI.

Se sienta en uno de los bancos en la quietud del interior. Observa el crucero cubierto con un cimborrio gótico-renacentista iluminado por la luz de la mañana que se va haciendo más intensa. Permanece largo rato en la penumbra fría sin un solo ruido, sin que nadie aparezca para alterar el silencio que arropa el granito moldeado hace siglos que sostiene la planta del edificio.

Los antiguos supieron permanecer en la distancia a través de esa inmensa obra intemporal, crear en el hombre una imagen perfecta de la eternidad en el espacio cerrado del templo, entre las losas de piedra, los altares como intermediarios entre el espacio interior y el exterior, como enlace para la comunicación con otros mundos, con el universo y su creador tan lejano y poco accesible, de la sensación de casi vencer al tiempo, la realidad virtual, ahora que se lleva tanto hablar de ella, de permanecer en una cápsula que es en si misma símbolo de eternidad, estable, muda, siempre orientada y dirigida hacia las alturas, hacia un infinito inabarcable que el hombre, sentado en el banco de madera rígido y añoso, hace suyo mientras en el exterior, detrás de los pilares, de los arcos fajones, de cada una de las dovelas que forman los arcos y las bóvedas, de los contrafuertes y arbotantes la vida pasa rápidamente, se deteriora, muere y vuelve a surgir a través de un ciclo que va añadiendo el polvo de los siglos en la superficie de esa nave de piedra, poderosa, esa máquina del tiempo anclada férreamente a la tierra pero cuyo interior se proyecta más allá de la velocidad de la luz transportando al hombre a espacios desconocidos y futuros, solo imaginados en su mente.

Gonzalo medita en la delgada línea que le separa de ese otro mundo, de la ausencia, del tránsito al recinto de los muertos. No es un pensamiento lúgubre—se dice a si mismo—es solamente la constatación real de que su tiempo se va acabando, de que no solamente lo sabe su mente sino también el resto de su cuerpo. Algo natural a lo que se ha ido amoldando suavemente, a lo que su propia naturaleza le inclina aunque aún le quedan algunos cartuchos por quemar, alguna pólvora que gastar y qué mejor que hacerlo en la contemplación de la belleza, la única, que según él, redime al hombre y le eleva de sus esclavitudes humanas.

A través de las restauraciones del taller cumple sobradamente ese propósito, por sus manos en sucesivos años han pasado muchas de esas instantáneas de vida que se convirtieron rápidamente en polvo pero que gracias al milagro del arte, de la radiografía de la vida plasmada con sutileza en los lienzos y la piedra quedaron para conocimiento de otras generaciones; ventanas, pequeños túneles del tiempo en los que personas y paisajes, costumbres y sentimientos, amor y barbarie han permanecido solidificados, estáticos, cubriéndose de una pátina de olvido que los siglos terminan por destruir o rescatar para mostrarnos una vez más la materia de la que está hecho el hombre aunque se cubra de distintos símbolos y ropajes.

Y piensa que sus cartas están echadas, que su tiempo ha pasado definitivamente y sin embargo eso no le incomoda, al contrario, siente que ya no tiene que justificarse ante la vida como tuviera que hacerlo de joven.

Sale de la Catedral y camina bajo un sol que empieza a calentar, hacia el bar más próximo donde pide un café y lee por encima las noticias locales de un periódico regional ocupado en los dimes y diretes de personajillos de la política pueblerina de la provincia, corta de miras, paleta, obtusa pero con un fino instinto de supervivencia que transforma en dinero todo lo que toca aprovechándose de los sentimientos y las tradiciones de un pueblo que ha descubierto en su atraso de siglos un filón de oro.

Camina por las calles antiguas dejándose llevar hacia el mercado. Todo se transforma, nuevos edificios, plazoletas, aparcamientos, rompen la armonía antigua de la ciudad. Los espacios limpios, abiertos para caminar entre las calles y avenidas se llenan de inútiles y en su mayor parte horrorosas esculturas que afean la vista, que producen malestar e irritación, que algún listillo habrá diseñado para repartirse el dinero con otro listillo de algún partido local con poder para hacer y deshacer a su antojo.

Gonzalo piensa que lo peor de hacerse mayor en estos tiempos es que su mundo conocido desaparece antes de que a él le llegue su turno; todo cambia, se transforma, y más hoy en día que las tecnologías, la globalización, la reducción de las distancias hace tabla rasa de todo y se pierden las referencias culturales, los puntos de apoyo de la tradición, los anclajes morales en los que el hombre se sentía cómodo, conforme consigo mismo.

Es un mundo cambiante ahogado de objetos inútiles que pronto se descartan y olvidan porque el cerebro está permanentemente ocupado en otros nuevos que llaman su atención. El diseño y la temporalidad en contraste con el quehacer antiguo que veía en la perpetuidad su razón de ser, en el que permanecía lo que tenía sentido, lo que nos definía.

Las calles están más animadas y al llegar al mercado el olor a manzanas y verduras frescas producen en Gonzalo un radical cambio de humor. Respira hondo y sonríe a las mozas que ya proclaman sus mercancías con su peculiar acento a toda la gente que sube y baja por los puestos.

En el bullicio casi no oye una llamada de Federico que le informa que acaba de cerrar un buen negocio para la restauración de un pazo por el que se han encaprichado unos franceses, eso le abre otra nueva vía de trabajo, ingresos y el poder ocupar a los obreros que llevan con él tanto tiempo.

—¡No te olvides de subir a echar un vistazo al ático antes de que llegue la gente! ¡Creo que te va a gustar!

—Sí, Federico, así lo haré ¿ A qué hora aparecerás?

—Como muy tarde a las siete y media, los invitados comenzarán a llegar sobre las siete. Siento no poder estar antes, pero, por favor, aunque no conozcas a algunos haz tú las presentaciones…

—No te preocupes, así lo haré, conduce tranquilo, hay tiempo para todo.

Gonzalo merodea por los puestos alrededor de la amplia y empinada escalera que da acceso a la entrada principal del soberbio edificio del mercado. Ha leído que hay un proyecto para reformar y actualizar el edificio y los alrededores, con aparcamientos subterráneos y zonas peatonales. Todos estos tipos de proyectos siempre le han dado mucho miedo, la armonía entre lo antiguo y lo moderno es proclive al entredicho y el español tiene la misma obsesión por la piqueta como por el hacha con el que sin pensárselo cercena arboledas milenarias sin que le tiemble el pulso ni le quede un atisbo de remordimiento.

En realidad le gustan más estos pequeños puestos que los del interior del mercado. Compra una docena de higos, seis de color verde pálido y seis de un morado oscuro que una sonriente aldeana le pone en una bolsa de papel.

Comienza a desandar el camino haciendo una parada en los recoletos jardines de Las Burgas y encuentra una pequeña tienda de discos donde escucha y compra un cedé de aires barrocos interpretados al violín por Daniel Hope, un soplo festivo para el alma con el que de repente se siente renacer y con la alegría del espíritu le vienen las ganas de comer.

Rechaza unas cuantas cafeterías con ofertas de espaguetis, lasañas y ensaladas de maíz y zanahoria que detesta y continúa hasta encontrar un pequeño bar que anuncia su menú en una pizarra sobre la acera: Caldo, lacón con grelos, ternera con patatas, sardinas asadas, flan, pan y vino. Se sienta en una mesa corrida junto a varios trabajadores con mono y pide caldo, sardinas y ribero turbio a granel que aún milagrosamente tienen en algunos bares como este. A los postres comparte una copita de orujo con los obreros que finalmente se levantan y se van. Gonzalo apura un cortado, paga y sale a su vez dirigiéndose al apartamento.

El portero que anda haciendo alguna cosa en el vestíbulo le saluda con una media reverencia, la escalera está tranquila, entra en el piso en el que siempre tiene una sensación de frío aunque el día esté soleado. Baja un poco la persiana del dormitorio, se quita los zapatos y se echa vestido sobre la cama. Al poco se queda dormido.

Se despierta con unas voces en el pasillo de la escalera, son la gente del catering que están subiendo bebidas y bandejas de canapés. Gonzalo se desnuda y se dirige a la ducha donde permanece un buen rato hasta que se le pasan los vapores de la siesta. Se cambia de ropa y elige una elegante chaqueta deportiva.

Cierra tras de sí y sube al último piso andando, no necesita abrir porque la puerta está entornada, saluda a varios camareros que tienen ya todo dispuesto y esperan la llegada de los primeros invitados.

El vestíbulo es grande, funcional y decorado con sobriedad en la que sin embargo tienen cabida algunas imágenes policromadas y muebles que solo podrían encontrar su habitación en los grandes espacios de un hotel.

Gonzalo contiene un momento el aliento sorprendido por los cambios realizados por Federico. Esta es la segunda vez que sube, la primera fue cuando aquello parecía el lugar de un bombardeo, con los suelos levantados, la cocina y los lavabos arrancados, los grandes ventanales del suelo al techo desnudos y sucios. Solo recuerda que el local ocupa toda la planta del edificio, que da la vuelta en redondo a la ciudad que queda más abajo, una atalaya moderna que le parece tremendamente pretenciosa aunque sabe que esa no es la intención de Federico.

Gran parte del espacio es diáfano y a través de un suelo de caoba cubierto de alfombras se conectan el salón, la biblioteca y los dos estudios que Federico ha diseñado. La cocina forma una isla de espacio interior, moderna, grande y muy funcional y las tres grandes habitaciones, una de ellas para huéspedes están equipadas con baños completos y vestidores.

Oye conversaciones en la puerta y vuelve sobre sus pasos presentándose a los primeros invitados todos relacionados con Federico ya sea profesionalmente o por amistad antigua que en algunos casos viene de los días del lejano colegio.

Sobre las siete y media, tal como dijo, aparece Federico resplandeciente al que rodean todos sus amigos y conocidos cada vez más numerosos, Federico encuentra un momento para intercambiar unas palabras con Gonzalo.

—Bueno, que te parece.

—Estoy muy impresionado, un gran trabajo.

—Al menos, como ves, he podido sacar del cobertizo todo lo que había acumulado durante años y que ahora vamos a poder disfrutar por fin, un lugar para estos objetos de arte que se merecían algo más de atención.

Gonzalo asiente con la cabeza y pasa una mano por la espalda de Federico que enseguida se desvanece entre los grupos de personas que con el efecto de las copas y los canapés han caldeado la reunión que se prolonga hasta entrada la madrugada.

Hacia la una y media cierran la puerta tras el último de los invitados y Gonzalo termina el resto de una botella de cava repartiéndolo en dos copas una de las cuales acerca a Federico que está recostado en un sofá.

—¿Te quedas a dormir?

—No—Federico mira el reloj— me voy a casa de mis padres, el tráfico aquí por las mañanas ya sabes que es insoportable y así estaré a un paso del trabajo…

Sobre las dos Gonzalo sigue en el apartamento. Solo. Va apagando todas las lámparas hasta que queda únicamente la penumbra que proporciona la luz del exterior. Sentado en una butaca mira sin pensar en nada, paseando los ojos por la ciudad tranquila, iluminada como aquellos belenes caros de su niñez, con pequeñas bombillas que marcan el contorno de las calles, los puentes que adornan el río en diferentes tramos.

De repente se siente cansado. Se levanta y cierra la puerta tras de sí bajando al otro apartamento que sigue con su frialdad habitual.

Se levanta temprano. Escribe una nota a Federico que deja sobre el mostrador de la cocina. Prepara su bolso de viaje y sale a la calle. Encuentra enseguida un taxi.

—A la estación de tren, por favor.—

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