sábado, 26 de junio de 2010

28 - LAS MONTAÑAS AZULES.

Doña María Josefa de la Soledad se vuelve una última vez recorriendo con la vista los jardines de “El Capricho”, la casa al fondo rodeada de soldados y equipos, de algunas tiendas de campaña donde dormirá parte de la tropa reservándose muchas de las habitaciones de la casa a los oficiales del ejército de Napoleón, el ejército francés que dice estar de paso pero cuyos movimientos sobre el terreno indican lo contrario.
La duquesa suspira levemente y apoyando el pie derecho en el estribo de hierro se acomoda en el mullido asiento de terciopelo verde del coche tirado por seis caballos en el que también sube Manolita y dos criadas. Todas llevan guardapolvos y sombreros destacando el de la duquesa de amplio vuelo y un adorno de plumas suaves que hace juego con la mantilla bordada y los guantes de seda. Sobria en lo demás, desnuda de joyas, porque “no hay que dar tres cuartos al pregonero” como comenta a Manolita consciente de los peligros del camino, que serán muchos y de toda índole.
Los objetos de valor se llevan a buen recaudo en el segundo coche junto a varios arcones, maletas y cofres que proveerán todo lo necesario para una estancia en Cádiz al menos de tres meses pudiendo prolongarse si las circunstancias lo exigen.
El coche de la duquesa además del cochero y un criado lleva un palafrén con otro criado por delante y dos criados más en el segundo coche, todos ellos provistos de trabucos y armas blancas así como varios “dragones”, trabucos cortos recortados, armas difíciles de cargar pero muy útiles en los asaltos de carretera en los que se puede dejar diezmados a un grupo de rufianes asaltantes poniéndoles en franca huida.
Y para no dejar nada al azar la duquesa y las dos criadas llevan sendos pistoletes ocultos en los amplios bolsillos de los guardapolvos. Manolita mira con asombro a la Duquesa.
—No pases cuidado —la mira sonriente—ya sé que resulta poco femenino, pero no podemos andarnos con remilgos, si nuestra virtud y nuestra vida se pone en entredicho, un buen pistoletazo en pleno rostro puede resultar de gran alivio para nuestra integridad, pero esperemos que no sea ese el caso.—
Las criadas se miran con cierto pánico palpando el pistolete del bolsillo, Manolita se queda embobada mirando a la Duquesa que le devuelve la mirada con una dulce sonrisa mientras saca un abanico del interior de la manga izquierda y se da aire cadenciosamente en pequeños golpes contra el pecho.
Restallan los látigos, parten los coches, algunos oficiales franceses se cuadran y saludan con gesto militar, la duquesa les corresponde con el abanico. Traquetean por el camino rural que lleva al camino de posta. La duquesa explica a Manolita que intentarán hacer unas veinte o treinta leguas al día, dependiendo de las fondas y el cambio de las caballerías. Si todo va bien en cinco o seis días habrán llegado a Cádiz.
Manolita abre lentamente los ojos, se ha quedado adormilada en el cómodo asiento del Cadillac que el padre de Lupe ha puesto a su disposición con chófer incluido.
El automóvil circula por la autopista de seis carriles a unos cien kilómetros por hora entre un tráfico denso que mantiene la misma velocidad a derecha e izquierda. El conductor, un empleado joven le indica que están bajando por la dos ochenta hacia San José para seguir a Los Gatos y subir la diecisiete hacia las montañas de Santa Cruz donde está la “Sierra Azul” “Blue Mountains” lugar en el que vive el señor Huertas.
Manolita mira el reloj: las diez y media de la mañana…del domingo. Intenta dar un repaso a los acontecimientos del día. Lupe le llamó temprano.
—¡Oye mi hija! ¿Qué tal has dormido?
—Hasta que tu me has despertado bien…
—¡Bueno! Yo llevo ya un rato en el aeropuerto.
—¿A qué hora sale tu vuelo?
—Ya mismo…son las ocho y diez…vamos a embarcar en cinco o diez minutos.
—Pues que tengas muy buen viaje ¿Cuándo volverás?
—Algo así como en una semana, pero te llamaré por teléfono …óyeme una cosa, te llamaba para decirte que he hablado con el señor Huertas y podría verte hoy mismo ¿Te parece bien?
—Claro que sí, es domingo y sólo pensaba dar un paseo por la ciudad…
—Órale, pues te mandaré al hotel un carro con chófer a las nueve y media ¿Está bien así?
—Perfecto y muchas gracias Lupe.
—¿Has decidido algo sobre venir a quedarte en mi casa?
—Si, me gustaría mudarme el lunes, si te parece bien, el hotel es muy cómodo pero un poco solitario.
—¡Estupendo! El lunes encontrarás un sobre junto al Santo Niño de Atocha con las llaves…¡Me voy que están ya embarcando!
—¡Buen viaje!
Apoya la cabeza sobre el respaldo del asiento. El paisaje es de monte suave, verde, salpicado de bosques y lagos convertidos en reservas de agua que forman parte de varios parques regionales que llegan hasta la ciudad de San José.
—Hay mucho tráfico…
—Bueno, no está muy mal, los domingos se circula mucho más holgado…
—¿Y tú como te llamas?
—Alan. Alan Silva.
—Y eres mejicano…
—No, yo soy nacido en San Francisco. Mis padres si son mejicanos. Yo soy las dos cosas por los papeles.
—Ya veo, y hablas los dos idiomas.
—Claro. La lengua materna y la de puro gringo— sonríe a Manolita.—Usted suena española…
—Sí. De Madrid.
—Ya. Ustedes tienen un acento diferente. Y hablan muy deprisa.
—El paisaje es muy bonito— comenta Manolita.—
—Mis abuelos dicen que antes era más lindo, más abierto, que todo ha cambiado desde que finalizó la Segunda Guerra Mundial. Mi abuelo trabajó en una envasadora de fruta; en el Condado de Santa Clara había unas cuarenta plantas de envase. Era un terreno muy fértil con miles de huertos y árboles frutales. Él decía que desde la montaña el valle era un espectáculo digno de ver con todos los árboles en floración, las plantas y las flores. Pero en los años cincuenta todo comenzó a transformarse con el uso del sílice para fabricar semiconductores lo que atrajo una enorme industria militar que incluía la NASA en Moffett Field.
—Y comenzaron a llamarlo “Silicon Valley”.—
—Eso es, vino una enorme cantidad de gente a trabajar en cientos de compañías dedicadas al mundo de los ordenadores y para los que la sílice era uno de sus componentes básicos. El valle se transformó completamente, desaparecieron las industrias agrícolas y todos aquellos millones de árboles fueron substituidos por fábricas y viviendas, autopistas y grandes centros comerciales. De todas formas más hacia el sur en Gilroy hay zonas que aún son rurales, en la costa todavía se cultivan grandes extensiones de alcachofas y coles de Bruselas.
Se quedan en silencio. Pasan por la población de “Los Gatos” y comienzan a subir la carretera diecisiete. Curvas y contracurvas, van hacia las montañas, los árboles cierran la carretera que sube serpenteando en una especie de túnel verde, tupido. A la izquierda se abre el paisaje y aparece una extensa superficie de agua.
—Es el “Lexington Reservoir”—indica Alan señalando con su mano izquierda—. Mi abuelo me contaba que en el fondo del pantano hay dos pueblos cubiertos por el agua, Lexington y Alma. En sus mejores tiempos los habitantes de cada uno no superaban las doscientas personas, pero tenían hotel, oficina de correos, bar, herrerías y una docena de serrerías. Lexington era parada obligada para las diligencias a medio camino de San José y Santa Cruz. Allí cambiaban el tiro de cuatro caballos por uno de seis a fin de poder pasar las montañas sin dificultades. Su popularidad se desvaneció cuando el tren de vía estrecha de los Gatos a Santa Cruz sustituyó a la diligencia y no paraba en el pueblo. Alma declinó cuando la autopista diecisiete, en la que estamos ahora, dejó de circular por Alma en mil novecientos cuarenta.
—Qué bonito el nombre del pueblo.—
—Alma. Sí, desde luego. El tren también dejó de circular al comenzar a usarse la autopista y diez años después, en mil novecientos cincuenta sólo unas cien personas vivían en las dos comunidades.
Pasan la cumbre y tuercen a la derecha saliendo de la autopista e internándose en un camino semirural pero en muy buen estado por el que se adentran en la montaña que poco a poco se cierra en torno al camino. En algunas zonas de sombra los árboles se aprietan de tal manera que impiden el paso de la luz y casi hay que encender los faros del automóvil, a los lados surgen entre altos helechos regatos y pequeños saltos de agua que buscan su camino entre la roca serpentina. En la luz de algunos claros se distingue el fondo del valle y una sucesión de barreras montañosas que dejan ver a lo lejos la franja azul del Pacífico envuelta en una neblina fría y pálida que lame y sobrepasa las aristas ondulantes de la cordillera marítima.
—Ya estamos cerca— sonríe Alan — dos o tres millas más y llegaremos a la finca del señor Huertas.
Manolita se deja llevar por la belleza profunda de un paisaje que parece irreal estando tan cerca de esas autopistas saturadas de tráfico. Es otro mundo. Como abrir y cerrar una puerta que marca una profunda diferencia. Se acuerda de su conversación de la mañana con Gonzalo:
—¡Buenos días Gonzalo!
—¡Hombre! ¡La niña perdida y hallada en el templo!
—¡Casi, casi…!
—¿Cómo va todo?
—Pues desde que hablé contigo la última vez…¿Estabas en un monasterio…? He estado trabajando en el cuadro y todo va conforme a lo previsto, tengo por lo menos para otro mes y por cierto ¿Has recibido la contestación al presupuesto?
—Si, si, todo en orden, el señor Sánchez parece estar muy impresionado contigo.
—Es el padre de Lupe, su hija, con la que he hecho buena amistad, hasta el punto de que he decidido aceptar su invitación de irme a vivir a su casa el tiempo que me queda en este proyecto.
—Me parece bien, así no te quedarás aislada en el hotel…
—Hoy domingo me va a llevar un coche de la compañía a conocer al señor Huertas, creo que comeré con él y luego me traerán de vuelta al hotel.
—Ah, pues me parece una buena idea, salúdale de mi parte…
—Así lo haré…¿Y tú como estás? ¿Qué tal el trabajo?
—El trabajo bien, bueno, ya sabes que la economía está de pena, con tantos parados y el gobierno sin credibilidad alguna…pero nuestro negocio, como bien sabes, es pequeño y exclusivo y de momento no creo que nos vaya a afectar demasiado…te mandan recuerdos Alicia y Cosme y también Federico…
—Gracias, salúdalos a todos…¿Cómo está Federico?
—Bien, bien…avanzando en la remodelación del piso, bueno, del pisazo…contra mi voluntad, o mi apatía…su trabajo se ha reducido mucho con esta debacle del ladrillo y él dice que le viene bien para meterse con este local.
—Bueno, déjale hacer, él es feliz de esa manera…¿Y tú donde estás?
—De vuelta en Madrid. Mira, me voy a tomar ahora un cafelito y unos churros a tu salud.
—¡Qué envidia!
—Cuídate y tenme al corriente.
—Un beso, Gonzalo, cuídate tú también.
El automóvil tuerce a la derecha donde se abre una pradera bien cuidada rodeada de secuoyas y en su centro se levanta una casa de madera de una planta en forma de herradura, bien construida, elegante y sobria. Aparcan en un cobertizo enfrente de la casa y les recibe en la puerta una señora de pelo cano recogido en una coleta, piel atezada y ojos negros. Se presenta a Manolita como secretaria, ama de llaves y compañera del señor Huertas.
El interior de la casa se compone de dos alas a derecha e izquierda con un gran salón en el centro ocupado por hileras de libros y cuadros de diferentes estilos que se abre a grandes ventanales y una terraza que da la vuelta a la casa desde la que se puede ver el valle, los montes y el mar como en algunos puntos de la carretera. Rosario, que así dice llamarse la señora, enseña a Manolita las obras de arte que se alinean a lo largo de los dos pasillos que reciben la luz de un techo de claraboyas; algunas de las habitaciones de huéspedes y la gran cocina con horno de pan y motivos mejicanos en vigas y paredes.
Cuando vuelven de nuevo al salón el señor Huertas espera de pié y saluda a Manolita afablemente indicándole un asiento en uno de los sofás cerca de él. Un anciano delgado, de pelo blanco aún abundante dividido por una crencha que lo desplaza a derecha e izquierda tapándole las orejas. Sus movimientos son frágiles pero aún firmes, su mirada intensa con una leve sonrisa bailándole en la cara. Alarga la mano a Manolita que a su vez se la estrecha.
—Desiderio, señorita…
—Manuela Madrid…todos me llaman Manolita.
—Manolita me gusta ¿Le importa que le llame así?
—Me encantará que lo haga.
—¿Le apetece un poco de café Manolita?
—Desde luego que sí.
El señor Huertas llama la atención de Rosario.
—Así que usted se está encargando del Santo Niño.
—Sí y creo que la restauración va a quedar muy bien. Podrá usted contemplar el cuadro casi como si hubiera sido pintado recientemente.
—Ah, pues no sabe cuanto se lo agradezco, pero no seré yo quien lo disfrute, eso sí, me gustará verlo terminado pero el cuadro no me pertenece. Quiero que vuelva a ocupar su lugar en Plateros que es donde debe de estar. De allí salió y he prometido devolverlo en cuanto usted lo tenga listo ¿Conoce la historia del cuadro?
—Sí, me he informado y fue de gran ayuda un dominico en el mismo santuario de Atocha en Madrid, tengo que decirle que no sabía nada del Santo Niño de Atocha, España ha cambiado mucho y las últimas generaciones desconocemos casi todo sobre la religión católica. Aunque mi profesión a veces tiene mucho que ver con ella.
—En Méjico, sin embargo, aún tenemos una gran devoción aunque lo que usted dice es cierto y también comienza a perderse esa tradición que ligaba la vida cotidiana a la iglesia y sus devociones. Yo, señorita, ya estoy bastante por encima de los noventa y mi vida no tiene sentido fuera de esa cronología de la vida. Soy creyente y eso ha marcado toda mi vida pero comprendo que el mundo es algo cambiante y que el hombre se renueva y transforma, busca otras respuestas.
Rosario sirve café a los dos y también una taza para ella y el chófer Alan, se sienta al lado del señor Huertas que continúa hablando animadamente.
—Casi todo el mundo—prosigue—sabe donde esta Plateros, una pequeña población cerca de Fresnillo en Zacatecas, una comarca muy conocida por ser una de las fuentes principales de mano de obra para los Estados Unidos y es ahí donde se venera al Santo Niño de Atocha.
Cada año se hace una peregrinación desde los pueblos y aldeas cercanas al templo de Plateros. Yo mismo he hecho esa peregrinación durante muchos años y en la marcha nocturna o por el día conocí y me informé de los problemas de las gentes, de sus familiares emigrados a los Estados Unidos en busca de una mejor vida o con el propósito de reunir dinero suficiente para comprar una casa en el viejo pueblo o enviar dinero a los suyos que quedaban sobreviviendo precariamente en aquellas tierras pobres.
En Plateros se venera una imagen del niño que es réplica de la de Atocha en Madrid, pero en una de las paredes de la iglesia ha estado siempre el cuadro del Santo Niño, el que usted esta restaurando, al que nadie ha dado nunca ninguna importancia. El párroco y yo sabíamos que el cuadro era valioso, una obra de José Antonio de Ayala datada aproximadamente en mil setecientos veinte, como usted sabe no figura la fecha en el cuadro.
Durante años nadie prestó atención y el párroco pensó que la ignorancia era la mejor salvaguardia de aquella pieza importante. Pero al principio de los años noventa alguien debió caer en la cuenta de su auténtico valor y una mañana descubrieron que el cuadro había volado. Lo más probable es que alguien entró por la noche en el templo y simplemente lo descolgaron y se fueron con él.
Yo vivía en Estados Unidos y aunque iba a Méjico, hacía por lo menos cinco años que no me había acercado a Plateros, así que me sorprendió la carta del párroco explicándome el robo. No es mi intención aburrirle con este tema, solo le diré que hice algunas gestiones y nos enteramos de que el cuadro estaba en manos de un pequeño cártel que operaba por la zona. El resto son manejos políticos y mafiosos que no voy a relatarle, pero finalmente el cuadro llegó a mis manos con el acuerdo de que volvería a Plateros una vez restaurado y el grupo que lo robó no sólo no caería de nuevo en la tentación sino que quedaba encargado de su custodia, de vigilar que a nadie se le ocurriera la peregrina idea de descolgarlo de nuevo. A usted posiblemente le parezcan todas estas componendas un poco extrañas pero en muchos lugares aún funcionan las cosas manteniéndose las influencias, los lazos de familia, de honor y de territorio.
—Le agradezco que me de toda esta información señor Huertas, siempre es muy interesante y ayuda mucho a realizar un buen trabajo cuando se conocen los detalles de la obra que se está restaurando.
—Sabes, Manolita, creo que tu y yo sintonizamos bien aunque tu seas de la generación digital y yo de la radio galena.
—Pues muchas gracias. Yo también lo creo.
—Hoy me siento con ganas de salir…¡Niño, Alan, ven aquí!
—Dígame señor Huertas.
—¿Nos llevarías a Manolita y a mi a Pescadero?
—Donde usted me mande estoy a la orden.
—Pues, Manolita ¿Te importaría comer con un anciano en un sitio especial al lado del mar?
—Estaré encantada, señor Huertas.
—Rosario, llama a Duarte´s y que nos reserven un rinconcito tranquilo…sabes, tienen un smelt frito excelente, se parece mucho a los boquerones fritos que hay en España ¡Ah! Y un clam chowder casero delicioso…
—Pues a qué esperamos señor Huertas.
—Eso es ¡A qué esperamos!

No hay comentarios:

Publicar un comentario